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| sábado diciembre 21, 2024

Acuerdos de Abraham: la oportunidad del siglo


La política del Golfo tuvo un punto de inflexión en septiembre de 2020: los Acuerdos de Abraham concretaron una alianza táctica y estratégica entre los países árabes sunitas y el estado de Israel. La amenaza de la República Islámica de Irán aceleró el cambio de paradigma: el problema no es Israel.             El año 2023 comenzó de la misma forma en que terminó el 2022: seguidilla de atentados terroristas dentro de Israel y perpetrados por palestinos, algunos de ellos menores de edad, sobre los cuales la radicalización logró los efectos buscados. Horas después del ataque en Jerusalén que dejó un saldo de 7 judíos muertos a la salida de una sinagoga, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Egipto y Jordania fueron también parte de los países musulmanes que repudiaron el atentado y respaldaron a los israelíes.             Los comunicados de los respectivos gobiernos y ministerios de asuntos exteriores denotaron el cambio de paradigma que es impulsado hoy desde el Golfo, pero que tiene un muy rico trasfondo histórico: cada vez son más los países musulmanes que se aproximan a la normalización con el Estado Judío. Los Acuerdos de Abraham, firmados el 15 de septiembre de 2020 entre Israel, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y luego Marruecos, auspician una prometedora normalización que guarda dos implicancias inmediatas en el andar político y estratégico del Medio Oriente: Palestina e Irán.             En primer lugar, la consolidación de políticas exteriores pragmáticas acordes al siglo XXI y sobre las cuales los amarres ideológicos y dogmáticos no hacen más que obstruir los flujos que podrían estar circulando mucho más velozmente entre los países. Tanto para Israel como para el Golfo, las políticas pragmáticas permiten una mayor comprensión de las relaciones internacionales de hoy obteniendo los frutos de la globalización, el comercio y la seguridad regional, un aspecto fundamental en la política oriental.             En este sentido, fue la causa palestina a priori la que se pensó como un obstáculo para alcanzar la paz y la normalización. Aunque en la cabeza de algunos ministros del golfo que aún no han firmado la normalización con Israel resuene la necesidad de la, hoy imposible, solución de los dos estados, lo cierto es que en el seno de la Liga Árabe, reunida por última vez en Argelia y el Consejo de Cooperación del Golfo, la causa palestina comenzó a sufrir una devaluación creciente.             El liderazgo palestino está enfrentando hoy una debilidad casi condenatoria: no hay una intención de limar asperezas entre las facciones de la Autoridad Palestina, Hamas, Fatah y otros clanes como la Yihad Islámica que compite con el resto para ver quién tiene mayor capacidad de daño y cantidad de cohetes para lanzar a territorio israelí. Esto, lejos de ser una circunstancia, es la consecuencia de fracasos acumulados en una dirigencia que rechazó todas las propuestas de pacificación durante 75 años y mientras países como Egipto o Jordania firmaban el final de las hostilidades.             También la causa palestina se ha vuelto un dolor de cabeza y una limitante desde el momento en que su solución no es territorial, sino que se ha demostrado como impotente y excluyente a la propia existencia y legitimidad del Estado Judío que asentó sus bases modernas en mayo de 1948. El cambio de paradigma en la política del Golfo ha comenzado a rechazar esa condenable idea promovida por la Liga Árabe durante la guerra de exterminio iniciada en 1948 y que apuntaba a expulsar a los judíos al mar. Si los egipcios y jordanos lograron la normalización ¿por qué los palestinos no?             Desde la firma de los Acuerdos de Abraham también se han acercado Sudán, país sumergido en gravísimos problemas internos y Chad, el reciente país que ha normalizado sus relaciones en 2023. La apertura de la embajada chadiana en Tel Aviv y la llegada de Déby a Jerusalén resonó con fuerza en la relación de los árabes musulmanes y los israelíes: la necesidad de trabajar juntos por la defensa frente al expansionismo iraní.             Se ha dicho que la seguridad y la percepción de ella son dos de los aspectos clave en Medio Oriente, una región cuyo control geoestratégico se torna de vital importancia por el paso de recursos energéticos y las bases militares donde participan muchos países, incluso los grandes fuera de la región: Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y ahora también China. Sin embargo, la seguridad hacia adentro de Medio Oriente se discute por una tensión troncal entre Arabia Saudita, líder del mundo islámico sunita y la República Islámica de Irán, quien lidera la rama chiita.             Entre Irán y Arabia Saudita hay una disputa estratégica por el control del Estrecho de Ormuz, que es por donde pasan millones de barriles de petróleo por día, pero también hay una disputa clave: el liderazgo del mundo islámico. Entre chiitas y sunitas no hay solo un cisma, sino un enfrentamiento que ha decantado en guerras muy cruentas como en Siria a partir de 2012 y Yemen en 2015. Entre ambos, existe una desconfianza mutua y rivalidad histórica que abandona los dogmas propios de la religión musulmana y se filtra en todos los rincones de la sociedad.             Los países del Golfo encuentran su estructura política en el Consejo de Cooperación del Golfo, un mecanismo regional que reúne a Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Kuwait, Omán y Catar, representantes del islam sunita que controla enormes cantidades de recursos económicos y energéticos y que además se reserva, en el caso saudita, la protección de los santos lugares del islam: la Meca y la Medina.             Ya no es Israel la amenaza próxima en el Golfo, sino Irán, un modelo que antagoniza por completo con los ideales estratégicos y de seguridad de los países de la región y que ha encendido la cooperación entre países que hace pocos años estaban en una equidistancia que parecía irrompible.

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