Que la Administración Biden considera a Israel un socio diplomático más agradable y cooperativo que la Autoridad Palestina quedó patente en las declaraciones de la embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Linda Thomas-Greenfield, en una sesión informativa del Consejo de Seguridad sobre Oriente Medio celebrada la semana pasada.
Thomas-Greenfield elogió el «valiente y apasionado discurso» que pronunció ante la Asamblea General de la ONU el primer ministro israelí, Yair Lapid, que desplegó tanto una sólida defensa de la empresa sionista como un respaldo a la solución de los dos Estados para el conflicto con los palestinos. La importancia del llamamiento de un líder israelí a favor de un Estado palestino junto a un Israel seguro «no debe subestimarse», subrayó.
En cambio, el jefe de la AP, Mahmud Abás, hubo de conformarse con un «reconocimiento» por parte del enviado estadounidense por su «compromiso declarado con la no violencia y la reafirmación de su apoyo a una solución de dos Estados». Los elogios a Lapid el visionario no se los llevó igualmente Abás, lo que indica que el líder palestino sigue poniendo a prueba la paciencia de sus socios internacionales.
Ahora bien, sean cuales sean las frustraciones con Abás que se expresaron de esa manera sutil, todavía tienen que articularse a nivel de política. En esencia, los parámetros de la comunidad internacional para la resolución del conflicto israelo-palestino siguen siendo los mismos: el reconocimiento de que ambas partes tienen derecho a la justicia y a reclamar legítimamente el derecho a la soberanía. De ahí la solución: un Estado palestino al lado y no en sustitución de Israel. Y de ahí la razón por la que estamos escuchando los mismos tópicos gastados sobre un conflicto que se resiste a su resolución desde hace un siglo.
La cuestión, desde hace mucho, no es tanto la solución como los medios para llegar a ella. La soberanía separada y la división del territorio son ideas sencillas y razonables. Pero para que funcionen es necesario que haya un elemento de confianza, y eso es lo que falta.
Por eso, cuando un alto diplomático estadounidense le toma la palabra a Abás en cuanto a su compromiso con la no violencia y la solución negociada al conflicto hay que plantearse una serie de preguntas fundamentales. En términos de retórica sanguinaria contra Israel, Abás no es el peor dirigente palestino, pero su disposición a promover algunas de las más sucias patrañas contra el Estado judío obliga a preguntarse hasta qué punto es genuino su apoyo a los dos Estados y a la no violencia.
Como todos los líderes palestinos, ya sean de facciones nacionalistas o islamistas, Abás se formó políticamente en un mundo árabe decidido, tras la creación de Israel (1948), a vivir en un estado permanente de conflicto con el Estado judío, hasta su eventual erradicación. Este hecho diferenció la causa palestina de otras luchas nacionalistas de todo el mundo. En la mayoría de los demás conflictos posteriores a la Segunda Guerra Mundial –como el de Irlanda del Norte, donde el Ejército Republicano Irlandés (IRA) libró una amarga lucha por la expulsión del Ejército británico, pero no por la disolución del propio Reino Unido– los objetivos de los partidos nacionalistas se limitaban a librar a sus países de la presencia colonial sin destruir a la potencia colonizadora. En cambio, para los palestinos, el mensaje era que su liberación estaría incompleta mientras Israel siguiera en el mapa.
Abás nunca ha negado la noción de que Israel es un intruso y un colonizador. En su último discurso ante la Asamblea General de la ONU, denunció al Estado judío por sus supuestas políticas de «apartheid». En Alemania, el mes pasado, provocó un escándalo cuando, junto al canciller Olaf Scholz, declaró con sorna que Israel era culpable de perpetrar «50 holocaustos» contra los palestinos. Lo dijo en respuesta a la pregunta de un periodista sobre si finalmente pediría disculpas a las familias de los 11 atletas israelíes asesinados en una operación terrorista palestina en los Juegos Olímpicos de Múnich (1972).
Lo que la declaración de Thomas-Greenfield elude es que Abás está mucho más apegado a esas sospechosas ideas –la base del programa eliminacionista palestino– que a los objetivos diplomáticos articulados en el Consejo de Seguridad. La retórica sobre los dos Estados sólo puede verse como palabrería, a menos que uno esté dispuesto a aceptar la extraña afirmación de que, habiendo denunciado a Israel como una prisión racista al aire libre para los palestinos, estos estarían encantados de vivir junto al Estado judío. Sin embargo, la retórica sobre la falta de legitimidad de Israel está en consonancia con la propia ideología de los palestinos.
Sin embargo, hay muchos israelíes que, a pesar de no hacerse la menor ilusión con Abás y sus secuaces, lamentan la perspectiva de gobernar indefinidamente sobre tres millones de palestinos. En determinadas circunstancias, podrían incluso sentirse aliviados de ver la creación de un Estado palestino. Para que eso ocurra, la comunidad internacional tiene que entender que, aunque la emergencia de una «Autoridad Palestina fuerte y legítima» podría ser «en interés de toda la región» -como dijo Thomas-Greenfield–, mientras Abás y sus semejantes sigan dirigiendo el espectáculo, estamos condenados a la situación actual: retórica eliminacionista contra Israel y ataques a civiles israelíes, corrupción generalizada en la AP y atroces violaciones de los derechos humanos en sus cárceles y centros de detención.
Una iniciativa diplomática valiente propondría una reforma radical de la AP como primera medida necesaria para garantizar una paz permanente con Israel. Dicha reforma iría seguida de nuevas elecciones en un proceso de votación que sería supervisado por organizaciones internacionales para garantizar su imparcialidad y transparencia. Al mismo tiempo, los diversos departamentos de la AP, y en particular el Ministerio de Educación, se someterían a un reajuste fundamental para que el objetivo fundamental sea la consecución de una paz duradera con Israel.
Habrá quienes digan que todo esto es una ilusión, y quizá tengan razón. Pero la responsabilidad de poner a prueba la teoría recae en EEUU y, de hecho, en cualquier país que desee un acuerdo definitivo. Porque a día de hoy la AP no es fuerte ni legítima, ni una entidad cuya existencia continuada redunde en «el interés de toda la región». Thomas-Greenfield debe comprender que a donde hay que dirigirse para demandar esos cambios vitales es a Ramala, no a Jerusalén.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.