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| lunes diciembre 23, 2024

Los ‘niños’ detrás de la Cúpula de hierro que mantiene a salvo a Israel

El arma. Nunca la sueltan. Nunca la dejan. Incluso, se la llevan a casa, cuando regresan los fines de semana a lo de sus padres para que su mamá les lave la ropa


 

Los nombres de cada uno de los citados fueron alterados.

 

A unos cien pasos estaba el Líbano. Desde donde nosotros estábamos, se veía la bandera roja, blanca y verde, que ondeaba en lo alto. Entre el Líbano y nosotros había unos pocos metros que se encontraban bajo control de las Naciones Unidas. Se supone que hay guerra, pero desde hace años no ha habido un conflicto formal, más allá de algunos malentendidos. Pero, aún así, la zona es tensa, porque Hezbolá, el grupo terrorista financiado por Irán, opera en el Líbano y quiere destruir a Israel.

 

Estábamos esperando al comandante. Él dirige a un grupo grande de muchachos cuya responsabilidad es proteger la frontera israelí de las amenazas provenientes del Líbano. Mientras esperábamos, dos chicas uniformadas que empuñaban fusiles largos, hablaban con nosotros. Eran lindísimas, pero sobre todo jovencísimas. Habían salido del colegio hacia poco y ahora estaban ahí, con una responsabilidad gigante.

“Aquí no suele haber conflicto, a diferencia de la frontera con Gaza; pero cada tanto hay provocaciones”, nos contó una de las chicas. “Hace unos meses, por ejemplo, un soldado libanés apuntó hacia nosotros, luego que hiciéramos unos entrenamientos militares. Afortunadamente los de las Naciones Unidas intervinieron y nadie disparó”.

Las chicas sonreían mientras hablaban de su responsabilidad. Una se alejó y empezó a mirar su teléfono, un iPhone. Tomó una foto del paisaje, que era abrumador: el Mar Mediterráneo, cercado del lado derecho por las montañas del norte de Israel. Estaba nublado, hacía frío y llovía un poco.

Llegó el comandante. Era alto, evidentemente joven. Demasiado joven para ser el jefe. Y se presentó diciendo la edad: “Hola, soy Moshe, y tengo 25 años”. Él es el encargado de toda la frontera con el Líbano. Cubría kilómetros de zona de conflicto sometidas por la tensión de un combate que puede estallar en cualquier momento.

Moshe continuó la carrera militar, porque a los 25 años ya no es usual que alguien que no quiera ser militar siga en las Fuerzas de Defensa de Israel. Normalmente, los jóvenes hacen casi tres años del servicio, dejan la carrera militar, se aventuran en un viaje de meses por los países más exóticos posibles (la mayoría elige Latinoamérica) y, luego, a los 26, empiezan sus estudios universitarios. Es así, tiene años siendo así, y no es un problema.

 

 

Comandante de la frontera con el Líbano, Moshe, con el Mediterráneo detrás. Foto de Diego Laje.

Quizá Israel es el único país en el mundo bajo esta dinámica completamente desconcertante para quien viene de Occidente y, sobre todo, de cualquier país latinoamericano. En Israel los jóvenes no le huyen al ejército. En Israel, el ejército son los jóvenes. Pero no son jóvenes, son niños, para cualquiera que sea un poco mayor que ellos.

Ver a una chica de 19 años empuñando un fusil y resguardando los pocos metros que la separan de una organización terrorista que quiere matarla, la convierte automáticamente en una niña que conmueve. En la mayoría de los países occidentales, a los 19 años una joven está pensando en discotecas y subiendo fotos a Instagram… “Pero yo no dejo de ir a discotecas”, me dice Jana. “Vivimos una vida normal, con una vida social normal”, insiste, se ríe. Me muestra su Instagram: es una joven normal, con fotos de sus viajes por Capadocia o Petra. “Si quieres te puedo recomendar unos muy buenos clubes nocturnos en Tel Aviv”, me dice, luego que le comentara que había salido a tomar el viernes pasado a Tel Aviv y me había impresionado la vida nocturna.

Son jóvenes con vidas normales, que además van a las Fuerzas de Defensa. Entiéndase así: el paso por el ejército es simplemente otro nivel del proceso educativo. Vas al colegio, vas al ejército, vas a la universidad. Todos van, porque todos quieren ir. Las conversaciones en la víspera que los recluten son sobre qué quieren hacer durante el servicio militar. Si ser combatiente, o ser designado al área de comunicaciones, música o tecnología. Tecnología, todos quieren ir a tecnología, porque de ahí salen con unas habilidades tremendas que los encausan en una exitosa carrera en high-tech, que hoy paga en Israel como ningún otro oficio.

Hace poco más de un año Israel vivió unos de sus momentos más duros en décadas. Luego de un episodio de tensión entre judíos y palestinos en Jerusalén, la organización terrorista palestina, Hamás, lanzó miles de misiles desde la Franja de Gaza hacia Israel. Esto, por supuesto, no es inusual. Casi todas las semanas salta un misil desde Gaza. Sin embargo, esta vez Hamás cruzó una línea roja. Por primera vez, los misiles iban contra grandes ciudades como Tel Aviv o Jerusalén. Misiles que llegaban tan lejos como nunca habían llegado e  iban dirigidos directamente contra la población civil. Fueron miles. Una lluvia de misiles sobre restaurantes, galerías de arte y bares. Sorprendentemente, no hubo casi muertos. ¿Qué mantuvo a salvo a la población? O, mejor dicho, ¿Quiénes? Los mismos ‘niños’, por supuesto.

 

Luego de estar en la frontera con el Líbano, fuimos a una unidad de la famosísima Cúpula de Hierro. Un nombre pomposo simplemente encubre a un lanzamisiles cuadrado, que no es tan gigante como yo creía. El aparato está solo, en el medio del asfalto, a unos pocos metros de los edificios de la unidad militar. Es un área pequeña, donde se hace lo necesario para el mantenimiento del lanzamisiles. En síntesis, lo que hace la Cúpula de Hierro es interceptar los misiles que vuelan desde Gaza (o cualquier otro origen) y que están dirigidos hacia poblaciones civiles. Si un misil va a caer en medio de una granja o una calle poco transitada, probablemente no se intercepte, porque cada misil cuesta miles y miles de dólares y la defensa de Israel implica un gasto multimillonario.

 

Es injusto que lo que trascienda sea ese lanzamisiles, que en verdad no luce tan intimidante. Es injusto porque no es automático y detrás de cada uno de los armatostes esos a los que llamamos Cúpula de Hierro hay decenas de soldados, que son la verdadera Cúpula.

 

“En esta unidad operamos la Cúpula de Hierro”, lo anuncia, con orgullo, Ronen. “Yo vengo de Australia, llegué hace unos 12 años a Israel y vine principalmente porque quería ser parte del ejército”, cuenta. Él, por supuesto, es muy joven. Tiene 22 años. Se presentan otros dos compañeros, 19 y 21 años. “Aquí nos encargamos de recargar a la Cúpula de Hierro con los misiles. Les hacemos mantenimiento y la operamos”.

“Es importante insistir en que la cúpula no es automática. Hay un equipo que trabaja 24 horas y que está pendiente para interceptar cada misil que sea detectado”. Alguien le pregunta que cómo funciona esto, que si tienen que disparar cada misil para interceptar a otro. Ronen dice que sí, pero aclara: “No es un botón rojo y ya. Es más complejo que eso”.

Se les nota de lejos el orgullo de ser parte de la Cúpula de Hierro. Es contagioso. Son unos héroes, sin duda. Si hace un año no murieron miles de familias en Israel, fue gracias a ellos. Y ellos lo saben, pero hay que reconocerles: la responsabilidad es gigantísima. Aterra tanta responsabilidad, y está en manos de unos jóvenes.

Mientras nos hablaban, estaban alineados, y al extremo derecho, casi imperceptible, estaba una chica pequeña, muy adorable, que no intervenía. En eso, Ronen la presenta: es Alea, la comandante de la unidad. La jefa, la que da las órdenes. Se presentó. Tenía 22 años, pero parecía de 17, con pecas y el pelo recogido con una cola de caballo. No habló mucho, era tímida. “Aquí vivimos unas quince personas, que nos encargamos que todo con la Cúpula de Hierro funcione bien. Hacemos ejercicios militares y tratamos de tener una vida normal dentro de la unidad. Comemos y dormimos aquí”.

 

Empecé a conversar con Alea y le pregunté  si no tenía miedo de estar donde está. Me dijo que le ocurre, pero que debe evitarlo. Luego le pregunté cuál había sido el momento más difícil hasta entonces. “El año pasado, en mayo, llovían misiles, la cúpula los interceptaba, pero no desaparecian, claro, sino que caen también como restos de proyectiles. Debíamos acostarnos en el piso, con las manos en la nuca, y esperar que no cayera ninguno sobre nosotros. Es difícil, porque soy la comandante, y debo mostrarme valiente y firme. Yo soy la responsable de mantener alta la moral de mis muchachos”.

Alea me dijo que quiere ser abogada, y que ya en unos meses deja el ejército. Viajará a Latinoamérica, probablemente pase por Medellín y Río de Janeiro.

Eso me sorprendió del ejército israelí. En este país, el comandante no está detrás de sus hombres y mujeres, sino al frente. No dirige desde un cuartel o la retaguardia. En un momento le preguntamos a un general que cómo hacía para mantener intacta la moral de sus hombres, y respondió, tajante, sin dudarlo: “Con el ejemplo”. Luego, añadió: “Jamás les he pedido a mis muchachos que hagan lo que yo no estoy dispuesto a hacer. Si hay que saltar, yo salto primero. Si hay que correr, yo corro primero”.

 

Y eso lo profundicé en una conversación honesta con Isaías, un militar de 19 años que cenaba una hamburguesa sin soltar el fusil que le colgaba del hombro. “Eso es así. Hay quienes creen, desde afuera, que nosotros estamos en el ejército por una razón ideológica, o nacionalista; pero no es así. Estamos por nosotros mismos. Porque sé que gente de mi edad viene y se arriesga y yo no puedo no arriesgarme. Porque sé que cuando estoy aquí, tengo que proteger a mis compañeros porque ellos me protegen a mí. Y porque sé, sobre todo, que si mi comandante hace algo yo debo ser capaz también de hacerlo”.

 

Con Isaías conversé sobre la noción que tienen los jóvenes sobre esta vida militar. Que si hay gente que patalea para no ser reclutada, que protesta, que le huye al deber. Pero me dijo que no, al menos en términos generales. Obviamente cada uno es uno y tiene sus ideas y sus principios y sus sueños y deseos; pero en general, la vida militar está completamente inscrita en la sociedad. No importa si eres judío de origen ruso, uruguayo o americano; si eres negro, árabe, homosexual, hombre, mujer, discapacitado, te gusta el arte u odias las armas. Todos quieren, deben y van al ejército. Y para todos hay lugar, sin prejuicios o discriminación.

 

“En el ejército uno construye los vínculos más fuertes. Yo he vivido con mis compañeros lo que no he vivido con nadie ni probablemente viviré con nadie. Realmente somos familia, somos hermanos, y solo eso hace que nos comprometamos con seguir aquí y darlo todo”.

 

Hay historias conmovedoras de cómo militares israelíes han dado la vida por sus compañeros. Está la de Roi Klein, un héroe —“héroe, lo es”, me insiste Isaías—, que, siendo comandante en la batalla de Bint Jbeil, durante la guerra del 2006 con el Líbano, se lanzó sobre una granada que había arrojado el enemigo, se mató, pero le salvó la vida a al menos unos 8 soldados. Antes de morir, Klein citó la oración judía de Shema Yisrael (escucha, oh, Israel: el señor es nuestro Dios, el señor es uno).

Nathan Elbaz, en 1954, hizo algo similar: se sacrificó con una granada para que sus compañeros no murieran. Aquí es cierto eso de que ningún hombre se queda detrás. A otro comandante le dieron un tiro en la sien por regresarse y rescatar a un compañero herido en Gaza, que sí sobrevivió.

Eso, por supuesto, refuerza el compromiso de cada joven de Israel con la vida militar. Pero es solo una etapa, para la mayoría. No son todos, claro, los que se dedican a una vida militar (aunque es bastante atractiva, ya que reciben muy buenos salarios y privilegios). La mayoría vive la etapa, sin sacrificar su vida social (porque todos siguen subiendo a sus historias de Instagram, los jueves en la noche, las fotos de la botella de tequila o el narguile en el bar); y luego continúan su vida normal —normal, para nosotros, que le huimos a la idea de andar con camuflaje y un fusil—. Algunos dejan la vida militar, pero se enlistan en una especie de reserva civil, por lo que son llamados a nuevamente empuñar un arma cuando hace falta.

Ah, el arma. Nunca la sueltan. Nunca la dejan. Incluso, se las llevan a casa, cuando regresan donde viven sus padres los fines de semana para que mamá les lave la ropa mientras pasan la madrugada con el resto de militares, pero ahora sin uniformes sino con botas blundstone, camisa de Zara y perfumados. Fiestean, como nadie, porque Tel Aviv es bastante reconocida por su intensísima vida nocturna. Y ese contraste es, por supuesto, desconcertante.

Los padres, para ellos es duro. Me dijo Loir, de 68 años, con tres hijos y dos nietos: “Es muy difícil siempre. Cuando fui al ejército, esperaba que mis chicos no tuvieran que ir también. Ahora que ellos fueron, espero que a mis nietos no les toque”. Es duro, porque siempre se espera que la última guerra sea eso, la última. Pero nunca ha sido así. A una guerra le sucede otra, y así. Y los chicos van, enfilados, arriesgándose a lo peor.

“Para nosotros es un orgullo, pero agridulce. Mi chico menor terminó el ejército el año pasado y ahorita está en Cancún, de viaje. Quiere ser periodista. Cuando salió del ejército, descansé. Aún tengo a mis tres hijos conmigo, y por eso soy un afortunado”, me dijo Loir. Él sueña con la paz, y que más chicos no tengan que empuñar un arma, pero sabe que la realidad dista mucho de eso.

 

Durante la cena de hamburguesas, Isaías me cita a Golda Meir: “Si ellos dejan sus armas, habrá paz; si las dejamos nosotros, desaparecemos”. No sé si realmente la cita es de ella, pero es clara: Israel está en el medio de un vecindario que quiere su desaparición. Todos sus vecinos, desde que nació el Estado judío, en 1948, han buscado aniquilarlo. No han podido. Israel se mantiene intacto como un Estado moderno, como la única democracia de Medio Oriente, con ciudades liberales no tan diferentes de Nueva York o Londres —impensado en Riad, Teherán o Ramala—. La clave son las Fuerzas de Defensa de Israel, fundadas el 26 de mayo de 1948, catorce días después de la creación del Estado.

 

“Aquí en la Cúpula de Hierro tenemos un lema, que quiero que repitan con nosotros”, nos dijo Ronen. “La cúpula es de hierro”, empezó. “¡La gente es de oro!”. Todos aplaudimos. Era bastante emocionante. Al final, esos ‘niños’, con sus sueños, su vida social, sus gustos, principios y deseos, son héroes. Héroes de un país peculiar, que ha resistido gracias a Moshe, Ronen, Alea, Jana o Isaías. Que crece, que revoluciona el mundo tecnológico, porque sus jóvenes lo defienden y defienden a sus gentes, que son felices y aman su rutina pese a los misiles.

 
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