“… Y aunque el olvido, que todo destruye
Haya matado mi vieja ilusión
Guardo escondida una esperanza humilde
Que es toda la fortuna de mi corazón…”
De Gardel y Lepera
Hace unos años escribí que la Shoá fue la monstruosidad de la humanidad por antonomasia. Hay millones de documentos escritos y testimonios filmados, pero el tiempo hace lo suyo y transcurridos poco más de setenta años -que a nivel de historia es sinónimo de tiempo presente- existen aquellos aventureros que se atreven a hacerles creer a la gente que eso nunca existió. La triste realidad es que cuando muere un antisemita, nacen cien. Por lo tanto, lo único que nos queda por hacer como pueblo y padres responsables -en lugar de reclamar al mundo por justicia y estar pendientes de lo que la prensa internacional escribe sobre nosotros- es inculcarles a nuestros hijos la lectura de libros y películas referentes a la Shoá. Aunque les ocasione un trastorno temporario, tendrán que convivir con ello, pues se trata de la historia de sus abuelos que vive en cada uno de nosotros, tanto como los cinco libros de la Torá, las cuatro matriarcas, los tres patriarcas, las dos tablas de la Ley y el único Dios.
No nos produce asombro ni escozor palpitar a diario el menoscabo de los principios éticos que nos van hundiendo en el más nauseabundo de los fangos, pues aprendimos a manejar con indiferencia y apatía la aparición de nuevas expresiones, a saber: limpieza étnica, segregacionismo, armas de destrucción masiva, apartheid, espacio vital, Solución Final y Holocausto. Las páginas de los libros de historia que mencionan a Hiroshima, Guernica, Lídice, Srebrenica, Núremberg y Treblinka van quedando cubiertas de polvo, a tal punto que la mayoría de nuestros jóvenes no recuerda haber escuchado alguna vez dichos nombres.
Transcurridos ochenta años de aquella insania, el desafío a superar es la erosión y la corrosión que provoca el olvido -como supo definirlo de forma magistral el poeta Alfredo Le Pera-. No puedo pretender que el mundo recuerde dicha tragedia, porque -parafraseando a otro gran poeta tanguero, Enrique Santos Discepolo- “al mundo nada le importa”. Lo que sí es una obligación moral es interiorizar a nuestro hijos -desde temprana edad- a que conozcan esa parte traumática de nuestra historia que sucedió “ayer”.
Con la Lista de Schindler, Steven Spielberg logró atenuar esa amnesia. ¡Es que estamos tan ocupados con el colegio de los niños, en que no sabemos qué preparar para la cena y qué serie de Netflix veremos el domingo!
Pero de las cosas que nos provocan el mayor de los repudios siempre se extraen grandes enseñanzas. Los grupos que más ayudan a recuperar esa memoria son los negacionistas de la Shoá. Tienen que aparecer con toda su virulencia para que nosotros nos desgañitemos y salgamos a esclarecer cómo fueron los hechos. Algo similar ocurre cuando un enemigo externo ataca al Estado de Israel: por un momento se dejan de lado las diferencias y se cierran filas para aniquilarlo.
Ojalá no fuera necesaria la “ayuda” externa y el trabajo se hiciera a diario en la mesa familiar.
Estamos distraídos y el siguiente artículo de INFOBAE es harto elocuente y nos posiciona en la terrible realidad
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