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| viernes octubre 11, 2024

La asombrosa historia de un grupo de sobrevivientes del Holocausto que se refugiaron en una caverna

Cómo un grupo de sobrevivientes del Holocausto prácticamente “desaparecieron de la faz de la tierra” refugiándose en una de las cavernas más grandes del mundo.


La noche del 12 de octubre de 1942, la noche en que la familia Stermer huyó para siempre, no tuvo luna y fue anormalmente fría para la época del año. Los caminos para entrar y salir de la ciudad de Korolowka, bien adentro en los campos del oeste de Ucrania, estaban vacíos, el tráfico de carretas que había tenido su pico en los días de la cosecha había terminado. Después de un mes de trabajo agobiante, la mayoría de los residentes ya se habían retirado.

Zaida Stermer, su esposa Ester, y sus seis hijos sacaron sus últimas pertenencias desde la parte trasera de su casa, cargaron sus carros con comida y combustible, y justo antes de medianoche, huyeron en silencio hacia la oscuridad. Viajando con ellos estaban cerca de dos docenas de vecinos y parientes, todos camaradas judíos que, al igual que los Stermer, habían sobrevivido hasta ahora un año bajo la ocupación alemana de su tierra natal. Su destino, una gran cueva a unos ocho kilómetros al norte, era su última esperanza de encontrar refugio de las redadas nazis que se estaban intensificando, y de las ejecuciones en masa de los judíos de Ucrania.

El sendero de tierra por el que anduvieron terminaba en un hueco natural en la tierra, poco profundo, en donde los Stermer y sus vecinos descargaron sus carros, descendieron por la pendiente, y se escurrieron a través de la angosta entrada de la cueva. En sus primeras horas bajo tierra, la oscuridad a su alrededor debe haber parecido infinita. Navegando sólo con velas y linternas, deben haber tenido poca percepción de la profundidad y no deben haber podido ver más allá de unos cuantos metros. Se las ingeniaron para llegar a un hueco natural no lejos de la entrada y se amontonaron en la oscuridad. Mientras los Stermer y las otras familias se acomodaban para pasar esa primera noche bajo la fría y húmeda tierra, había poco en su pasado que sugiriera que estaban preparados para la terrible experiencia que tenían por delante.

Judenfrei ‘libre de judíos’

A comienzos de 1930, Esther Stermer era la orgullosa matriarca de una de las familias más estimadas de Korolowka. Su marido era un comerciante exitoso. Era un extraño momento de oportunidad para muchos judíos en el oeste de Ucrania; la vida cultural judía y los movimientos del sionismo y del socialismo eran prósperos.

Pero con la subida del poder nazi en Alemania, y con la creciente violencia antisemita en casa, todo eso llegó rápidamente a su fin. En 1939 los alemanes tomaron Checoslovaquia y luego invadieron Polonia. Amenazados por el avance de Hitler hacia el este, los rusos contrarrestaron invadiendo el oeste. Por un corto tiempo, un cínico pacto de no agresión entre los alemanes y los rusos mantuvo a la región tranquila mientras el resto de Europa hacía erupción en guerra. Esa temblorosa paz colapsó en junio de 1941, cuando los ejércitos de Hitler invadieron la frontera desde Polonia y avanzaron por las abiertas planicies de Ucrania hasta Stalingrado y hasta los campos de petróleo del Mar Caspio. Casi inmediatamente, las fuerzas paramilitares alemanas Einsatzgruppen comenzaron a desplazarse por el país, ejecutando a judíos y a otros a su paso.

La ciudad de Korolowka, en donde vivían los Stermer, fue declarada judenfrei ‘libre de judíos’, en el verano de 1942, y los alemanes intensificaron sus esfuerzos para eliminar a la población judía. Durante la festividad de Sucot, la Gestapo circundaba la ciudad, forzaba a los judíos a cavar fosas comunes, y los ejecutaba de a docenas. Aunque los Stermer y otras familias se las arreglaron para escapar, el destino parecía inevitable. Ningún judío saldría vivo.

“La muerte acechaba a cada paso”, escribió Ester ese otoño. “Pero no nos estábamos rindiendo ante este destino… Nuestra familia en particular no dejaría que los alemanes se salieran con la suya fácilmente. Teníamos vigor, ingenio y determinación para sobrevivir… ¿Pero en dónde podríamos sobrevivir? Claramente, no había un lugar en la tierra para nosotros”.

Vivir bajo tierra

El mayor período de tiempo registrado en que un humano ha sobrevivido bajo tierra es de 205 días. El record fue establecido en la Midnight Cave en Texas en 1972 por el francés Michel Siffre, como parte de un experimento patrocinado por la Nasa estudiando los efectos de un vuelo espacial de larga duración. Sin embargo, al escuchar a los sobrevivientes, nos dimos cuenta que el record verdadero fue establecido por las mujeres y los niños judíos de la Gruta del Sacerdote, quienes nunca se arriesgaron a salir de la cueva durante su tormento de 344 días.

Los especialistas en cuevas de hoy en día exigen ropa especial para evitar la hipotermia, tecnología avanzada, iluminación, e instrucción intensiva sobre cuerdas y navegación para sobrevivir bajo tierra sólo por unos cuantos días. ¿Cómo hicieron 38 personas no entrenadas, y mal equipadas, para sobrevivir por tanto tiempo en un ambiente tan hostil durante la era más oscura de la historia?

El primer hogar bajo tierra de los Stermer, la cueva turística de Verteba, era, en el mejor de los casos, un refugio temporario. En el peor de los casos, una trampa mortal. La cueva tenía poca ventilación y no tenía una fuente de agua confiable. Y las familias serían casi con seguridad descubiertas en abril, cuando la nieve se derritiera y los campesinos locales —muchos de los cuales habían recibido con los brazos abiertos a los alemanes invasores— retornaran a sus campos cerca de la boca de la cueva.

“Nuestra situación en ese momento era realmente mala”, recuerda Shelomó Stermer, el hermano menor. “No teníamos nada de agua, y teníamos que agarrar con vasos las gotas que emanaban de las paredes. Tampoco podíamos cocinar adentro sin ahogarnos con el humo. No teníamos idea sobre cómo íbamos a sobrevivir”.

La gran parte del trabajo duro recayó sobro los hombres Stermer: Shabsy, el padre, a quien todos llamaban Zaida, o Abuelo, y sus tres hijos, Nissel, 25, Shulim, 22, y Shelomó, 13. Ester Stermer y sus hijas adultas Jana y Henia se encargaron de las tareas domesticas con la ayuda de Yetta, 17, la niña más joven de la familia.

Antes de huir con sus familias a la cueva, Zaida, Nissel y el esposo de Henia, Fishel Dodky, habían recibido un permiso especial para recolectar pedazos de metal bajo la protección oficial de la policía local. Era una labor peligrosa y humillante, pero su habilidad para volver a casa, moverse libremente en público, y para comprar provisiones en el mercado negro representaba el único salvavidas de sus familias. Semana tras semana, ellos condujeron sus carros en la oscuridad hasta la cueva, a través de la espesa nieve. En el borde del hueco en la tierra, descendían la gélida pendiente llevando bolsas de harina de 50 kilos, papas, combustible y agua en sus espaldas, y luego las arrastraban por el lodo dentro de la cueva.

Durante el invierno de 1942-1943, la supervivencia de las familias dependió del balance precario entre el secreto de su ubicación y la seguridad de sus líneas de aprovisionamiento. Los hombres advirtieron a sus familias que los alemanes estaban intensificando su caza de judíos, y en febrero de 1943 el grupo decidió mudarse a un lugar aún más profundo de la cueva. Se encerraron en un bajo cuarto con forma de hoz a más de 300 metros de la luz del día y comenzaron a buscar una salida secreta, en caso de que la Gestapo intentara bloquearlos adentro. Los hermanos Stermer descubrieron una pequeña fractura en el techo de un pasillo cercano y comenzaron febrilmente a cavar con picos y hachas. Día tras día, los hombres excavaron un túnel hacia arriba, finalmente llegando a la superficie después de cuatro semanas. Era la primera vez que muchos de ellos veían el cielo en meses.

Antes de volver a esconderse bajo tierra, Shulim disimuló la abertura con tierra y leños y colgó una larga cadena hacia abajo hasta el piso de la cueva. Si los nazis descubrían su refugio, la familia podría escapar trepando la cadena dando pequeñas patadas a las paredes para ayudarse. Después de 150 días de vivir en un permanente terror de ser descubiertos, los Stermer y sus vecinos finalmente comenzaron a sentir que tenían una posibilidad de sobrevivir.

Cuatro semanas después, el optimismo de los judíos fue destrozado por el sonido de pisadas de botas y de crujidos de armas. “¡Los alemanes están aquí!”, gritó alguien súbitamente en ídish. “¡Nos han descubierto!”

El joven Shelomó era el que estaba durmiendo más cerca de la entrada de la cámara y fue atrapado indefenso antes de tener la oportunidad de correr. Ante la mirada asesina de las linternas de la Gestapo, Shelomó podía ver que los otros también eran capturados. A la entrada del refugio, la madre de Shelomó, Ester, estaba hablando de igual a igual con el comandante de la Gestapo. Shelomó podía escucharla hablando en alemán.

“Muy bien, entonces nos han encontrado. ¿Qué creen?”, dijo Ester. “¿Creen que a menos que nos maten el Fuhrer perderá la guerra? Miren cómo vivimos aquí, como ratas. Todo lo que queremos es vivir, sobrevivir los años de la guerra. Déjennos en paz”.

Sesenta años después, Shelomó se levantó de su silla para imitar a su madre mientras la citaba. “¡No podía creer lo que estaba escuchando!”, continuó. “¡Aquí estaba mi madre, en medio de la guerra, enfrentando a los alemanes!”.

Mientras Ester confrontaba a los soldados, ganando tiempo, el resto de los niños y los otros sobrevivientes se escabulleron sin ser advertidos en el oscuro laberinto de pasillos que se bifurcaban desde el campamento. Al final, los alemanes se las ingeniaron para atrapar a sólo ocho de los judíos y comenzaron a llevarlos hasta la entrada de la cueva, a punta de pistola. Milagrosamente, seis de los prisioneros, incluyendo a Ester, pudieron escapar y eventualmente retornar a sus familias. Pero Sol Wexler pronto se enteraría que su madre y su hermanito de nueve años habían sido llevados a una fosa abierta y habían sido asesinados.

Para aquellos que permanecieron en la cueva, las tres horas siguientes fueron de terror y confusión. Sólo unos cuantos sobrevivientes habían seguido la pista de qué tan lejos habían huido en la oscuridad, y muchos terminaron fuera del alcance de los otros, perdidos sin fósforos, velas, agua, o una idea de cómo encontrar su camino de vuelta al campamento.

En particular para el hijo del medio, Shulim, el shock de ser descubierto fue catastrófico. Cuando Ester finalmente logró volver al campamento, se horrorizó al ver a su hijo del medio yaciendo paralizado al fondo del hueco de escape que había cavado tan sólo unas cuantas semanas antes.

“Vi que todos habían subido hasta la salida a excepción de Shulim, que estaba sentado en el suelo temblando, con la cabeza hacia atrás”, escribió. “Corrí hacia él, le hablé, pero no contestó. Sus ojos estaban acristalados, sus dientes fuertemente apretados y él estaba babeando”.

“Estaba consternado en la primera cueva”, dijo Shulim. “Tuve un shock total. No podía hablar, no podía caminar, no podía tomar una cuchara y llevarla a mi boca. Fue un milagro que haya sobrevivido”.

Fue el peor momento posible para que Shulim colapsara. Nadie más sabía cómo abrir la puerta de la salida de escape. La hermana de Shulim, Jana, y Sol Wexler fueron los primeros en alcanzar la cima, pero no podían mover los leños que bloqueaban la puerta en su lugar. A medida que los otros sobrevivientes comenzaron a atascarse cerca de la superficie, comenzó el pánico.

Finalmente, con un último esfuerzo, Sol y Jana lograron abrirse paso hasta la superficie, y todos se apuraron en salir. Afuera, el aire era frío y húmedo, y muchos de los sobrevivientes comenzaron a tiritar descontroladamente. Hacia el norte, podían ver a la Gestapo y a sus perros efectuando cuadrillas de búsqueda alrededor del hueco en la tierra buscando una salida secreta. Shulim fue el último en salir, transportado sobre los hombros de sus hermanos. Luego los sobrevivientes se escabulleron en la hierba y huyeron hacia la oscuridad.

La Gruta del Sacerdote

Durante el mes de abril de 1943, los judíos vivieron como criminales en su propia comunidad. Los Stermer se movían en la noche, por los caminos secundarios, entre los restos entablados de su casa en Korolowka y en un búnker escondido en un granero.

Desesperado por encontrar un refugio permanente, el hijo mayor de los Stermer, Nissel, le pidió consejo a su amigo, Munko Lubudzin, un guardabosque que vivía en los bosques cerca de Korolowka. Aunque muchos cristianos ucranianos participaron voluntariamente en el Holocausto —y la policía ucraniana participó activamente con los nazis— Munko Lubudzin ayudó lealmente a los Stermer durante toda la guerra. Munko le dijo a Nissel sobre un hueco en la tierra a unos pocos kilómetros afuera de la ciudad, ubicado en los campos de un párroco local. En la superficie, no había nada destacable sobre el lugar. A diferencia de Verteba, había pocos indicios de que el hueco en la tierra podía contener la entrada a una cueva de un tamaño considerable. Era solamente un pozo en el que los granjeros dejaban a su ganado muerto para que se pudriera.

Nissel sabía que había muchas cuevas en el área que tenían una historia de antiquísima habitación humana. Basado en esta pequeña esperanza, Nissel y su hermano Shulim dejaron Korolowka con la primera luz del día el primero de mayo de 1943, junto con su amigo Karl Kurz y con dos de los hermanos Dodyk. Los hombres corrieron por los campos hacia el norte de la ciudad hasta el borde del hueco en la tierra. “Cuando entramos allí, había un césped muy lindo, como un campo de golf”. Recordó Shulim, con su voz elevándose excitadamente. “Y luego había un gran barranco de unos 15 metros de profundidad, y el agua corría dentro de él”.

Los hombres descendieron por la tierra suelta en la cima utilizando una cuerda vieja, luego bajaron los últimos siete metros utilizando leños como una escalera improvisada. Abajo, el barro les llegaba hasta las rodillas, y el hedor de ganado putrefacto les dio arcadas, pero pudieron ver una pequeña abertura, más o menos del tamaño de una chimenea. Nissel fue el primero en atravesarla. Dentro, estaba completamente oscuro, pero con la tenue luz de sus velas los hombres pudieron ver que había un pequeño cuarto rodeado por grandes rocas. “Después de eso”, dijo Shulim, “la cueva seguía y seguía, parecía que no terminaba nunca”.

Veinticinco metros más adelante, los hombres gatearon hasta una cámara tan grande que sus velas apenas podían iluminar las paredes o el techo. Después de seis meses en Verteba, ahora eran expertos exploradores de cuevas. Sacaron una bobina de soga, ataron un extremo a una roca, y comenzaron a buscar en la red de pasillos un lugar apropiado para acampar. Tres horas después, desorientados y fatigados, Shulim arrastró su pie sobre una pequeña saliente, desencajando una piedra que rodó hacia abajo y cayó chapoteando en un lago subterráneo. Los hombres se rieron por primera vez en meses: habían encontrado una fuente de agua.

“Para cuando fuimos a la segunda cueva, pensé allí que realmente no había otro lugar al que podíamos ir”, dijo Pepkale. “Todo era judenfrei, ‘libre de judíos’. Cualquier judío visto en cualquier lugar podía ser matado por cualquiera. Fue un regalo del cielo que encontráramos este lugar”.

Cuatro días después, el cinco de mayo, los Stermer, sus parientes políticos los Dodyk, y varios otros parientes y amigos empacaron sus últimas provisiones y huyeron a la Gruta del Sacerdote. El grupo contaba ahora con 38 personas. La mayor era una abuela de 75 años; los menores eran la nieta de Ester de cuatro años, Pepkale, y un niño pequeño. Descendieron por el hueco uno por uno en silencio, bajando de la mano en las etapas rocosas y parándose en los resbaladizos leños húmedos para apoyarse. Abajo, la absoluta oscuridad dentro de la angosta entrada era aterradora, y los niños más pequeños comenzaron a llorar mientras gateaban a través de la entrada. Sería la última vez que muchos de ellos verían el cielo por casi un año.

Este clavo de ferrocarril fue utilizado como cincel por los habitantes de Gruta y se considera una de sus herramientas más valiosas. (Crédito de la imagen: noplaceonearthfilm.com)

Para su nuevo hogar, los sobrevivientes eligieron una serie de cuatro cuartos interconectados alejados, hacia la izquierda de los pasillos principales de la cueva. Comparado con el mundo que habían dejado atrás, la seguridad inicial de su nuevo refugio debe haber parecido como el paraíso. Para los niños más pequeños, la Gruta del Sacerdote fue la primera experiencia de libertad verdadera que tuvieron. “Cantábamos y jugábamos en la gruta”, recuerda Pepkale. “Era la primera vez en la que me había sentido segura”.

“Hace tiempo”, Ester escribió sobre su refugio, “la gente creía que los espíritus malvados y los fantasmas vivían en ruinas y cavernas. Ahora vemos que no hay ninguno aquí. Los demonios y los espíritus malvados están afuera, no en la gruta”.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que el alivio inicial de los judíos fue opacado por la pregunta de cómo iban a sobrevivir. Basándose en las lecciones de Verteba, las familias encontraron una cámara ventilada para el fuego de la cocina, aislaron sus fuentes de agua, y construyeron camas de tablas de madera. Restablecer las líneas de aprovisionamiento era su próxima prioridad urgente. Los hombres habían perdido su exención para recolectar chatarras de metal, y sólo tenían kerosene, harina, y otras provisiones para dos semanas.

Los tres hermanos Stermer hicieron su primera incursión fuera de la cueva acompañados por muchos otros hombres. En la cima del hueco corrieron velozmente por la hierba alta hasta los bosques a unos trescientos metros, en donde se agacharon y esperaron. En lo alto, una delgada luna creciente yacía escondida detrás de oscuras nubes bajas, y el viento soplaba por las planicies persistentemente. Desde atrás de los árboles, Nissel escaneó el horizonte para ver si alguien los había visto salir del hueco. Pero el paisaje era tranquilo, unos cuantos edificios en llamas eran los únicos indicios de vida.

A la seña de Nissel, los hombres se esparcieron por el bosque y comenzaron a destrozar 20 árboles grandes, trabajando frenéticamente con hachas y sierras casi en absoluta oscuridad. La mitad de los hombres podaron las ramas y cortaron los troncos en pedazos de un metro y medio, mientras que los demás llevaban los maderos a la cueva por los campos abiertos.

“Este fue un peligro terrible”, exclamó Shulim. “Oyes el ruido del corte con el hacha: ‘¡Pow! ¡Bum! ¡Bam!’ ¡Tanto ruido!”.

Su segunda misión secreta tuvo lugar unos pocos días después. Los hombres dejaron la cueva como un grupo y luego se separaron al final del hueco para obtener comida y otras reservas vitales para sus propias familias. Nissel y Shulim corrieron por los campos del oeste, quedándose cerca de los árboles para esconderse. Era un viaje de ida y vuelta de cinco kilómetros desde la Gruta del Sacerdote hasta la casa de su amigo Munko Lubudzin, en donde los hermanos cambiaban unas pocas cosas de valor que les quedaban por aceite de cocina, detergente, fósforos y harina.

“Cuando salíamos, estaba la Osa Mayor”, nos dijo Shulim cuando le preguntaron cómo calculaban el tiempo sin relojes. “La Osa Mayor iba girando y girando, y cuando estaba casi horizontal sabíamos que pronto sería de mañana. Sabíamos que teníamos que volver”.

Cuando Nissel, Shulim y los otros hombres finalmente volvían a la cueva, murmuraban una palabra clave a uno de los chicos más jóvenes, apostados a la entrada, que desplazaba una gran piedra para dejarlos entrar.

Al día siguiente, los hombres durmieron por 20 horas ininterrumpidamente, mientras Ester y sus hijas apilaron las raciones de los Stermer prolijamente sobre estantes que habían construido bajo sus literas de madera. En total, los hombres habían obtenido provisiones para otras seis semanas.

El verano de 1943

Cuando llegó el verano de 1943, la Segunda Guerra Mundial hacía estragos en toda Europa más ferozmente que nunca. Los guetos restantes de Polonia eran liquidados y la resistencia judía aplastada. Al mismo tiempo, los Stermer y sus vecinos vivían en un estado de cuasi-hibernación bajo los campos de Ucrania. La combinación de la alta humedad de la cueva y la humedad de la propia respiración mantenía sus desgastadas ropas constantemente mojadas; incluso la brisa más leve podía inducir hipotermia. Dormían hasta 22 horas por día, yaciendo lado a lado sobre sus camas de tablas y levantándose solamente para comer, para ir al baño, o para atender otros asuntos relacionados a la supervivencia.

Uno de los zapatos de los judíos que se encontró en la Gruta del Sacerdote a principios de los 90. (Crédito de la imagen: noplaceonearthfilm.com)

El experto en supervivencia doctor Kenneth Kamler, autor de Surviving the Extremes, cree que la combinación de estrés con absoluta privación sensorial que los judíos aguantaron casi no tiene paralelo. “Su experiencia fue análoga a un viaje espacial de larga duración. No tenían un ritmo de día y noche, y por la falta de luz, dormían por largos períodos de tiempo, pero nunca se podían relajar”.

Durante sus horas despiertos, los Stermer trabajaban en mejorar su hogar, cavando escaleras y fosos para caminar más fácilmente. Limitaron el uso de velas y linternas a dos o tres breves períodos por día, a menudo trabajando en absoluta oscuridad. La familia obedecía a una cadena de comando que comenzaba con Ester y se extendía hacia abajo a través de sus hijos mayores con precisión militar. En el relato de la larga reclusión de su barco en el hielo del Océano Antártico, el explorador Ernest Shackleton señaló la importancia de mantener rutinas normales y de apegarse a un estricto código de responsabilidades. La biografía de Ester revela una actitud similar en relación a la disciplina. “Dentro de nuestra cueva, cada uno de nosotros tenía sus tareas asignadas”, escribe. “Cocinábamos, lavábamos, hacíamos los arreglos necesarios. La limpieza era de máxima importancia. Nuestra vida en la gruta continuó con su propia normalidad”.

Sin embargo, a principios de julio la creciente confianza de los sobrevivientes fue hecha añicos por el sonido de uno de los hombres Dodyk gritando.

“¡La entrada a la cueva está bloqueada!” gritó. “¡Moriremos de hambre!”.

Los otros hombres saltaron de sus camas y gatearon rápidamente hasta la entrada, descubriendo un muro de tierra y grandes rocas que los atrapaban adentro. Desde abajo era imposible saber si algunos de los hombres habían sido vistos en los bosques, o si la patrulla de la Gestapo había seguido sus rastros hasta la entrada. En lugar de invadir la entrada, quienquiera que haya sido, simplemente los había encerrado ahí adentro.

Los hombres encontraron una angosta rajadura entre dos rocas muy cerca de la entrada bloqueada y comenzaron a cavar frenéticamente para llegar al exterior. Durante las tres noches siguientes cavaron hacia arriba. En el cuarto día, haciendo palanca, Nissel arrancó una gran roca desde la parte superior del hueco y sintió el viento entrar desde afuera, trayendo consigo el cálido y fuerte aroma de una tempestad pasajera.

Los sobrevivientes se enteraron más tarde que un grupo de aldeanos ucranianos había trabajado con picos y palas hasta que llenaron el barranco y bloquearon la entrada a la cueva. “Algunos de los ucranianos nos ayudaron a sobrevivir”, dijo Shulim con simpleza. “Pero otros eran muy malos”.

Ya con su refugio no siendo un secreto, los judíos hacían guardias con hoces y hachas al fondo de la entrada y estaban constantemente pendientes del sonido de voces extrañas. Era imposible saber si los nazis o la policía local estaban planeando acechar la cueva o si habían dado a sus habitantes por muertos.

Nissel y Shulim se aventuraron aún más adentro en los laberintos de la cueva, buscando desesperadamente una abertura para comenzar a cavar una salida secreta. A estas alturas, los dos hermanos mayores ya estaban finamente adaptados al estado de privación sensorial bajo tierra. Ellos podían caminar por horas sin seguir el rastro de sus pasos, reconociendo cada pasadizo simplemente con el tacto. Les llevó dos semanas encontrar un lugar adecuado, y unas cuantas semanas más para cavar a través de las capas de roca, grava y arcilla. Sin embargo, cuando llegaron a la marca de 15 metros, el hueco comenzó a colapsar, bañando a los hombres con roca y escombros. Después de dos derrumbamientos serios, renunciaron para siempre.

A pesar de estar exhaustos por su esfuerzo fallido, los judíos ya no podían postergar el reabastecimiento de sus provisiones para otro largo invierno. Las planicies de Ucrania producen una abundancia inimaginable todo septiembre y octubre. Pero el riesgo de ser capturados nunca había sido mayor. La falta de comida durante el verano había debilitado a los hombres, y durante la cosecha los campos cercanos estaban abarrotados de granjeros y merodeados por las patrullas nazis.

“En el otoño los granjeros cosechaban papas y hacían grandes pilas”, dijo Shulim. “Doce de nosotros salimos con sacos y transportamos papas toda la noche. Llegábamos a una pila y decíamos: ‘Buenas noches. ¿Hay alguien aquí?’ y si nadie respondía, nos poníamos a trabajar”. Los hombres recolectaron suficientes papas para subsistir durante todo el invierno y las acarrearon hasta la Gruta del Sacerdote.

Una emboscada

El diez de noviembre de 1943, el hombre más viejo de los Stermer fue a lo de su amigo, Simen Sawkie, quien al igual que Munko Lubudzin les vendió comida y combustible fielmente durante la guerra. Sawkie les vendió 130 kilos de granos necesitados desesperadamente y los ayudó a transportarlos hasta los bosques en su carro. Nissel se había aventurado hasta la entrada de la cueva, en donde su hermano más joven, Shelomó, estaba esperando para asegurarse que estuviera todo libre de obstáculos. Rápidamente los hombres acarrearon los pesados sacos hasta la cueva.

Sin que ellos supieran, la policía ucraniana los había observado acercarse y estaban preparándose para una emboscada. Cuando Nissel y Shulim llegaron al borde del hueco, se metieron por la entrada y, con la ayuda de Shelomó, comenzaron a arrastrar los sacos hacia la cueva desde abajo. “Pero uno de los sacos se atascó y la entrada quedó bloqueada. Nadie podía ni entrar ni salir”.

Luego los hombres escucharon pisadas sobre ellos. “Estamos todos aquí”, se dijeron a ellos mismos. “Entonces, ¿quién está afuera?”.

Lo siguiente que recuerdan Shulim y Shelomó fue que escucharon un aluvión de balas en la angosta abertura de la cueva. Los hombres se refugiaron detrás de las grandes rocas que los campesinos habían utilizado para bloquear la entrada. Además del saco atascado bloqueando la entrada, los hombres estaban indefensos ante un ataque a gran escala.

Pero después de la rueda inicial de disparos, los sobrevivientes no volvieron a escuchar otro tiro. Los campesinos locales que se reunieron alrededor de la gruta después del ataque le dijeron a la policía ucraniana que los judíos estaban armados y que tenían salidas secretas por todo el lugar, información que ellos creían que era verdadera. Asustados de lo que les podía esperar en el fondo del pozo, los oficiales no intentaron entrar sino que en cambio hicieron una redada en el campo buscando otra entrada. No encontraron nada.

“Si un saco no se hubiese atascado, no estaríamos aquí”, dijo Shulim finalmente. “Fue uno de muchos milagros”.

Sobrevivir bajo tierra

Cuando comenzaron a caer las primeras nieves en el oeste de Ucrania, el hueco se cubrió, sin dejar rastros de la entrada. Bajo tierra, con suficiente comida y combustible para más de dos meses, los hombres movieron una roca inmensa en frente de la entrada del hueco y levantaron barricadas con maderas.

Después de siete meses bajo tierra, la lucha por la supervivencia de los judíos se estaba convirtiendo en una guerra en contra del agotamiento físico y mental. Su magra dieta de granos y sopa carecía de proteínas, calcio y vitaminas cruciales, dejándolos vulnerables a ictericia y a escorbuto. “Recuerdo que estaba siempre hambrienta”, dijo la nieta de los Stermer, Pepkale. “Sabía que no debíamos pedir más, pero siempre le decía a mi madre: ‘¿No podría comer un poco más de pan?’. Pero esa era la ración para el día”. Muchos de los sobrevivientes disminuyeron eventualmente dos tercios de su peso normal.

No obstante, rodeados por familia, los Stermer pudieron sacar más que simplemente coraje físico y resistencia para mantenerse vivos. “Sabíamos que nuestra familia siempre sería leal entre sí”, dijo Pepkale. “Incluso cuando las cosas no podían estar peor, siempre podías mirar y ver a tu hermana, a tu madre, y al resto de tu familia. Nos ayudaba recordar por lo que estábamos luchando”.

El experto en supervivencia Kalmer sugiere que la perspectiva de Pepkale es más que un sentimiento. “Lo que todas las historias de supervivencia tienen en común es la creencia en algo más grande que uno mismo”, dice. “Para los judíos escondidos en la cueva, fue su necesidad de salvar a sus familias. No hay duda de que la familia fue el factor principal de su supervivencia”.

Los alemanes ya se han ido

Mientras el invierno de 1944 se convertía en primavera, su amigo, Munko, les dijo a los hombres Stermer que él podía ver las brillantes explosiones naranja sobre las colinas del este en la noche. Aunque podría pasar otro año hasta el colapso final del Tercer Reich, el frente ruso estaba avanzando rápidamente hacia el oeste.

Los sobrevivientes recibieron la noticia de su potencial liberación con una mezcla de júbilo y temor. Por encima, el frente de batalla pasaba de aquí para allá por sobre la entrada del hueco en una descarga de artillería y pequeñas armas de fuego, pero debajo de muchos metros de tierra, los judíos no tenían forma de saber cuándo era seguro salir. Una mañana al principio de abril, Shelomó se acercó al hueco de la entrada y vio una pequeña botella en el barro. El mensaje en la botella, dejada por un amigo campesino, decía simplemente: “Los alemanes ya se han ido”.

Por diez días más, los Stermer y sus vecinos esperaron a que se aminorara el caos; luego, el 12 de abril de 1944, escondieron sus herramientas y sus provisiones bien adentro de la cueva y salieron uno por uno a través de la angosta entrada de la Gruta del Sacerdote. Había caído nieve espesa durante la semana anterior, y agua helada fluía hacia el hueco desde arriba, cubriéndolos con barro. Afuera de la entrada, los judíos escalaron los empinados bancos del sumidero y salieron para pararse ante el encandilador brillo del sol por primera vez en 344 días.

Al principio, se quedaron inmóviles, apenas capaces de reconocerse unos a otros en la brillante luz reflejada por la nieve. Sus caras estaban amarillentas, sus ropas gastadas, y estaban cubiertos con un espeso barro amarillo. A la distancia, el camino a Korolowka estaba lleno de tanques y maquinaria alemana abandonada, pero para Ester y su familia, la visión de su tierra natal devastada por la guerra fue una de las cosas más lindas que vieron en la vida ya que implicaba el fin de la persecución.

“Cuando salimos el sol brillaba”, dijo Pepkale. Con cinco años de edad, había pasado cerca de un tercio de su vida bajo tierra. “Le dije a mi madre, ‘¡Apaga la vela! ¡Apaga la luz!’ No podía creerlo. Había olvidado completamente lo que era el sol”.

La ciudad de Korolowka había sido destruida casi completamente. De los más de 14.000 judíos que vivían en la región antes de la Segunda Guerra Mundial, apenas unos 300 sobrevivieron. Incluso con los alemanes fuera, Ucrania siguió siendo un lugar peligroso. Después de sobrevivir el Holocausto alemán, tanto Zaida Stermer como Fishel Dodyk fueron asesinados ese verano por ucranianos de la región.

Los Stermer no le contaron a nadie sobre su refugio bajo tierra; ¿quién sabía cuándo lo podrían llegar a necesitar de nuevo? Abandonaron Korolowka para siempre en junio de 1945, arribando finalmente a un campo para personas desalojadas en Fernwald, Alemania, en noviembre. Pasaron las siguientes semanas comiendo, bañándose y durmiendo de modo seguro por primera vez en más de media década. Las fotos familiares de ese período muestran a los sobrevivientes vestidos con camisas y sacos hechos a medida y posando desafiantemente, como si nada en el mundo los pudiera derrotar.

En 1947 los Stermer llegaron a Canadá. Nissel se ocupó como carnicero. Shulim encontró empleo en una fábrica. Ester y sus hijas se convirtieron en amas de casa. Los tres hermanos eventualmente tuvieron mucho éxito en el negocio de la construcción, utilizando muchas de las habilidades que habían aprendido bajo tierra. Pero incluso con sus amigos más cercanos, ellos hablaron poco sobre su experiencia.

Hoy en día, la saga de supervivencia de los Stermer continúa afectando casi todo en sus vidas. Algunos, como Pepkale, viajan con pequeños montones de comida para evitar la posibilidad de pasar hambre. Muchos de los sobrevivientes continúan siendo devotamente religiosos a pesar de la experiencia bajo tierra, y por la experiencia bajo tierra.

“Cuando nos reunimos como ahora y veo a los nietos”, dice Shulim, “veo a la familia, veo niños buenos, y me digo a mí mismo: ‘valió la pena luchar para sobrevivir’”.

 

 
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