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| viernes noviembre 15, 2024

No hacer nada…


Durante días has estado absorto en un libro palpitante de personajes que nos atrapan en un argumento cautivante y apasionado. Llegas a la página 588—faltan dos páginas… Tu corazón está latiendo ferozmente al acercarse al clímax de la historia y a una revelación (¿shockeante? ¿inspiradora?) sobre personas cuyas vidas se han vuelto más reales y queridas para ti que los personajes «reales» que pueblan el mundo fuera del libro. Pero en lugar de dar vuelta la página, haces una pausa, dejas el libro a un lado y cierras los ojos. No, no todavía.

Has estado horas corriendo una maratón, cada músculo, cada neurona de tu cerebro se concentró en el próximo paso, el próximo tramo, el próximo kilómetro. Ahora la línea de llegada está a la vista; cargas el cuerpo y la mente un poco más y casi estás allí. Pero en ese mismo instante, tu mente se queda en blanco. Por un segundo dejas de pensar, de concentrarte, cesa todo esfuerzo consciente, permitiendo que una ola de vacuidad te envuelva. Sólo entonces puedes hacer esa arremetida final hacia la meta.

Has invertido semanas en el proyecto tal vez más importante de tu carrera, trabajando dieciocho, veinte horas por día, utilizando todo tu conocimiento, creatividad y especialización y los de tus colegas. Estas ahora en la fase final del proyecto. Quedan todavía unos pocos días de trabajo, pero el último punto en la lista de control ha sido considerado y debatido, y se trazó un plan. Te despiertas en la mañana, tomas el teléfono, y para tu asombro y el de todos dejas el siguiente mensaje en la oficina: «Hoy no estaré en la oficina. Nos vemos mañana a la mañana. Voy a pasarme las próximas 24 horas… haciendo nada.

Eso es lo que los Hijos de Israel hicieron en el primer día del mes de Siván del año 2448 de la creación (1313 de la era común), una semana antes de que recibieran la Torá en la Montaña Sinaí. No hicieron nada.

(El Talmud analiza en Éxodo 19 esa semana crucial, y presenta un detalle de lo que ocurrió en cada uno de los seis días desde el día que el pueblo de Israel llegó a Sinaí hasta que recibieron la Torá el 6 de Siván. El 1 de Siván, dice el Talmud, «ellos no hicieron nada».)

Esto es muy extraño. Porque los judíos estaban en medio de una maratón, absolutamente concentrados en la carrera más importante de sus vidas: la historia de su pueblo.

Seis semanas antes fueron liberados de Egipto. En ese momento, les dijeron que dentro de 50 días, Di-s se revelará ante ellos y les dará la Torá—el proyecto Divino de la Creación y el «contrato» de su eterno apego a Él.

Les dijeron que su camino hacia el Monte Sinaí consistía de 49 pasos: 49 días, cada uno consagrado al refinamiento y perfección de los otros 49 poderes del alma humana. Di-s los había sacado de su esclavitud física, moral y espiritual en un Egipto depravado. Ahora era su responsabilidad hacerse merecedores de entrar en un pacto con Él, y elevarse a un estado que permitiría sostener ese pacto en sus almas.

Los judíos entendieron que si no llegaban a Sinaí, su Éxodo de Egipto no tendría sentido. ¿De qué serviría haber sido liberado del yugo del Faraón, sólo para ser lanzados a la deriva en la vorágine de la historia, para ser subyugados en otros cien o mil años por algún otro Faraón, más persecuciones enemigas, más neurosis de otra era, angustias de otras generaciones?

Los judíos entendieron que el regalo de la libertad era demasiado precioso para ser malgastado en una tregua temporal del trabajo forzado con mortero y ladrillos. Ellos entendieron que la única verdadera razón de este regalo de Arriba es si los lleva a Sinaí y los ata a su Di-s eterno—un vínculo que garantizará que permanecerán libres intrínsecamente no importa qué fuerzas busquen arremeter contra sus cuerpos y almas en los siglos y milenios por venir.

Así que contaron los días, pulieron sus almas, y subieron los escalones al Sinaí—un ejercicio que reejercitamos cada año con nuestra Cuenta del Omer de 49 días desde Pesaj a Shavuot (la palabra hebrea para «contar», sefirá, también significa iluminar, brillar).

¡Y entonces, al entrar en la séptima semana de su contienda, con la meta a la vista y en la más intensa fase de preparación, se pasan un día entero sin hacer nada!

Dice el Rebe de Lubavitch: su «no hacer nada» fue quizás la preparación más importante de todas. Si una persona se esfuerza para refinarse, entonces una progresión metódica con un ojo constante en la meta lo llevará hasta allá. Pero cuando apuntamos a un logro supra-humano—cuando deseamos esforzarnos por conectarnos a algo más grande, que transciende nuestras habilidades naturales y potenciales— debemos «vaciarnos» para permitir que esa realidad mayor nos abarque.

Sí, debemos hacer lo máximo, emplear todo lo que tenemos y podemos lograr hacia la meta. Si no lo hacemos, nunca llegaremos allí. Pero ahí viene el punto: cuando la meta está a la vista y el momento más crucial está ante nosotros, debemos entregarnos al «vacío» dentro de nosotros.

Y desde esta vacuidad corremos a toda velocidad a la línea de llegada.

 
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