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| domingo diciembre 22, 2024

Deslegitimar al Gobierno de Israel sólo ayuda a los enemigos del Estado judío


Los aullidos de indignación se oyeron a ambos lados del Atlántico. Cuando el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, arremetió contra los manifestantes que planeaban sabotear su viaje a Estados Unidos y su comparecencia ante la Asamblea General de la ONU, dio rienda suelta a su resentimiento ante las actividades de aquellos. Así, acusó a los opositores que proyectaron un cartel anti-Netanyahu en el lateral de la sede de la ONU, y que no sólo le perseguirán en cada parada de su periplo americano sino que se manifestarán en el propio edificio de la ONU, de «unir fuerzas con la OLP e Irán».

No debería haber dicho eso, o al menos no de esa manera. Pero quienes le critican por ello ignoran las implicaciones de sus propias acciones, que, les guste o no, están proporcionando munición a quienes quieren no sólo deslegitimar al Gobierno de Israel sino destruir el Estado judío.

Las palabras de Netanyahu fueron denunciadas por sus rivales políticos y por la prensa israelí como una indignante calumnia; dijeron que los manifestantes eran «patriotas» que merecían respeto, no comparaciones con las fuerzas que quieren acabar con Israel.

Hasta cierto punto, las críticas estaban justificadas. Los israelíes que le odian y que han hecho todo lo posible por intentar derrocar su Gobierno desde que tomó posesión, a finales de diciembre, no son lo mismo que unos asesinos terroristas o los teócratas islamistas empeñados en la aniquilación del Estado judío. En el mejor de los casos, los comentarios de Netanyahu fueron un exabrupto; en el peor, un ejemplo de cómo la lucha en torno a la reforma judicial y la composición del Gobierno actual se ha convertido en el tipo de guerra cultural que amenaza el tejido social de Israel.

Pero la idea de que ha sido Netanyahu quien ha cruzado las «líneas rojas» que deben existir en una democracia para garantizar que el debate político siga siendo al menos algo civilizado es absurda. Aun si hubiera sido más propio de un hombre de Estado que tratara de mantenerse por encima de la polémica, las protestas que se están llevando a cabo durante su visita a Estados Unidos son mucho peores que cualquier cosa que haya dicho. De hecho, el tenor de las manifestaciones contra Netanyahu y el empeño de sus detractores en sabotear la economía y la seguridad nacionales con tal de salirse con la suya no son propias de una oposición civilizada y leal.

Al tachar falsamente de autoritario al primer ministro y de «golpe» los esfuerzos de la coalición gobernante por poner en marcha un programa de reforma de un Poder Judicial descontrolado y obsesionado con el poder, los manifestantes han pasado del debate político a una campaña de deslegitimación incompatible con una democracia funcional.

Peor aún, enseguida se hizo evidente que esta lucha no tenía tanto que ver con la reforma judicial. Tampoco se trataba únicamente de la consternación que sintieron los perdedores de las elecciones celebradas en noviembre de 2022 por el fin del impasse de tres años que terminó con el partido Likud y sus aliados religiosos obteniendo una clara mayoría en la Knéset. Más que eso, se trata de una guerra cultural en la que las élites progresistas laicas asquenazíes sienten que el poder se les escapa de las manos. Por eso no quieren tanto proteger el Tribunal Supremo como permitir que éste gobierne sin oposición y sin ser elegido para ello, como último bastión de la antigua hegemonía izquierdista sobre todas las instituciones. Por eso los manifestantes han proferido los insultos más crueles contra los votantes –mayoritariamente misrajíes, religiosos y nacionalistas– que encumbraron a Netanyahu.

Todo eso ya es bastante malo. Pero lo que la resistencia anti-Bibi ignora es la forma en que su campaña es considerada por quienes tienen objetivos muy diferentes a los de quienes sólo quieren volver a los buenos tiempos en que la izquierda israelí dirigía el Estado judío –y debo añadir que lo hacía sin que el Tribunal Supremo tuviera una fracción del poder que reclama poseer hoy.

Lo que dicen los manifestantes, que el ganador de unas elecciones democráticas cuyo objetivo es devolver a la Knéset y el Ejecutivo parte del poder del que se apoderaron los tribunales sin remitirse a ley o constitución alguna, sino a sus propios caprichos, es un autoritario y pretende acabar con la democracia, no sólo es errónea. Es luz de gas.

Ya no es que sea indecoroso que grupos de inmigrantes israelíes residentes en Estados Unidos y sus aliados de izquierdas acosen al líder democráticamente elegido de su antiguo país, mientras lleva a cabo su labor de intentar conseguir apoyo para el Estado judío, especialmente en las Naciones Unidas. La afirmación de que Netanyahu es un «delincuente» debido a falsas acusaciones de corrupción que no resisten el menor escrutinio, y que incluso los jueces del caso que se demora ya años han dicho que no tienen ninguna posibilidad de terminar en una condena, es también retórica partidista barata.

Pero en un contexto no israelí todo esto tiene además el efecto de socavar la posición de Israel como única democracia auténtica de Oriente Medio. Quienes esgrimen este argumento están ayudando a los enemigos de Israel, sea esa su intención o no. Están demonizando al líder del país y a sus partidarios. Gente como los columnistas de The New York Times Bret Stephens y Thomas Friedman, que apoyan la resistencia anti-Bibi, sostienen que al menos la mitad de los israelíes son unos «deplorables» aspirantes a tiranos que no se distinguen de sus enemigos árabes e islámicos. Estamos ante un ataque directo contra la imagen de Israel y ante exactamente lo que trata de hacer la izquierda interseccional, que intenta convencer a los estadounidenses de que los israelíes son opresores blancos de los palestinos.

Está muy bien decir que Netanyahu debería ser más respetuoso al hablar de sus críticos. Pero quienes tratan a Bibi como si fuera el equivalente moral de un terrorista iraní o palestino que amenaza a Israel no están en condiciones de quejarse de falta de civismo o de que se sienten heridos. Además, los esfuerzos de la resistencia anti-Netanyahu por amotinar a las Fuerzas de Defensa de Israel y persuadir a los inversores para que retiren capitales del país no son comportamientos patrióticos ni acordes con los objetivos de ningún movimiento democrático que se precie.

Los opositores de Netanyahu tienen derecho a decir lo que quieran, así como a manifestarse. Sin embargo, hay que señalar que sus tácticas de bloquear carreteras y paralizar el país no se tolerarían y de hecho se calificarían de matonescas y antidemocráticas si fuera la derecha política las que las acometiera. No hay más que recordar las protestas contra los Acuerdos de Oslo en la década de 1990 y la retirada de la Franja de Gaza en 2005. Aun así, no tienen derecho a poner el grito en el cielo cuando se señala que sus esfuerzos por deslegitimar al Gobierno israelí, no sólo en su propio país sino en el extranjero, van mucho más allá de lo que jamás hayan hecho sus rivales.

A algunos de los que protestan les molesta que se establezca una conexión entre su odio a Netanyahu y su apoyo a una juristocracia con los esfuerzos por desprestigiar falsariamente a Israel como «Estado apartheid». Pero los vínculos están ahí. Y no será una coincidencia que se machaque al único hombre que se alza contra las mentiras de los palestinos y la amenaza nuclear iraní en el estrado de las Naciones Unidas al tiempo que otros manifestantes apoyan la destrucción de Israel. Una oposición más responsable habría optado por decir que la política acaba «en la orilla», como dijo célebremente el senador republicano por Michigan Arthur Vandenberg sobre los debates entre estadounidenses en la década de 1940. En lugar de ello, ha optado por no reconocer límites a su campaña para calumniar a Netanyahu y a sus votantes.

Aunque el primer ministro debería ser más cuidadoso a la hora de expresar su frustración para con sus enemigos políticos, a los que debería caérseles la cara de vergüenza es a quienes mienten sobre él y sus votantes.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

 
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