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| sábado abril 20, 2024

La disparidad moral entre la democracia israelí y las dictaduras palestinas


A veces los titulares no engañan. Vean el contraste entre estos dos: “La Autoridad Palestina paga 42.000 dólares a la familia del terrorista que mató a dos israelíes” (7-VI-2021) y “Kohavi [jefe del Ejército israelí]: el comportamiento de los soldados en la muerte del palestino-americano fue ‘inmoral y reprobable’” (1-II-2022).

He ahí la diferencia entre la imperfecta democracia israelí y las absolutamente abominables dictaduras palestinas.

Quien piense que su país es perfecto es estúpido. Quien diga que su país es perfecto es un mentiroso. La vida es complicada. Ningún país está libre de canallas. No puedes juzgar a una democracia por aquellos de sus ciudadanos que son unos criminales, o por cada maldad que se registra en sus dominios. En cambio, sí puedes juzgarla en función de cómo responde cuando la gente actúa mal, o analizando si sus políticos o su cultura fomentan el mal.

Adviértase la llamativa brecha entre el discurso sobre Israel y el discurso sobre los enemigos de Israel.

Nadie espera que autocracias como la Autoridad Palestina (AP) –para qué hablar del régimen opresivo de Hamás en Gaza– abra una investigación cuando un palestino mata a un israelí. La solicitud que sumisa y muy infrecuentemente hacen las democracias es, esencialmente, así: por favor, dejad de jalear a los asesinos, de llamarlos mártires, de pagarles y de dedicarles calles y plazas.

La mitad del presupuesto que consigue armar la AP con la ayuda internacional se destina a subvencionar a terroristas convictos, a los que llaman “mártires”; y se supone que estos son los “moderados”.

En 2016, el presidente fundador de la American Task Force on Palestine, Ziad Asali, le dijo a Eli Lake, de Bloomberg, que esos pagos son “sagrados en la política palestina”. En vivo contraste, lo que es sagrado en la política israelí es el Código de Honor de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI).

A los soldados israelíes se les inculca la noción de pureza de armas, que el Ejército impone. Los soldados que recientemente maniataron, esposaron y abandonaron a Omar Asad (palestino-americano de 78 años de edad), provocando el infarto que le costó la vida, violaron dicho código.

El comandante en jefe de las FDI, Aviv Kohavi, condenó ese “acto negligente contrario a los valores de las FDI, entre los que destaca el de proteger la santidad de toda vida humana”. En su labor de limpia, el Ejército despidió a dos comandantes y reprendió a un comandante de batallón.

Los israelíes deben permanecer vigilantes, respaldar al Ejército cuando extirpe a los renegados y alentar a la policía a dar con los forajidos que acosan a los palestinos –o a quien sea–. En una democracia funcional, nadie debería disculparse por reprender a individuos, soldados o políticos que yerren, que fomenten la violencia o la perpetren, con independencia de sus ideas o motivos.

En la familia extensa que conforman los israelíes y sus defensores, esa vigilancia puede combinarse con el orgullo. Ningún otro país ha de defenderse hoy en día tan vigorosamente, y aun así se somete a un escrutinio muy exhaustivo. Yo prefiero vivir en una democracia con conciencia que bajo un régimen dictatorial sin ella. Y con gusto soporto la ocasional mala imagen con tal de mantener limpia la conciencia de nuestro país.

Dada la tensión que genera esa combinación de autodefensa y autocrítica, y la disparidad moral entre la dictadura palestina y la democracia israelí, ¿cómo es que Israel sigue siendo la piñata a la que sacude una y otra vez todo el mundo, desde Amnistía Internacional, con su libelo del apartheid, a la ONU, que lo tiene como su objetivo favorito?

¿Cómo se puede jalear a un pueblo que jalea los asesinatos y odiar a otro que los detesta? ¿Cómo puede ser tan cortejado un pueblo que se empeña en elegir la guerra antes que la paz, y tan atacado uno que elige la paz antes que la guerra? En definitiva: ¿cómo puede el mundo preferir a los terroristas palestinos antes que a los demócratas israelíes?

¿Verdaderamente se trata de mero antisemitismo?

Para empezar, aquí hay un problema palestino. Por mucho que la dirigencia palestina parezca más cómoda perpetuando el conflicto que resolviéndolo, no es saludable para una democracia controlar a cientos de miles de no ciudadanos. Al hacer la paz con otros países árabes, Israel ha demostrado que no es antiárabe. Y cada vez son más los árabes israelíes que prefieren los derechos y oportunidades que tienen como ciudadanos israelíes constructivos. Pero el bloqueo ideológico y los dilemas de seguridad que afronta Israel en los territorios procuran regularmente munición a los que lo primero que hacen es bramar contra Israel.

Mucho más capacitados y exitosos en vituperar a Israel que en servir a su pueblo, los dirigentes palestinos han situado sagazmente el conflicto en un marco que les permita seducir a los radicales europeos y norteamericanos. Lo de presentarse como una minoría morena, indígena y victimizada, desplazada por unos forasteros blancos, racistas, colonialistas e imperialistas, es una jugada maestra de la propaganda. Pues explota la culpa europea por el imperialismo y el colonialismo, y la norteamericana por el racismo y el privilegio.

Henchidos de autoodio, esos radicales que van de ungidos resuelven su culpabilidad sin pagar el menor precio señalando a unos supuestos malhechores que viven a miles de kilómetros y que supuestamente se les parecen. Además, Israel es un objetivo muy conveniente, pues, aunque es tan pequeño que se le puede acosar, proyecta una larga sombra sobre el imaginario occidental.

Es aquí donde entra en liza el antisemitismo. Quizá todos esos ataques no habrían derivado en una campaña y una obsesión globales si no se hubieran sembrado en el fértil terreno del odio al judío. La judeofobia provee unas imágenes, una intensidad, un relato. El judío como agresor, como acosador, como estafador, como monstruo, como profanador de criaturas inocentes evocadoras de Cristo; el judío como avaro, acaparador, chillón, todo eso se despliega en el asedio antisionista. Y que el judío sea a la vez religioso y nacional, devoto y laico, que no pida perdón, que sea orgulloso, que se enraíce en lo local pero tenga vocación universal, vuelve locos a los críticos.

Para colmo, algunos de quienes odian el sionismo son judíos.

Siendo como es Israel un objetivo tan excitante, cómo extrañarse de que los hechos inconvenientes sobre la moralidad de Israel y la inmoralidad terrorista palestina sean dejados de lado.

© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio

 
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