“Tantas veces me mataron, tantas veces me morí
Sin embargo, estoy aquí, resucitando
Gracias doy a la desgracia y a la mano con puñal
Porque me mató tan mal…”, La Cigarra, María Elena Walsh
Elías Canetti hablaba en Masa y Poder de un fenómeno que nos es familiar a todos, “el placer de enjuiciar. … Por todas partes tenemos ocasión de sorprendemos… en este proceso de enjuiciar”. El placer que produce el juicio negativo – decía -, es siempre inconfundible; es “un placer duro y cruel que no se deja turbar por nada”.
Pero este juicio, advertía, sólo será tal si es emitido con una suerte de seguridad inquietante. De lo que es se sigue que, no conoce “clemencia ni cautela”, y que la “falta de reflexión es lo más adecuado a su presencia”.
Canetti volvía sobre la base del placer de avanzar tales veredictos, para proponer que el mismo estriba en que “apartamos algo de nosotros, relegándolo a un grupo inferior, lo cual presupone que nosotros mismos pertenecemos a uno superior. […] Sea lo que sea lo bueno, existe para que se distinga de lo malo. Nosotros mismos decidimos qué pertenece a lo uno y qué a lo otro”.
El placer de arrogarse el poder de “sentenciar sobre ‘buenos’ y ‘malos’ es el antiquísimo medio para efectuar una clasificación dualista, que, sin embargo, nunca es del todo conceptual ni enteramente pacífica – porque, como señalaba Canetti, existe la propensión a llevarla desde el terreno de las palabras hasta la hostilidad activa. Lo importante es la tensión entre ellos, que el que enjuicia crea y renueva”.
El antisemitismo es un ejemplo imperecedero de este ominoso placer. Es, además, el recurso barato y sencillo de hacerse oportunamente de un “otro”, de un “mal” ya probado. Un método que básicamente no ha cambiado. Han cambiado, acaso, quienes lo utilizan – sus justificaciones éticas, estéticas. Así, a dios lo suplió la raza (y la política) como armazón doctrinario del fetichismo de la moral.
Un antisemitismo que no precisa de las elaboraciones de los anteriores: ni mistificaciones, pseudociencias, fabricados protocolos. Ahora habla la entraña, la sensiblería y capricho (la “moral” de la indignación). En resumen, los judíos (con las inanes excusas/afeites del “anti-sionismo”, de Israel) seguirán siendo lo que venían siendo, pero será ahora el termómetro “moral” de un pretendido consenso de desquiciados e iluminados con ecológicas baterías de litio, mediocres sin remedio, hastiados privilegiados del mundo privilegiado, los que dicten o ratifiquen la sentencia.
Lo dicho, nada ha cambiado. Acaso el antisemitismo ahora obtenga su atractivo convincente del aura moral (ah, el bien común, el sentido común; los sellos que convierten sus afirmaciones de pretendidas verdades finales, y comunes) en el que va envuelto: una suerte de globalización (encuentro, convergencia) de las “causas justas” o, al menos, de la “causa contra el mal interseccional, intencional, internacional”: entra en la partida desde el cambio climático a, claro está, los derechos humanos, la paz mundial (o cuanto menos, regional), nada está fuera de su saña, de afán de adulteradas coartadas y de fabricaciones (escasamente originales). Nada ha cambiado: todo lo injusto, lo nocivo, entra en el saco del antisemitismo, en el largo Debe de los judíos.
La moral, o su remedo – eso que queda después del cuatrerismo perpetrado sobre ella -, resulta ideal porque, siguiendo a Lawrence Blum (Moral Perception and Particularity), siempre presupone que la “incapacidad de ver (con la relevancia adecuada) … algo de la realidad moral a la que se enfrenta” uno mismo, es “una deficiencia propia que implica una auto absorción situacional o pereza atencional”. De tal manera que no ver lo que implica la existencia misma del estado judío, revela un defecto moral. Porque, se pretende, ya no es un conflicto, sino la manifestación definitiva, total, de la opresión sobre el indefenso, de la aplicación de la vileza en estado puro.
Y claro, esta “moral” permite que, como “pruebas” contra Israel, se revaliden diversos libelos, tropos, estereotipos, falsificaciones, fraudes y variopintas entelequias judeófobas creadas hasta la fecha. Con razón apuntaban Monika Schwarz-Friesel y Evyatar Friesel (“To Make the World a Better Place”: Giving Moral Advice to the Jewish State as a Manifestation of Self-Legitimized Antisemitism among Leftist Intellectuals):
“Los judíos y/o israelíes son descritos como asesinos de niños, consumidores sangre, Shylocks, traidores, mentirosos, ladrones de tierras, extranjeros desleales; como un colectivo con características específicas. Los antisemitas siguen conceptualizando a los judíos como ‘los otros’, como ‘las criaturas más viles y mezquinas de la tierra’. Se les percibe como ‘una amenaza para la humanidad’. A los anti sionistas les gusta afirmar que su actitud es algo nuevo, algo completamente ajeno al antiguo odio a los judíos, que fingen rechazar. Suelen afirmar que se oponen a Israel por su supuesto trato cruel a los ‘palestinos’ o por ‘colonizar tierras árabes’, o por ser un Estado de ‘apartheid’. Desde este punto de vista, es la conducta de Israel lo que suscita sentimientos hostiles hacia el Estado judío y lo que les convierte en duros críticos. Yendo un paso más allá, afirman tener el deber moral de criticar duramente a Israel. Esta postura reactiva obviamente el viejo estereotipo de que los propios judíos son responsables de que se produzcan sentimientos anti judíos. […] Vemos la recurrente conceptualización de ‘los judíos son el mal en el mundo’ reactivada como ‘Israel es el mal en el mundo…’”.
Hoy, como ayer, todo vale. Todo es “evidencia”. Toda fabricación es realidad cuando se la aplica al “paradigma del mal”, al “germen de toda perversidad”.
Así, entonces, se agarran los antisemitas modernos, a la moral como el estafador a la ficción elaborada para ocultar sus fines ante los potenciales damnificados. Una moral sin disquisiciones, sin filosofías. Dicotomía infantil, de fábula fácil; moralina de cotillón. Moral como venablo, como nimio código maniqueísta para señalar. Moral como una maquinaria para alcanzar ciertos fines. Moral como ropajes de autoridad – como la toga, la peluca o el martillo de un juez. Como rito.
Porque el antisemitismo “moral” – como sus predecesores, que son el mismo -, dada su impostura y su utilitarismo cínico, cae en ciertas afectaciones de la superstición: principalmente, creer en el monopolio de la moral (autocomplaciente, propio de una suerte de solipsismo de “causa”, de “ideología”), en la rectitud e infalibilidad de sus juicios; y en la elaboración de una red pegajosa de complicidad de la que será muy complicado desvincularse: el error que habrá de ser admitido es muy grande para desprenderse de esa excusa colectiva, totalizadora.
Una superstición que anuncia el riesgo permanente de un apocalipsis o que este ya está en marcha: hay, pues, que salvar al mundo a diario.
En esta doctrina, o versión “moral”, los palestinos representan la inocente y desvalida niñez – los necesarios “hijos” de la metáfora -, y los leales creyentes (o sirvientes, según se mire) de la “causa”, han de propiciar su “salvación”, su “restitución”, promoviendo, de esta manera, el tránsito de la niñez a la madurez. Para ello, evidentemente deben combatir el “mal” terreno que impide dicho pasaje, esa realización que, una vez se consuma, traerá “paz”, y Oriente y Occidente se fundirán en un hermanado abrazo, en una síntesis acabada de humanidad – aunque la letra chica de este contrato diga que Oriente impondrá un abrazo asfixiante sobre Occidente.
SUPERCHERÍA DEL ODIO
“El hombre embrutecido por la superstición es el más vil de los hombres”. Atribuida a Platón
En su trabajo Believing What We Do Not Believe: Acquiescence to Superstitious Beliefs and Other Powerful Intuitions, Jane Risen expresaba que las supersticiones – como también el pensamiento mágico – puede emerger, entre otras cosas, de la tendencia a buscar pruebas que confirmen una hipótesis inicial. Estos procesos son comunes a todos y ocurren automáticamente: “una de las razones por las que la gente cae presa del sesgo de confirmación es que… la información que es coherente con esa posibilidad es probable que salte inmediatamente a la mente”. Y, además, como las personas “tienden a interpretar las pruebas ambiguas como confirmatorias, entonces incluso las pruebas contradictorias se verán como un apoyo”.
Es más, señalaba, “incluso si las pruebas van claramente en contra de la hipótesis, la motivación para mantener una superstición puede llevar a la gente a descartar las pruebas que no la confirman… o a ajustar la hipótesis para que las pruebas no sean informativas… Así, … las intuiciones supersticiosas pueden parecer cada vez más correctas con el tiempo”. Aunque, eso sí, aclaraba, cuando se hace que la gente se sienta responsable de sus juicios consideran las opciones con mayor profundidad y autocritican preventivamente sus respuestas iniciales.
Sin duda alguna, las redes sociales permiten evitar grandemente – con la posibilidad no sólo del anonimato, sino de la interacción remota y de la inmediatez que ayuda a prescindir de la argumentación – esta posibilidad de tener que rendir cuenta, de hacerse responsable de los posicionamientos. Lo que facilita enormemente aquello que apuntara Canetti en el libro mencionado; esto es, el rápido crecimiento de la masa de acoso debido a la ausencia de peligro que supone la empresa. “No hay peligro – explicaba – pues la superioridad del lado de la masa es total. La víctima nada puede hacer [ante] … la excitación de ciegos que están más ciegos cuando de pronto creen ver” cuando ejercitan esa “moral de linchamiento”, en la que toda la comunidad está implicada y, por tanto, inmunizada contra la responsabilidad. De manera que cuando todo ha pasado, “el placer no se ve empañado ni por el más leve vestigio de culpabilidad compartida”.
Pero no sólo en las modernas redes sociales, sino que, de acuerdo a Canetti, “en el público de los lectores de diarios se ha mantenido con vida una masa de acoso… [que] debido a su distancia de los acontecimientos [es] tanto más irresponsable, [que] estaríamos tentados a decir, con una forma más execrable y al mismo tiempo más estable. Como ni siquiera necesita reunirse, se ahorra también su desintegración”.
De lo dicho, podría verse uno inclinado a pensar que la superchería se limita al ámbito de la palabra, de lo meramente metafórico, y que agota su jurisdicción ante las puertas de la concreción, del mundo material. Pero lamentablemente no es así. Explicaba Colin Campbell (Half-Belief and the Paradox of Ritual Instrumental Activism: A Theory of Modern Superstition) que lo que hace que un acto supersticioso sea diferente “es la creencia del individuo de que la actividad catártica está directamente vinculada de alguna manera con el resultado deseado, en otras palabras, la presencia de una creencia de que lo que el individuo está haciendo influirá en ese resultado de la manera deseada”. Es decir, es una manera (más o menos pasiva, inmaterial) de influir en la realidad. Y, el paso de un orden a otro – de la palabra o el rito a la acción -, está mediado, según Risen, por una cuestión de costo y beneficio.
Risen apuntaba que uno de los argumentos que se han esgrimido para salvar la distancia entre creencia y acción es el que afirma que las acciones supersticiosas son estrategias racionales para cubrirse las espaldas. Entonces, “si el coste de la acción es bajo y la recompensa que se busca es grande, puede tener sentido realizar actos supersticiosos aunque no se crea que la acción tendrá el resultado previsto”.
Traducido, cuando los manifestantes cantan frente a una universidad, una sinagoga, un restaurante judío, aquello de “desde el río hasta el mar” (la eliminación de Israel); cuando exhiben esa hiperbólica indignación y las señas fundamentales e inconfundibles del antisemitismo, ponen en evidencia el bajo precio de tales acciones y el beneficio que se extrae de las mismas: las marchas, los cortes de calle, la parafernalia anti-Israelí, antisemita sirven para probar la tolerancia a la intolerancia y, a la vez, para traslucir la idea de consenso. Un proceso de horrorosa retroalimentación positiva que pavimenta “aquiescencia” y complicidades, a la vez que allana acciones cada vez más explícitas, más violentas.
Un proceso que o es cortado de raíz o crece probando una y otra vez los límites. Estos están cada vez más lejos de la razón. El compromiso de la turba es cada vez más difícil de deshacer. La creencia es cada vez mayor: “Creo en el antisemitismo todopoderoso y los consuelos que me brinda, las culpas de que me exime…”.
No en vano, Steven Baum (Antisemitic Beliefs: Formation and Transmission of a Superstition) manifestaba que no solo los rasgos antisemitas se basan en la superstición, el mito, las construcciones sociales y las fantasías quiméricas, sino que “el judío” identificado por la mayoría de la gente es una superstición: una fantasía que connota la idea de Judas traidor como naturaleza inherente a los judíos.
Pero, a la vez, continuaba Baum, esos rasgos “se consideran más reales e inmutables que los de otros grupos sociales. Los rasgos judíos también se consideran más amenazadores. La sedimentación, o el establecimiento de la creencia, se produce con la repetición, y se llega a un nivel de saturación o punto de inflexión, que hace que la gente vea y conozca las costumbres de ‘El judío’”. De manera que, para una mayoría, el producto de la imaginación social, de la superstición, es inseparable del judío real.
Es esta una superstición muy parecida a la marxista o bolchevique – no en vano la Unión Soviética inspiró muchas de las ideas que se aplican hoy en día contra el estado judío. Aquella, como señalara Bertrand Russell en su trabajo The Practice and Theory of Bolshevism, que eran los capitalistas, como hoy los sionistas (los judíos), quienes se empecinarían en la defensa de sus privilegios y que, en el caso de no se poder llevarse el conflicto al extremo, sería preferible la utilización de métodos de engaño político. Dicho lo cual, había que estar preparados para el enfrentamiento inevitable, y conducir de manera acorde la propaganda. Entonces, aquellos que quisieran la realización del comunismo, como hoy quienes quieren una región libre de un estado judío, por la vía pacífica, eran aliados encubiertos del enemigo.
La superstición no admite términos medios. Porque la imposición de una ideología totalitaria o la eliminación de un estado no se puede, evidentemente, lograr por medio de negociaciones. Fatah lo sabe. También Hamás. Y sus cartas o constituciones expresan claramente su fin (“desde el río hasta el mar”; la eliminación del estado judío) y los medios para alcanzarlo (los del chaleco bomba y el terrorista suicida, el de los atropellamientos; la barbarie perpetrada por palestinos el 7 de octubre de 2023), aunque a veces para Occidente envíen mensajes “moderados”. Antes o después, como en la teoría bolchevique que exponía Russell, debe haber conflicto armado si se quieren remediar las “injusticias” presentes. Además, podría añadirse, no hay mejor propaganda, mejor material de reclutamiento, que un conflicto constante: de ahí que Hamás y Yihad Islámica, por ejemplo, no puedan detener la lógica de la violencia – ellos se proponen, son, el brazo de esa agresión, de la futura redención de su pueblo; y por ello pueden hacer y exigir lo que quieran.
Es lo que tienen las supersticiones “escatológicas”: cuando el ideal reside en “el más allá”, el presente admite todo lo que acerque la utopía.
Qué importa, por tanto, si sus fundamentos falsos, si no existen, si son inverificables. Lo que cuenta es la idea implantada en la mayoría que desconoce, pero a la que se “ilumina” con la jugosa “verdad”, a la que se le “revela” la ilusión de una justificación, expiación, solución.
ANTISEMITISMO
“En la mente popular, el judío nunca es juzgado como un individuo, sino como un espécimen de una raza cuyos miembros son idénticamente del mismo tipo.” Nina Morais (Philadelphia, 1881)
Los estereotipos, comentaban Curtis Hardin y E. Tory Higgins (Shared Reality: How Social Verification Makes the Subjective Objective), cumplen varias funciones; entre ellas la “justificación de grupo”. Además, desde la perspectiva de la realidad compartida, surge otra alternativa, “al insinuar que los estereotipos existen en parte porque se basan en el consenso social”.
En este sentido, “como los estereotipos son ‘realidades compartidas’ basadas en el consenso sobre los grupos sociales, los individuos pueden mantenerlos y defenderlos para proteger su propia percepción de la realidad, incluso a expensas de sí mismos”.
Ahora, dicho esto, Monika Schwarz-Friesel y Evyatar Friesel (“To Make the World a Better Place”: Giving Moral Advice to the Jewish State as a Manifestation of Self-Legitimized Antisemitism among Leftist Intellectuals) no consideran al antisemitismo como un prejuicio, sino que, antes bien, lo conceptúan como un sistema singular y unificado de creencias, “un puro espectro, porque el concepto cultural del ‘judío’ es una abstracción en la mente de los antisemitas tal como su imagen de Israel es un constructo: el producto de un proceso de proyección”.
A propósito, es interesante lo que mencionaban Curtis Hardin y E. Tory Higgins (Shared Reality: How Social Verification Makes the Subjective Objective) sobre que, una vez una experiencia – por qué no, una idea, una opinión; un prejuicio, incluso – es reconocida por los demás y es compartida “en un proceso continuo y dinámico de verificación social que denominamos ‘realidad compartid’, la experiencia deja de ser subjetiva y adquiere el estatus fenomenológico de realidad objetiva. Es decir, la experiencia se establece como válida y fiable en la medida en que se comparte con los demás”. Claro que la validez alcanzada no necesariamente significa que dicha realidad compartida – que asumirá un lugar prominente en la regulación social – se corresponderá con los hechos.
Es de esperar, siguiendo a los autores, que cuanto más reconocido ha sido un aspecto determinado, en el proceso de verificación social, más “realidad” habrá de alcanzar, y será más probable que sea mantenida y defendida.
De todas formas, parece razonable pensar que, por tanto, más que los prejuicios, el antisemitismo servirá no sólo para unificar grupos, sino para establecer lazos entre grupos sociales distintos, puenteando posiciones ideológicas y culturas a priori insalvables.
Y es que, como afirmaban Jeffrey Alexander y Tracy Adams (The Return of Anti-Semitism? Waves of Societalization and What Conditions Them), el antisemitismo no sólo es una estructura cultural, sino que es “un depósito: una profunda reserva de estereotipos y narrativas, que se reabastece con el tiempo y de la que la gente puede sacar con facilidad”.
Schwarz-Friesel y Friesel añadían que, precisamente, los tropos judeófobos son un elemento integral de la historia religiosa e intelectual de Occidente, y que las ideas y los patrones verbales antijudíos han estado firme y profundamente arraigados en la memoria cultural occidental durante dos milenios precisamente porque la cultura los ha perpetuado a lo largo de los siglos.
De esta manera apuntaban Alexander y Adams, el antisemitismo “siempre está disponible como una narrativa que los grupos de reacción violenta pueden emplear para ‘explicar’ las heridas a sus emociones, identidades y destinos materiales”. Y, lo que asocia esa diversidad de estereotipos tantas veces contradictorios, es “el papel común que han jugado como codificadores de la contaminación de la judeidad”.
Esto ocurre porque, parafraseando a Roy Schwartzman (Risky Jews: Understanding Antisemitic Communication Through a Social Intuition Framework), cualesquiera argumentos surjan contra judíos, contra Israel; de los libelos, los estereotipos, las modernas fabricaciones, exageraciones, son construidos justamente sobre la base heurística de cultivar una aversión visceral a los judíos como amenaza, una mácula.
Este rol común no es otra cosa que aquello que acaso el nazismo pavorosamente perfeccionó: “la manipulación lingüística de la percepción de la amenaza. [Es decir,] el encuadre metafórico de la influencia judía como una emergencia de salud pública proporcionó un contexto para razonamientos específicos que maximizaron la percepción del peligro planteado por el patógeno judío”, tal como lo expresaba Schwartzman.
Análogamente, el antisemitismo “moral” ha identificado al estado judío como un peligro para la región, una amenaza para la paz mundial, un riesgo para el bienestar; creando un estado de emergencia continuo y excepcional, ante el que se debe actuar con igual singularidad. Israel es entonces un estado “genocida” absoluto – como una suerte de crecimiento tumoral en Medio Oriente, tal como lo entiende el régimen iraní, por ejemplo –, es decir, sin parangón: olvídese la audiencia de Sudán, de Siria, del trato dispensado por Pekín a los uigures; de Homs, de Mosul, de los Balcanes, de todo: no hay punto de referencia para Israel como no sean los prejuicios sobre este país.
Ya que, como apuntaba Schwartzman, al vincular al judaísmo per se (hoy en día a Israel, como su símbolo, su encarnación), con los mayores riesgos imaginables, “las actitudes, acciones y políticas antisemitas adquirieron el estatus no sólo de aceptables, sino de inevitables, obligatorias y urgentes”; porque, “los juicios sobre el riesgo relativo parecen estar influidos por factores como la contextualización, el encuadre verbal y las técnicas de presentación”. De tal guisa, las evaluaciones de riesgo surgen como productos de la comunicación que define el propio riesgo y lo convierte en una amenaza. Basta ver el papel de numerosas entidades, desde la ONU, hasta sus propias agencias (con la UNRWA a la cabeza), viejas conocidas ONG redes, muchos medios de comunicación, promoviendo la idea de una desquiciada, desproporcionada, indiscriminada respuesta israelí. Vamos, lo “nunca visto”, “inhumano”, “sin precedentes”, “genocida”, “masacre” … La audiencia debe, no ya ser indiferente a las voces israelíes – e incluso, a las que informan y reflexionan desde la imparcialidad -, sino que debe sentir indignación, rabia. Porque así, siguiendo al propio Schwartzman, introduciendo el ámbito emocional, se puede influir en los juicios sobre los niveles aceptables de riesgo, incidiendo en la idea de si tal nivel justifica la acción: el antisemitismo ha dado un respingo sustancial a nivel mundial; no sólo en los actos violentos, sino en la tolerancia generalizada a sus manifestaciones.
Esta campaña de saturación, de desprestigio, de demonización del estado judío, instala la ilusión de un crimen de proporciones exorbitantes que justifica unas ciertas decisiones respecto de ese pequeño país que son impensables para cualquier otra nación. Tal es el riesgo que representa; lo que está en juego es tan grande, que reclama una empresa análogamente gigantesca – no sólo en escala material, sino de complicidad (porque lo que se apoya vulnera los valores que se dicen querer defender) -; es más, reclama que, si no sucede lo que se vaticina, se actúen de igual manera dada el peligro que supone dicho país, dicho grupo de personas, para la región, para la mayoría, para la “paz mundial” (prevenir, se dirá, es mejor que rehabilitar).
La cantinela es conocida: Si los judíos (Israel, hoy) son el mal total, entonces habrá de aplicarse el “remedio”, la “solución” acorde: un mal igual: al “genocidio”, entonces se le impondrá la eliminación “desde el río hasta el mar”.
Esta vez el talismán no es ni la raza ni la cruz, son los “derechos humanos” rebajados a mero emblema; a esas mantas lúgubres de los magos, bajo la cual se esconde el truco, el embeleco.
Un antisemitismo que, así, se encuentra más y más a la izquierda del arco ideológico que, de acuerdo a Schwarz-Friesel y Friesel, dice abrazar el multiculturalismo y rechazar el nacionalismo; que se postula como “campeón progresista de una modernidad ilustrada y de la igualdad que, sin embargo, se entrega al odio antijudío contra Israel ‘en nombre del humanismo”, de una trasnochada y falaz “lucha contra el colonialismo”. La tolerancia de esta izquierda, resumían los académicos, se extiende a todas las minorías y a la mayoría de las idiosincrasias, con una excepción: el Estado judío.
Un antisemitismo que, siguiendo con estos autores, evoca los mismos estereotipos y utilizan los mismos patrones de argumentación de la derecha; y cuya diferencia “radica sólo en el estilo”, y en una transferencia cosmética, si se quiere: los “‘planes de solución’ letales de ‘la cuestión judía’ al Estado de Israel”, a la disolución del mismo.
Israel
Florette Cohen, Lee Jussim, Kent Harber y Gautam Bhasin (Modern Anti-Semitism and Anti-Israeli Attitudes) se preguntaban cuál podría ser una vía socialmente más aceptable para expresar el antisemitismo. La respuesta era evidente: La oposición a Israel. “No se trata de equiparar todas las opiniones contrarias a Israel con el antisemitismo – aclaraban -, sino de sugerir que, en algunos casos y para algunas personas, la hostilidad hacia Israel puede constituir una tapadera socialmente aceptable de la hostilidad hacia los judíos en general”.
De esta suerte, los ya citados Schwarz-Friesel y Friesel sostenían que “afirmar que sólo se critica la política israelí, pero utilizar al mismo tiempo estereotipos judeofóbicos, es ya una de las manifestaciones más comunes, si no la predominante… y al mismo tiempo la más comúnmente negada, del odio contemporáneo al judío”.
Y agregaban:
“Hay un antisemitismo feroz de la izquierda que aparece camuflado como ‘crítica a Israel’ o como ‘anti sionismo’ [la oposición exclusiva a la autodeterminación judía], [es] uno de los patrones de argumentación más dominantes en el discurso antisemita: la fusión de judíos e israelíes, que va unida a la atribución de la responsabilidad colectiva de todo lo malo que ocurre en el mundo al ‘judío colectivo’. Esta ‘israelización del antisemitismo’ [como narrativa comunicativa, es un] odio hacia Israel [que] se ha convertido en el pegamento que mantiene unidas todas las variedades actuales de judeofobia”.
Esto tiene lugar en plena era de la sensibilidad social exacerbada, tanto que, por ejemplo, prescinde de la historia, como de tantos otros conocimientos, en su pretensión de “reparar” los “daños” (reales e imaginarios: que la culpa es adictiva) de sus antepasados o los de terceros; se presenta al estado judío como el remanente anacrónico del “colonialismo”, entonces la justificación es más acabada: el antisemitismo es ahora “moral” – sostenido el invento, por otra parte, en las fabricaciones patrocinadas por la ex URSS, por la Liga Árabe, la confederación de estados musulmanes y como se mencionara organismos y organizaciones varias -, una exteriorización del apoyo indeclinable al “bien de la humanidad”.
“MORAL”
Toda sociedad – y todo individuo; basta entrar a un café, detenerse en una esquina – evalúa las acciones de otras sociedades, de otros pueblos, de otros individuos. Y, de acuerdo a Jonathan Haidt (The Emotional Dog and Its Rational Tail: A Social Intuitionist Approach to Moral Judgment), un importante subconjunto de estas evaluaciones “se hace con respecto a virtudes o bienes que se aplican a todos en la sociedad (por ejemplo, la justicia, la honradez)”. De forma tal que aquellos que no encarnan estas virtudes o cuyas acciones delatan una falta de respeto por ellas son objeto de crítica, ostracismo o algún otro castigo.
De ahí la necesidad, ya no de negar la virtud del judío (sionista, Israel; el término que lo signifique), sino de magnificar su transgresión, de presentarlo como el paradigma del infractor: por fuera de la moral básica, que atraviesa a todas las culturas.
Es necesaria esta hipérbole, no porque se trate de un grupo cuyos estereotipos históricos fuesen más bien mundanos; sino para que la indignación y la reprobación sean extraordinarias – tanto como para nublar la razón, para minimizar, y permitir obviar (o justificarse esa claudicación) la aplicación de sus valores y manifestaciones respecto de Siria, Irán, Rusia, China, Catar, Sudán, Yemen, Corea del Norte, Mauritania, Turquía…
Porque, siguiendo a Ernst Tugendhat (El papel de la identidad en la constitución de la moralidad), el factor de indignación (o indignación posible) es lo que distingue la reprobación de los juicios de valor personales en general; y “es sólo desde la indignación que la evaluación de una persona como persona [o colectivo] (“mala” sans phrase) adquiere su sentido.
Tugendhat apuntaba algo muy importante precisamente en una época donde la falta de identidad resulta en la búsqueda de cualquier elemento que encaje, o haga casar, al individuo en un grupo identitario del que no sea oneroso ser parte, y que su pertenencia al mismo comunique dignidad, superioridad – y el maniqueísmo es lo más fácil para formular una identidad exprés y conveniente. Pero, a lo que iba Tugendhat: estas reglas morales se mantienen, no porque sea algo beneficioso para el individuo, sino porque ello es exigido desde el punto de vista de esta identidad, [y el de] “la comunidad moral”. Y son unas reglas muy benévolas con quien las ejerce a modo de pin, kufiya y prepotencia acusadora; a fin de cuentas, hay “que distinguir entre querer ser miembros de la comunidad moral (querer ser capaces de hablar como tales, reprochar, estar indignados, etc.) y querer ser moral. Esto último es por supuesto algo bien diferente”, aclaraba el académico.
Qué sería de una “moral” (acusación) sin víctimas
Nada, responderían Gray, Young, y Waytz (citados por Peter DeScioli, Sarah Gilbert y Robert Kurzban, Indelible Victims and Persistent Punishers in Moral Cognition). Porque para ellos, las víctimas son elementos esenciales del juicio moral.
De ahí, podría inferirse, la necesidad del llamado Pallywood, la fabricación de ficciones con afán de realidad, la suplantación histórica; la hipérbole continua – “masacre/genocidio”, “limpieza étnica”, desmentidas por la insobornable rotundidad de los datos demográficos -, que pretende hacer, por medio de la repetición y la saturación del espacio mediático, que otros conflictos parezcan impolutos simulacros de batalla que no precisan de la atención global.
Los propios DeScioli, Gilbert y Kurzban iban incluso más allá y sugerían que las personas a menudo designan víctimas inverificables, sugiriendo que fácilmente fabrican fácilmente víctimas cuando no están disponibles.
En resumen, la figura de la víctima es de suma importancia para el proceso de juicio moral – y, en este caso, para sostener una identidad cuya uno de sus cimientos descansa en la posibilidad de señalar y sentenciar a un grupo dado.
Sin embargo, aclaraban estos autores, el sufrimiento de las víctimas “no es un factor esencial para el cálculo moral, ya que las percepciones de bienestar se fabrican o ignoran con facilidad” con el fin de adaptarse a los objetivos más amplios para los que las personas utilizan sus modelos morales – tal como se ignoraron las víctimas israelíes del 7-O, que ni siquiera para la ONU o el movimiento feministas fueron relevantes: ni los niños asesinados, mutilados, secuestrados; las mujeres violadas sistemática y masivamente.
Tal indiferencia ante cierto sufrimiento, aventuraban, indicaría entonces que el padecimiento no es central en el cómputo de las valoraciones morales, sino que podría ser que lo que debe detectarse para llegar a un juicio de injusticia moral sea la responsabilidad sobre los propios actos. Muy probablemente sea por este motivo que prácticamente no haya organismo, organización o medio de comunicación que presente a los palestinos sujetos, grupo, con agencia moral, como responsables de sus actos. La identidad tiene sus requerimientos no puede ser importunada.
Al punto que Jeffrey Alexander y Tracy Adams (The Return of Anti-Semitism? Waves of Societalization and What Conditions Them) afirmaban que la simpatía por los palestinos y la oposición a Israel se ha convertido en la “posición por defecto para muchos en la izquierda: un marcador definitorio de lo que significa ser progresista”.
De hecho, los palestinos dejan de ser víctimas en cuanto Israel no puede ser responsabilizado – como por ejemplo en Yarmouk, Siria -; es decir, en cuanto dejan de funcionar como elementos marcadores de la identidad.
En definitiva, no se trata de solidaridad ni de aprecio con el pueblo palestino – a considerarlos sujetos sin responsabilidad, inocentes e incapaces de mácula, que precisan ser mantenidos en una suerte de infancia “refugiada” por una agencia creada ad hoc, que además les recuerda que deben “volver”, ergo, que el conflicto no se termina sino con una victoria absoluta sobre Israel. No, lo que subyace es la necesidad de sostener infructuosamente el prejuicio (que sostiene – si es que, directamente, no es – la identidad) en una simulación de dignidad, de justificación. Resuenan aquí las palabras de Thomas Merton (citado por John Jost, A. Ledgerwood y Curtis Hardin; Shared Reality and the Relational Underpinnings of System-Justifying Beliefs): “A menudo nuestra necesidad de los demás no es amor en absoluto, sino sólo la necesidad de ser sostenidos en nuestras ilusiones, incluso cuando sostenemos a los demás en las suyas”.
Oprimidos y opresores: la obligación de una “reparación”, de una “solución in our lifetime”
Proponía Sylvia Barack Fishman (Erasure and Demonization: Antisemitism and Anti‐Zionism in Contemporary Social Movements) que hay un nuevo estereotipo del judío contemporáneo: de “blanco privilegiado” que se beneficia “del hecho de no ser una persona de color”; que, a su vez, niega la calidad de pueblo de los judíos, así como su derecho a la autodeterminación. Y explicaba:
“Estos estereotipos contribuyen a la tendencia antisemita actual de la retórica progresista que busca borrar la condición de pueblo de los judíos y, por tanto, su derecho a la autodeterminación, utilizando un andamiaje político/económico binario y sin matices en el que todas las personas o grupos deben definirse como opresores u oprimidos”.
Según Fishman, incluso antes de 1967 – pero especialmente luego de la Guerra de los Seis Días – Israel empezó a ser retratado como un “agresor colonialista”.
Y este tipo de narrativa maniqueísta la que conforma la manera en que tanto Israel como los judíos han de ser “entendidos”. Un marco cuyos derechos de autor puede ser rastreado hasta la Unión Soviética (donde Mahmoud Abbas hizo su bochornosa tesis doctoral). De hecho, en 1975, las Naciones Unidas adoptaron la infame resolución –inspirada por la URSS – que igualaba al sionismo con el racismo, y que, como relataba Fishman, “difundió la idea de que el concepto de un Estado judío era moralmente problemático (sin mencionar la existencia de docenas de Estados oficiales musulmanes y cristianos en todo el mundo)” y, como entonces advirtió el embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Daniel Patrick Moynihan, convertía “el antisemitismo en derecho internacional”.
Recién en 1991 revocaron esa abyección. Mas, ya había tenido tiempo – mintiendo veracidad, cuajando sobre los estereotipos pretéritos – de permear en las sociedades la idea de que el movimiento que propugna y defiende el derecho a la autodeterminación judío era una forma de racismo, de “apartheid”, de vetusto colonialismo: un paria entre las naciones, el “otro” absoluto. Y, además, fue como si nunca se hubiera derogado, porque la ONU siguió actuando como si el texto aquel siguiera en vigor; al punto en que en 2001, la Conferencia Mundial de la ONU contra el Racismo se convirtió en escenario para revivir el espíritu de aquella resolución, de aquella fabricación, igualando esta vez a Israel con el régimen sudafricano del apartheid y exigiendo su boicot, rechazo y aislamiento internacional de Israel.
Fishman era tajante y clara:
“La acusación de que Israel es colonialista es antisemita -no sólo anti sionista – porque borra la historia judía. Se basa en la falsa premisa de que los palestinos son autóctonos de Israel y los judíos no”.
Pero de eso depende la posibilidad del antisemitismo de disfrazarse de moralidad: de un opresor y un oprimido, de un extemporáneo colonialismo falaz. Precisa, pues, de “borrar el concepto de un pueblo judío histórico y definido dentro y fuera de Israel; borrar las muy documentadas experiencias del pueblo judío como minoría perseguida y desplazada que ha buscado la autodeterminación; borrar las conexiones históricas de los judíos con dicha tierra; y demonizar al Estado judío de Israel exclusivamente como un estado ilegítimo que desplaza minorías perseguidas, y juzgar a Israel con criterios que no se aplican a otras naciones y a sus políticas”.
Y en esta dicotomía, claro, los palestinos son vistos, según Fishman, como un “símbolo de todas las víctimas de ‘Occidente’ o del ‘imperialismo’, en tanto que “Israel es colocado en el centro del mundo como símbolo de la opresión en todas partes”. En este escenario, “el palestino es la víctima universal”, como imprescindible contracara de la narrativa que buscar presentar a Israel como la perversión absoluta que justifique su absoluto rechazo; que justifique la exigencia de desmantelar el único estado judío.
Y es que, se pretende, los judíos, amén de “extraños” en dicha región, no merecen un territorio porque, como expresaban Schwarz-Friesel y Friesel, “ni siquiera el Holocausto ha transformado a los judíos en ‘humanos moralmente rectos que sienten compasión por los palestinos’”. Un concepto que vez tras vez se puede leer en redes sociales, leer en carteles en manifestaciones, oír en charlas pretendidamente académicas: “el sionismo es nazismo”, los “judíos son los nazis” de hoy. La inversión más siniestra, la de convertir en victimario a la víctima de la matanza industrial nazi. La más abyecta comparación. Lo que el antisemitismo “moral” necesita: la inmoralidad más feroz, más cruel: una “moralidad” de cotillón que conduce ineludiblemente a dispararse en un pie – y luego en el otro y en los ajenos.
FINIQUITO
“Para formar parte de la mentalidad totalitaria… sólo es necesario desear tu propio sometimiento, y deleitarse con el sometimiento de los demás”, Christopher Hitchens (God is not great)
Detrás de los velos que cubren el disfraz, que cubre los afeites, el fin parece ser, una y otra vez, el mismo: el afán de hegemonía; y el judío como como coágulo para captar colaboracionistas y silencios, como laboratorio donde probar adhesiones, tolerancias, temores. La hegemonía, hoy, del islamismo (el islam político), de su visión constreñida, supremacista y totalitaria del mundo.
Y el método es también conocido. Al menos debería serlo para esa izquierda que hoy apoya todo aquello contra lo que dice oponerse, “luchar”; y que resulta ser el mejor aliado occidental de esos regímenes teocráticos y totalitarios.
Es una idea que había descrito Antonio Gramsci, pero que en otras épocas y culturas otros habían sabido aplicar de manera más o menos parecida. Una idea, la de hegemonía (gramsciana), que, como indicaba Natalia Albarez Gómez (El concepto de Hegemonía en Gramsci: Una propuesta para el análisis y la acción política), opera no sólo en lo político, sino sobre todo en lo moral y lo cultural – entre cancelaciones, universidades de élites convertidas en conventillos de la estulticia y la ñoñería, y en promotores pagados de una ideología
Y es que “Gramsci enfatiza la necesidad de una profunda lucha ideológica para lograr la hegemonía. Esta, implica una profunda reforma intelectual y moral de la sociedad y la construcción de una voluntad … que amalgame a sujetos diferentes …”. No hay mejor lugar que las instituciones educativas para implementar esa labor de moldeado.
Así, mientras buena parte de los occidentales juegan a la revolución de a ratos, entre cenas veganas, videojuegos, turismo inmersivo, y desempolvan el antisemitismo ejercido con orgullo y mentida excusa, otros actúan en el plano de lo real, exportando sus modelos, su “revolución islámica”, su totalitarismo con gluten, no orgánico y políticamente muy incorrecto.
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