Sin duda vivimos tiempos angustiantes, pero nuestro sufrimiento actual, aunque real, parece desproporcionado en relación al vivido no hace tanto tiempo, cuando la humanidad se enfrentó desarmada a las plagas naturales y, especialmente, el dolor infligido por los propios seres humanos en nombre de ideas y creencias. Estos días próximos han sido consagrados por las naciones del mundo en recuerdo de uno de los sucesos más terribles en dicha categoría (sin duda, el peor de las últimas generaciones): el Holocausto. La calidad absoluta del dolor viene referida no sólo por la cantidad de muertos ya de por sí espeluznante, sino por la inversión en crueldad realizada incluso en tiempos de guerra, en que los recursos de los victimarios se racionaban. El espanto ni siquiera es comparable a grandes masacres como las causadas por el uso de armas de destrucción masiva: ¿cuántas bombas atómicas como las de Hiroshima hubieran sido necesarias para acabar con seis millones de civiles? ¿Cómo diseñarlas para diezmar únicamente a una parte de la población en función de sus orígenes (ni siquiera raciales, como pretendían justificarse, a veces ni siquiera vinculados a su fe en esos momentos)?
La Shoá fue mucho más que una maquinaria mecánicamente engrasada de asesinar: fue perfeccionándose con el tiempo con la complicidad e iniciativa de políticos, gentes de ley, del orden militar y social, hasta configurarse como bandera de orgullo nacional: venimos a acabar con los judíos, no sólo a expulsarlos como se hizo tantas veces y en tantas partes del Viejo Continente a lo largo de los siglos. El judío se convirtió de ser humano en plaga ante la cual la única vacuna protectora era su eliminación física y moral: su nombre y su memoria debían desaparecer en una solución absoluta, total, sin margen de compasión, retorciendo la lectura del mundo hasta encajarla en una Nueva Realidad que surgiría al final de la “patriótica” misión.
Hoy sufrimos por muchas cosas: enfermedades, deterioro económico y, principalmente, por la angustia de conocer la fragilidad de nuestro futuro. Sin embargo, hemos perdido el sentido de la proporción: nos alarma, por ejemplo, el retraso puntual en el suministro de mercancías suntuarias hasta hace no más de dos generaciones, como el papel higiénico, o los inconvenientes de confinarnos durante breves períodos en condiciones que ni el más afortunado de los habitantes de un gueto durante la Segunda Guerra Mundial hubiera imaginado en el mejor de sus sueños. Nos hemos acostumbrado tanto a que la historia pertenece al pasado y éste queda recluido atrás en el tiempo, que nos resulta imposible revivirlo por un instante más allá de su mención. Nos hemos vuelto inmunes al dolor que nos parió y a las huellas que dejó en nuestras almas.
Mucho se ha disertado y escrito en torno a la Shoá,y mucho se seguirá hablando de ella aún, pero ni con todas las palabras del vocabulário, lograremos jamas describir un horror de esta magnitud, una pesadilla de esa dimension, de ahi la dificultad de comunicar a nivel de epidérme, el colosal sufrimiento de un pueblo conducido al extermínio puro y simple, ante el silencio ausente de un mundo en guerra …
Nuestro recuerdo y compromiso de transmision, queda por ello sellado para siempre …