Shanzhai es un término chino que, según Xionghui Leng y Mingyan Zhang (Shanzhai as a Weak Brand in Contemporary China Marketing), originalmente remitía a las vallas que se construían con propósitos militares defensivos. Más adelante, pasó a referirse a “los fuertes ocupados por forajidos”.
Actualmente, el término ha pasado a significar algo distinto. Los autores explican que en Hong Kong las fábricas pequeñas y los talleres familiares son llamados “industrias Shanzhai” y que, debido a que los productos Shanzhai son mayormente imitaciones y falsificaciones, el término ha adquirido una nueva connotación: imitación, falsificación.
Desde el campo antiisraelí –en el que conviven no pocas ONG, organismos, medios de comunicación y periodistas– han optado igualmente por la apropiación y la adulteración, luego de comprobar que la sinceridad del discurso de los líderes palestinos respecto de sus fines y esfuerzos no conducía a los mismos.
Bebiendo de la propaganda soviética –en Moscú, sin ir más lejos, Mahmud Abás realizó su doctorado negador del Holocausto–, se pusieron manos a la obra. Una obra que, por lo demás, ya estaba comenzada y encarrilada: crear una víctima ideal para erigir un victimario absoluto en el que congregar la indignación y el rechazo globales.
Alan Johnson exponía (The Left and the Jews: Time for a Rethink) que, en el último tercio del siglo XX, los Estados estalinistas, en alianza con los Estados árabes autoritarios y partes de la Nueva Izquierda occidental, llevaron a cabo campañas antisionistas despiadadas, bien financiadas y de larga duración. “Esas campañas sentaron las bases de la forma que adopta el antisemitismo de izquierdas hoy en día: yo lo llamo antisionismo antisemita”. Y continuaba explicando que este
antisionismo antisemita tiene un programa político: no dos Estados para dos pueblos, sino la abolición de la patria judía; no Palestina junto a Israel, sino Palestina en lugar de Israel.
Así pues, el campo antiisraelí y los propios líderes palestinos llevan tiempo abocados a ello: desde la apropiación de Cristo y presentar a los palestinos como aborígenes hasta construir, con ayuda de la ONU, la figura exclusiva del refugiado eterno y creciente. Pero más recientemente vieron en un término o, antes bien, en un concepto muy específico el ingrediente alrededor del cual construir –o aumentar– la falsificación del victimismo como estrategia para alcanzar sus fines. Dicho concepto es el de apartheid. Después de todo, el antisionismo antisemita del que hablaba Johnson postula que el “sionismo es racismo”.
Por cierto, señalaban los autores ya citados que los productos Shanzhai han ido mucho más allá de la piratería y las falsificaciones. A la imitación se le ha agregado la innovación. La única innovación que puede encontrarse en la adulteración antiisraelí es la banalización de un hecho para utilizarlo como herramienta ideológica, como estrategia de conflicto, de guerra. Acaso uno de los puntos más bajos a los que han llegado su liderazgo, muchas ONG y medios de comunicación.
La tarea, parafraseando a Jean-François Revel (El conocimiento inútil), consiste en que toda la indignación disponible en el planeta se focalice en Israel, en el fraudulento apartheid israelí, describiéndolo como un mal absoluto, incurable. Sólo queda derruirlo. Suplantarlo por el imperio de la ley de sus víctimas: absolución, en definitiva, de los usufructuarios centrales del fraude; puesto que, tal como expresara Revel, “las falsas tragedias sirven de excusa a los que no pueden resolver los problemas” –y, muy probablemente, a quienes no quieren; y a quienes pretenden resolver el problema que no es. Es que el invento posibilita, o pretende posibilitar, aquello de “no hay derecho a hablar de” su corrupción, su intransigencia, etcétera, “mientras exista” ese apartheid.
Así pues, todo queda reducido a otro término al que el de apartheid remite obligatoriamente: racismo, que, a su vez, es condensado al racismo de blancos (aunque los judíos sean de las más diversas coloraciones) contra falsos aborígenes (denominación que exime hablar de tonalidades dérmicas).
Imponer la fabricación –a base de repetición: aquí los medios de comunicación, desprendidos de escrúpulos y prácticas profesionales, desempeñan un papel relevante; es decir, no informan, sino que participan de la estrategia de una de las partes –, convertirla en real, es el paso siguiente. Es convertir en tabú cualquier duda respecto, ya no sólo de la realidad, sino de la verosimilitud del amaño y, por sobre todas las cosas, la intransigencia de la salida maximalista que reclama. Porque, como indicara Revel, “el tabú es una prohibición ritual que Roger Caillois define acertadamente como imperativo categórico negativo”. Ni se puede poner en duda lo evidente ni se puede negociar. “Desde el río hasta el mar”, como se canta en cuanta marcha antiisraelí se convoca por el mundo y reclaman los líderes palestinos (véanse sus cartas fundacionales: extremismo sin máscaras) y sus conciudadanos.
No ha de conocerse la historia, como no sea como material tergiversado y emocional para elaborar lo que la ideología precise. La ignorancia es imprescindible para la credulidad. Y, sobre todo, necesaria para imponer el imperio de la autocensura: cómo pensar siquiera aquello que, se les dice a las audiencias, contradice las propias creencias y deseos; la propia moral.
Sin saberlo o, mejor dicho, conociendo a los padres ideológicos de los actuales falsificadores, Revel describía en 1988 las etapas del empleo del racismo en la construcción del tabú:
Reducir el múltiplo a la unidad, es decir, tomar toda clase de comportamientos sin duda condenables, comportamientos de gravedad, de nocividad y, sobre todo, de orígenes [y responsabilidades] diversos, y reducirlos a un solo concepto fundamental: racismo [apartheid]. La segunda etapa tiene por objeto que ese racismo unificado –obtenido mediante la fusión de una miríada de extractos de conductas discriminatorias o despreciativas– sea equiparado al racismo ideológico, doctrinario… de los teóricos del Tercer Reich.
A esto habría que añadir el silenciamiento de la realidad social israelí, donde, imperfectamente, probablemente, conviven árabes y judíos sin un régimen legal basado en la raza. Así como también la reducción del conflicto a una peregrina cuestión colonial; la erradicación de agresiones armadas árabes, del terrorismo palestino, de las negativas a las ofertas que habrían supuesto la consecución de un Estado propio, el odio alimentado al judío y el extremismo de sus líderes, entre tantas otras cuestiones. En definitiva, la negación de la existencia de un conflicto, puesto que, se pretende, sólo existe una parte responsable, culpable; un verdugo.
Ya lo decía Johnson:
El antisionismo antisemita está presente en un movimiento social global (el movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones, o BDS) para excluir a un Estado –y sólo a un Estado– de la vida económica, cultural y educativa de la humanidad: el pequeño [y único] Estado judío.
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