Gaza no sucede en Gaza. Sucede en Teherán. O, más bien, en Qom, la ciudad santa en la que sumos sacerdotes chiíes deciden el destino del islam en el mundo. Gaza pone sólo los cadáveres: propios como ajenos. Pero los cadáveres, en una guerra de religión, carecen de relevancia. No hay precio humano que no esté dispuesto a pagar aquel que tiene la certeza de ser fiel a un dictado deífico: exterminar a los infieles. Sacrificando, también, a cuantos fieles den lustre a la ceremonia santa. No hay injusticia en ello: el premio en huríes, que está reservado a los mártires, supera de lejos el desagrado de morir aquí.
Gaza ha sido, desde el inicio, una operación diversiva. Desde un inicio que se remonta a muchos años antes de que la sangre del 7 de octubre corriera. Sobre un territorio por completo improductivo, Irán ha venido desplegando una estrategia de largo plazo, cuyo éxito medimos ahora. La franja es una de las zonas más pobres del planeta y más sobrepobladas. Una vez depurada –y, en buena parte, asesinada– por Hamás la «modernizante» OLP, el islamismo ha implantado sobre el territorio una regresión social que convierte a su población en masa parasitaria, cuya supervivencia pende sólo de las ayudas externas: ya vengan de Arabia y los emiratos, ya de Irán, ya de los estúpidos países europeos que financian a la Unrwa (España, por ejemplo). Durante todos esos años, la ayuda humanitaria y el material militar han ido siendo entregados a Hamás en impune amalgama que todo el mundo conocía. Y, en esa amalgama, la intemporal distinción entre sunnitas y chiíes se ha ido desdibujando. Y, al final, por primera vez en siglos, los clérigos chiitas de Qom han asentado, gracias a Gaza, una hegemonía moral absoluta.
¿Qué rentabilidad tenía lanzar, el 7 de octubre, a una masa guerrillera –pero también civil, y es esa la clave de su éxito– a la mayor matanza de judíos desarmados desde los años del nazismo? Para los gazatíes, ninguna. La operación era garantía inequívoca de forzar a Israel a entrar, a sangre y fuego, en el territorio en donde permanecían secuestrados cientos de ciudadanos –y de cadáveres– israelíes. La mortandad que venía de camino era inexorable. Hubiera bastado liberar a esos secuestrados, entregar esos cadáveres, para atenuar el apocalipsis. No se hizo. ¿A quién interesaba que no se hiciera? No a los gazatíes, desde luego, que sabían hasta qué punto forzar una ofensiva total del ejército israelí era abrir una contabilidad en muertos de decenas de miles.
Las reglas del arte militar, desde Sunzi, aconsejan dejar al enemigo una línea de repliegue, si no se quiere ir de cabeza a la matanza completa de los contendientes. Pero la decisión de cerrar todas las puertas de salida en Gaza la toma Irán. Y es una decisión, en lo militar, muy hábil. Fuerza a Israel a una guerra con costes humanos ilimitados. Como contrapartida, no va a ser Irán quien pague con sus propios muertos en la balanza: la experiencia de la guerra irano-iraquí, en 1980 y 1988, ha sido aprendida: más de un millón y medio de bajas. Otros se desangrarán esta vez. Y, en Gaza, la muerte masiva de una población náufraga del fervor religioso y la miseria será altamente rentable para sus inductores.
Y lo será en dos planos.
Pondrá a Israel ante la peor hipótesis de su historia. Porque, seamos serios, en Gaza la distinción entre Hamás y la población civil es, más que difusa, casi inexistente. Los puestos de mando militares llevan años siendo instalados en el interior de hospitales y escuelas; los rehenes israelíes fueron repartidos entre privadas familias de creyentes que juzgan un honor sagrado imponerles sufrimiento y, cuando llegue la hora, muerte. Liberarlos, en el caso de que sea posible, implicará –está implicando– un coste de vidas como jamás se ha visto en esa zona. Y se han visto en esa zona muchos horrores ya. La imagen internacional de Israel saldrá necesariamente herida.
Pero no es ni siquiera ése el gran triunfo de los ayatolás iraníes. Lo es, sobre todo, el vuelco que impone en las relaciones de hegemonía entre sunníes y chiíes. El Irán chiita posee hoy el ejército más preparado de todo el mundo islámico. Sólo Arabia Saudí y sus aliados sunníes pueden disputarle la hegemonía religiosa (y económica), llegada la hora de la gran Yihad que devuelva al Islam su esplendor perdido. Antes de que ese profético destino pueda ser afrontado e impuesto el universal califato, Irán habrá de liberar el territorio saudí, patria del Profeta, de sus corruptos usurpadores actuales. La cesura que abriera en el Islam la batalla de Kerbala en el año 680 será sellada. Y nada impedirá ya a los fieles alcanzar esa hegemonía mundial que el Misericordioso prometió a su pueblo.
Gaza es una coartada, una horrible llamada a la matanza propagandística. Israel es un objetivo táctico. Sólo táctico. La guerra de verdad tendrá lugar cuando Irán use su armamento nuclear para aniquilar a los «corruptos» saudíes. Y, con ellos, a sus aliados en el Golfo. La Yihad habrá empezado ese día.
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