Cuando comenzaron los preparativos del 75º aniversario de Israel, el año pasado, los organizadores partían de la base de que sería como cualquier otro Yom Haatzmaut o Día de la Independencia, aunque un poco más especial. El 75 es uno de esos números considerados dignos de un reconocimiento especial, más aún si se tiene en cuenta todo lo que el Estado judío ha logrado desde que vio la luz, luchando por su vida contra todo pronóstico, en 1948.
Pero se equivocaban los que pensaban que este año la observancia del ciclo cívico sagrado israelí se desarrollaría como de costumbre, sin verse empañado por las disputas políticas.
En Yom Hazikaron –el Día de la Memoria–, todo Israel ha seguido llorando a las 24.213 personas que han muerto hasta la fecha sirviendo a la nación judía como soldados y combatientes preestatales, así como a los 4.255 civiles que han fallecido en ataques terroristas. Al término de esa jornada, la tristeza dará paso a la alegría cuando comiencen los fastos del Día de la Independencia. Ahora bien, ambas fechas se verán empañadas por las protestas contra el Gobierno del primer ministro, Benjamin Netanyahu, y sus propuestas de reforma judicial.
Israel, dividido contra sí mismo
Los líderes de la oposición parlamentaria, que en los últimos meses han venido azuzando unas protestas que en ocasiones han paralizado el país, han pedido que se ponga fin temporalmente a la agitación por las fiestas patrias. Pero está claro que un porcentaje nada desdeñable de quienes llevan a cabo estas manifestaciones, que han generado acciones que socavan tanto la economía como la seguridad nacional de Israel, no respetarán siquiera un alto el fuego de 48 horas.
Y es que creen que las medias verdades, calumnias y mentiras descaradas sobre el Gobierno y la reforma judicial son ciertas, y que Netanyahu y sus colegas están conspirando realmente para acabar con el sistema democrático. Así pues, no es de extrañar que la resistencia anti Bibi no considere fuera de lugar ninguna acción emprendida para socavar la autoridad y la legitimidad de la coalición gubernamental.
La persistencia de las protestas incluso después de que Netanyahu levantara la bandera blanca en lo relacionado con la reforma judicial, a principios de este mes, ha demostrado que el objetivo no era simplemente preservar el poder omnímodo de la Judicatura y el Tribunal Supremo; se trata más bien de un intento de derrocar al Gobierno, que obtuvo una clara mayoría de los votantes el pasado noviembre.
Más aún: es una manifestación de la ira y la repugnancia de los votantes laicos y progresistas, y de las élites judiciales, académicas, empresariales, militares y mediáticas del país, hacia quienes votaron a Netanyahu para que volviera a gobernar. Como dejan claro el tenor de las protestas y muchos de los que las justifican en las redes sociales, los argumentos insustanciales que se oponen a la reforma judicial son en gran medida algo secundario. Bajo la superficie está el desprecio que una gran parte de la población israelí siente por sus compatriotas que se identifican como nacionalistas y religiosos, y por los de origen misrají, muy poco representados entre las élites antes mencionadas.
Una vez reconocida esta inquietante realidad, es evidente que la división política no puede dejarse de lado en estas fiestas patrias. Por el contrario, la animadversión hacia Netanyahu y sus votantes está muy presente entre los manifestantes.
Dos Israel
Como atestiguan las banderas que ondean en las manifestaciones y la participación en ellas de tantos militares veteranos, los que andan protestando son patriotas israelíes. Aman a su país. Pero el Israel que aman hunde sus raíces en la visión puramente laica que animaba a los sionistas laboristas y a otros izquierdistas que gobernaron sin oposición en las tres primeras décadas del Estado judío moderno. El Israel de la derecha nacionalista y los partidos religiosos, cuyos votantes representan aproximadamente la mitad de la población y una clara mayoría en el sector judío, es un país que no les gusta y en el que no quieren vivir.
El hecho de que la demografía israelí se esté moviendo en una dirección que beneficia al sector nacionalista-religioso en detrimento del progresista secular, haciendo cada vez más difícil que la izquierda política gane unas elecciones, es frustrante los perjudicados. A esto se suma la negativa de muchos en el sector jaredí a servir en el Ejército o a participar en la vida económica. Y también por eso quieren preservar una institución que no es tanto un poder judicial independiente como una juristocracia. Los manifestantes quieren mantener el sistema vigente, en el que los jueces progresistas con poder de veto para nombrar a sus sucesores pueden garantizar que la derecha no sea capaz de gobernar realmente el país, gane quien gane las elecciones.
Esto es problemático porque, dejando de lado la falsa retórica sobre la democracia, la disputa actual no es tanto un desacuerdo político como la manifestación de una guerra cultural en la que muchos, a uno y otro lado, han llegado a ver a sus oponentes como parte de una nación extranjera con la que no tienen nada en común.
Por eso numerosos manifestantes no se han sentido capaces de dejar de lado sus diferencias con el Gobierno, hasta el punto de menospreciar las celebraciones del 75º aniversario de Israel como, en palabras de un columnista de Haaretz, un «Día de la Independencia a lo norcoreano».
La cuestión es que, si considera que Netanyahu y sus socios –a los que eligieron la mitad de los votantes hace sólo unos meses– no son mejores que una dictadura como la de Kim Jong Un, entonces usted cree que un país en el que la derecha se impone en unas elecciones democráticas no merece su apoyo. De hecho, eso es lo que se desprende de los comentarios de multitud de izquierdistas que hablan de irse del país si no se derroca a Netanyahu. Esto es especialmente cierto entre quienes son lo bastante ricos como para permitirse mudarse a un lugar donde presumiblemente se sentirán más a gusto que en un país con conciudadanos judíos que tienen ideas diferentes sobre política y religión.
El problema es que esta disposición a considerar los desacuerdos políticos como una justificación para la guerra civil ignora la razón por la que se creó el Estado judío.
Israel es un milagro por muchos motivos. Fue la culminación de veinte siglos de oraciones por la restauración al pueblo judío de su patria ancestral; la culminación de un siglo de sangre, sudor y lágrimas por parte de quienes lo levantaron a pesar de la oposición de gran parte del mundo e incluso de muchos judíos. El sionismo tenía sentido no sólo porque era la expresión de la identidad nacional de un pueblo judío que se negaba a morir, pese a los incesantes esfuerzos de sus enemigos por destruirlo. Nació del reconocimiento de que era necesario un Estado judío. La experiencia había enseñado a los judíos que no podían seguir dependiendo de la gentileza de los extraños para sobrevivir.
Que en menos de un siglo el pueblo judío regresara a su tierra en gran número, restableciera el hebreo como lengua nacional y volviera a aprender la capacidad de defenderse fue algo que pocos creían posible cuando Theodor Herzl creó el movimiento sionista moderno, en 1897. Pocos lo creyeron incluso después de la Declaración Balfour de 1917 y el posterior establecimiento del Mandato Británico para Palestina con el fin de crear un hogar nacional para los judíos.
Los judíos deben aprender a convivir
El Estado judío que renació en 1948 no se ajustaba exactamente a la visión de Herzl. Tampoco era el paradigma socialista al que se adhirió el primer gobernante del país, David ben Gurión. Desde sus inicios, fue una confusa mezcla de gentes, culturas e ideas diferentes. Sus primeros 75 años han sido un experimento sin precedentes en el que judíos de todo el mundo se han reunido en un pequeño país e intentado vivir juntos, y construido y asegurado un país –en un proceso plagado de pruebas de ensayo y error en materia de gobernanza–. Para unas tribus de judíos dispares y a menudo enfrentadas, no ha sido fácil coexistir, y mucho menos unirse para alcanzar unos objetivos nacionales.
Sin embargo, eso es lo que han hecho, y el resultado es que una pequeña nación pobre y asediada sobrevivió a los repetidos esfuerzos del mundo árabe e islamista por destruirla, creando una economía del Primer Mundo y un Ejército que la ha convertido en una superpotencia regional.
El experimento, sin embargo, continúa, y el proceso sigue siendo tan conflictivo y divisivo como siempre, a pesar del enfoque positivo que sus defensores han dado a todo lo que Israel hace. Y si hay algo que todo el mundo debería haber aprendido ya es que un país que pretende ser el hogar de todo el pueblo judío debe reconocer y respetar a todos los judíos, incluso a aquellos cuya ideología y prácticas no sean afines a los gustos individuales de cada cual. Esta observación es válida en ambos sentidos, ya que tanto el sector progresista laico como sus homólogos nacionalistas-religiosos tienen cada vez más dificultades para respetarse o incluso tolerarse.
Si Israel quiere sobrevivir para ver en el futuro celebraciones del Día de la Independencia con números especiales, ambos bandos y quienes simpatizan con ellos desde el extranjero deben recordar que, si se ama a Israel, no puede ser sólo al Israel de los propios aliados políticos, sino a uno que abarque a todo el pueblo judío.
La bendición de vivir en una época en la que existe un Estado judío es tal que la sugerencia del historiador Gil Troy de que todos desayunemos helado en Yom Haatzmaut para celebrarlo es muy acertada. Sin embargo, la felicidad por el gran prodigio debe atemperarse con el reconocimiento de que las formidables fuerzas que siguen empeñadas en la destrucción del único Estado judío del planeta no se han rendido y no se ven sino alentadas por las actuales luchas internas.
Sin embargo, en la izquierda muchos parecen decir que Israel no será un Estado legítimo si su sistema democrático sigue produciendo mayorías de derechas. Esto refleja una gran incapacidad para comprender que a los enemigos de Israel no les importa quién dirija el Estado judío. Israel existe para proteger al pueblo judío contra quienes quieren victimizarlo y someterlo de nuevo. Puede que no siempre nos guste quién gana las elecciones allí, pero la idea de que Israel no merece nuestra devoción y apoyo si sus líderes siguen políticas o ideas que no nos gustan es el tipo de partidismo miope que tiene consecuencias desconocidas y posiblemente desastrosas.
El 75º aniversario de Israel es una ocasión que debería trascender las guerras culturales tribales que dividen al pueblo judío. Ambas partes deben recordarlo y volver a aprender el difícil pero ineludible imperativo de amarnos y respetarnos a pesar de nuestras diferencias. La alternativa es tan desagradable como impensable.
© JNS
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