Durante el verano español de hace 630 años se desataron en los reinos de España una ola de revueltas antijudías de una intensidad y alcance nunca vistos antes en la península, un avance de algo menos de un siglo de la que sería su expulsión definitiva. En hebreo dichos pogromos de 1391 se conocen como “gzerot kaná” (decretos del 5151, según el calendario hebreo. Paradójicamente, las mismas letras de la fecha conforman la palabra “kiná”, envidia). Tal como sucedería en el pogromo del 8 y 9 de noviembre de 1938 en Alemania y la recientemente anexionada Austria, popularmente conocido como Kristallnacht (la Noche de los Cristales Rotos), la violencia desatada sería sólo un anticipo del trágico futuro que esperaba a los judíos.
Aquel verano supuso el fin de la mayoría de las juderías, que en lugar de ofrecer protección se convirtieron en ratoneras en las que acorralar y atosigar a quienes llevaban siglos en el país. Ante la presión de las masas, enardecidas desde 1378 por el arcediano de la ciudad sevillana de Écija, Ferrán Martínez, muchos judíos optaron por la conversión para sobrevivir. Desafortunadamente no era la primera vez que se veían obligados a ello, tanto bajo el mando de reyes godos y visigodos cristianos, como de algunas facciones radicales del Islam durante su dominio. Pero pasados algunos años o generaciones, las aguas se calmaban y los forzados podían retomar su fe original. Esta vez no sería así: no hubo retorno posible destruidos los barrios compartidos y sus instituciones, y especialmente ante la pérfida vigilancia de la Inquisición.
Los que abjuraron no tardaron en descubrir que, finalmente, la conversión no los absolvía del “pecado” de cuna, especialmente cuando se empiezan a dictar edictos por los que había que acreditar la “limpieza de sangre” (ser cristiano “viejo”) para optar a todos los derechos. En el camino entre 1391 y el definitivo 1492 también tuvieron lugar disputas teológicas amañadas para dotar a la violación de la fe de una incompatible pátina de lógica y justicia. La tragedia, no obstante, se venía oliendo desde antes, por ejemplo, desde la epidemia de peste negra que causó la muerte de más de un tercio de la población europea a mediados del siglo XIV, y a raíz de la cual se acusó a los judíos de envenenar los pozos. Tampoco ayudó a calmar los ánimos populares el desgobierno que sufría la corona de Castilla por enfrentamientos civiles y sucesorios.
El clima de destrucción se propagó como el fuego entre la hojarasca, encendiendo la violencia en todas las ciudades: los que se resistían a la conversión y no morían en el intento eran vendidos como esclavos a los árabes. Comunidades enteras y antes pujantes, como las de Barcelona y Toledo, desaparecieron. Los únicos que lograron salvarse fueron los judíos de Zaragoza, protegidos por el rey Juan I de Aragón, quien logró detener los disturbios en su capital, aunque sin llegar a castigar a sus autores. Y sin incorporar esta tragedia a la memoria histórica, 630 años después
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