El mes que viene los estadounidenses conmemorarán el vigésimo aniversario de los ataques del 11-S. El trauma está instalado en la memoria de todo el que los vivió. Pero, aunque jamás se olvidará ese día de terror, como acontecimiento que moldea las políticas exterior y de defensa de EEUU se está tornando rápidamente tan irrelevante como el ataque japonés a Pearl Harbor. Los últimos soldados norteamericanos desplegados en Afganistán andan de retirada, y Washington reacciona con indiferencia ante la evidencia de que el Talibán –el grupo que albergó y activó a los atacantes del 11-S– pronto volverá a hacerse con Kabul, dos décadas después de que las tropas de EEUU lo expulsara en el marco de su respuesta al ataque terrorista.
Poco menos de un mes antes del 11-S, Israel padeció un ataque terrorista que, aunque pequeño en comparación con lo que se vivió en Washington y EEUU, fue igualmente traumático. Y, a diferencia de la reacción de EEUU ante los afanes de Al Qaeda, lo que sucedió en Jerusalén el 9 de agosto de 2001 sigue siendo crucial para comprender no sólo las actitudes israelíes ante el proceso de paz con los palestinos sino la necesidad del Estado judío de adoptar medidas para que nada parecido vuelva a suceder.
Cuando la guerra terrorista de desgaste conocida como Segunda Intifada llevaba ya un año causando estragos, operativos palestinos colocaron a un terrorista suicida un artefacto que contenía explosivos, clavos, tornillos y tuercas. Su objetivo era un local de la cadena de pizzerías Sbarro situado en la Plaza de Sión de Jerusalén, en la concurrida intersección entre la Calle del Rey Jorge y la Avenida de Yafo.
El crimen fue planeado por Ahmad Ahlam al Tamimi, entonces una joven palestina de 20 años. Pensó que la pizzería era un buen objetivo porque acudían a ella numerosas familias para dar de comer a los niños los viernes justo antes del shabat.
Junto con el asesino, 15 israelíes y turistas murieron como consecuencia de la explosión. Siete de ellos eran niños. Otras 130 personas resultaron heridas; muchas de ellas quedaron horriblemente mutiladas por una bomba concebida no sólo para sembrar la muerte sino para provocar heridas terribles.
En 2012, en una entrevista con una televisión palestina, Tamimi seguía ufanándose de lo que había hecho; es más, recordó estar en un autobús de Jerusalén cuando se difundieron las primeras informaciones sobre el atentado y escuchar a los otros pasajeros árabes celebrar el conteo al alza de las víctimas mortales.
Desde luego, veinte son muchos años. Gracias a la barrera de seguridad levantada entre Israel y buena parte de la Margen Occidental gobernada por la Autoridad Palestina, acontecimientos como la matanza de Sbarro, tan habituales durante una intifada enfocada en la comisión de atrocidades del mismo calibre, son cosa del pasado. Los posteriores esfuerzos de la resistencia palestina por matar judíos se han limitado a apuñalamientos indiscriminados, y los en buena medida fútiles lanzamientos de misiles y cohetes por parte de Hamás y la Yihad Islámica (la mayoría son interceptados por los sistemas defensivos Flecha y Cúpula de Hierro, y muchos otros suelen quedarse cortos) pueden alcanzar tanto a judíos como a árabes.
Así las cosas, ¿por qué debemos seguir rememorando el atentado de Sbarro, además de para honrar a las víctimas?
Este triste episodio va más allá de la conmemoración de una tragedia. Hay un problema con lo que los medios de referencia cuelan por análisis informado respecto del conflicto israelo-palestino. Quienes maquinalmente exigen a Israel concesiones y retiradas territoriales, incluso en Jerusalén, parecen haberse olvidado de la matanza de Sbarro, así como de otros ataques terroristas que se cobraron la vida de más de mil israelíes. También parecen haberse olvidado de lo que precedió a esa insensata y sangrienta campaña terrorista palestina de cinco años de duración, y de la razón de que haya un amplio acuerdo entre los israelíes –del centro-izquierda a la derecha– acerca de que no hay un socio plausible para la paz entre los palestinos y sus dirigentes.
En julio del año 2000, el entonces primer ministro israelí Ehud Barak acudió a Camp David, donde, junto con el anfitrión, el presidente norteamericano Bill Clinton, ofreció al líder de la OLP, Yaser Arafat, el cumplimiento de la promesa contenida en la fórmula tierras por paz sobre la que se basaban los Acuerdos de Oslo de 1993. A Arafat se le presentó un acuerdo que habría dado a los palestinos la independencia en casi toda la Margen Occidental, en Gaza y en una parte de Jerusalén. A cambio, todo lo que tenía que hacer era convenir en poner fin al conflicto de una vez por todas. Su respuesta fue “no”. Y volvió a ser “no” unos meses después, cuando Barak dulcificó la propuesta en unas conversaciones que tuvieron lugar en la localidad fronteriza egipcia de Taba. Frente a las expectativas de tantos israelíes y de la mayoría de los observadores internaciones, el fin del movimiento nacionalista palestino comandado por Arafat no era el establecimiento de un Estado independiente vecino de Israel sino la sustitución del único Estado judío del planeta por uno palestino.
Para cuando Arafat desechó la oferta de Barak por segunda vez, había dado ya una respuesta más definitiva a los promotores israelíes de la paz con el lanzamiento de una orgía de asesinatos terroristas blanqueada con el marbete de Segunda Intifada, que suena más neutro.
En los años siguientes, distintas Administraciones norteamericanas recurrieron una y otra vez a la fórmula de tierras por paz… con la misma falta de éxito, porque Mahmud Abás, sucesor de Arafat y supuestamente más moderado, no era más capaz de alcanzar la paz aun cuando estuviera inclinado a ello.
En los medios e instituciones educativas palestinos se sigue aventando la misma incitación al asesinato de judíos que condujo a matanzas como la de Sbarro. En un toque de cruel ironía, Tamimi se mueve ahora libre como un pájaro en Jordania luego de que el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu decidiera en 2011 liberar a más de 1.000 terroristas, muchos de ellos con sangre en las manos como la propia Tamimi, para obtener la liberación de Guilad Shalit, un soldado secuestrado por Hamás en 2005.
Para empeoras las cosas, el equipo de política exterior del presidente Joe Biden sigue actuando como si las premisas del tierras por paz y la solución de los dos Estados fueran tan válidas como en el verano del año 2000, cuando Bill Clinton pensó que iba a ganar el Nobel de la Paz. Para ellos, es como si la oferta de paz de Camp David y el posterior baño de sangre no hubieran sucedido. Ellos y las bases del Partido Demócrata que preferirían incluso una mayor hostilidad hacia Israel actúan como si el control israelí en materia de seguridad en las por lo demás zonas autónomas palestinas de la Margen Occidental fuera un acto de opresión más que de necesaria autodefensa.
Puede que los palestinos y sus líderes comprendan que los desvelos israelíes hacen imposible la vuelta de los atentados como los que signaron la Segunda Intifada. Pero también ellos actúan y hablan como si jamás fueran a reconocer la legitimidad del Estado judío, con independencia de dónde se tracen sus fronteras. Israel sabe que su retirada de la Margen Occidental y el desarraigo de cientos de miles de judíos residentes en Jerusalén y los territorios no traería la paz, sino que, como sucedió tras la retirada de Gaza (2005), sólo le dejaría en una posición más insegura.
Sbarro aún importa no tanto por el horror que supuso como porque la insensatez que generó la cadena de acontecimientos que condujo a esa fase de terrorismo sigue viva y coleando en las irreales demandas sobre el fin de la “ocupación” y en las campañas de apoyo al BDS trufadas de antisemtismo de quienes dicen que sólo abogan por la paz y los derechos humanos. La gente decente debería no sólo honrar la memoria de las víctimas del 9 de agosto de 2001, sino impedir que las lecciones del fracaso de Oslo caigan en el olvido.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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