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| viernes octubre 11, 2024

Dinamarca, el único país ocupado por los nazis que logró salvar a su población judía

Un país salvó a sus judíos. ¿Acaso simplemente eran mejores personas?


Countrymen (compatriotas), el magnífico libro de Bo Lidegaard, expone su argumento central en su título. Los judíos daneses sobrevivieron el dominio de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, cuando otros judíos europeos no pudieron hacerlo, porque los daneses consideraban a sus vecinos judíos como sus compatriotas. No había un «nosotros» y un «ellos». Sólo había «nosotros».

Cuando en octubre de 1943 la Gestapo llegó para atrapar a los 7.500 judíos de Copenhague, la policía danesa no ayudó a derribar las puertas. Las iglesias leyeron a sus congregaciones cartas de protesta. Los vecinos ayudaron a las familias a huir a pueblos de la costa del Báltico, donde los lugareños les dieron refugio en las iglesias, los sótanos, las casas de vacaciones, y los pescadores los hicieron subir a sus barcos y los llevaron sanos y salvos a la Suecia neutral. Bo Lidegaard, director del importante periódico danés Politiken, volvió a contar esta historia utilizando asombroso material inédito de las familias que escaparon, y el testimonio de testigos presenciales, importantes líderes daneses (incluyendo al rey mismo) e incluso de los alemanes que ordenaron las redadas. El resultado es un relato intensamente humano de un episodio de la persecución de los judíos europeos que terminó en supervivencia.

La historia puede haber terminado bien, pero es un relato complejo. La ambigüedad central es que los alemanes advirtieron a los judíos y dejaron que la mayoría escapara. Lidegaard sostiene que esto se debió a que los daneses se negaron a ayudar a los alemanes, pero puede que funcionara en la dirección opuesta. Cuando los daneses entendieron que los alemanes permitían que algunos judíos escaparan, tuvieron el coraje de ayudar a escapar al resto de la comunidad judía. Countrymen es un estudio fascinante de la ambigüedad de la virtud.

Algunos daneses tenían sentimientos antisemitas, pero incluso ellos entendieron que cualquier ataque a los judíos daneses era un ataque a la nación danesa.

Los daneses sabían desde mucho antes de la guerra que su ejército no podría resistir una invasión alemana. En vez de criticar abiertamente a Hitler, los gobiernos socialdemócratas de la década de 1930 trataron de inocular a su población contra la ideología racista de sus vecinos. Fue en esos años ominosos cuando se cultivó la cultura política de la identidad compartida de todos los daneses como ciudadanos democráticos, justo a tiempo para que la mayoría de los daneses se resistieran profundamente al argumento nazi de que en Dinamarca existía un «problema judío». La idea central de Lidegaard es que la solidaridad humana en una crisis depende de la consolidación previa de una política decente, de la creación de una imaginación política compartida. Algunos daneses tenían sentimientos antisemitas, pero incluso ellos entendieron que los judíos eran miembros de una comunidad política, por lo que cualquier ataque contra ellos era un ataque contra toda la nación danesa.

 

La nación en cuestión se imaginaba en términos cívicos y no étnicos. Lo importante era un compromiso compartido con la democracia y la ley, no una raza o una religión común. Podemos ver esto en el hecho de que los ciudadanos daneses no defendieron a varios cientos de comunistas que fueron encarcelados y deportados por el gobierno danés por denunciar a la monarquía danesa y apoyar el pacto de Hitler con Stalin. Los daneses no hicieron anda para defender a sus propios comunistas, pero sí defendieron a los judíos.

Los alemanes no siempre forzaron el tema del exterminio cuando se enfrentaron la resistencia de las poblaciones ocupadas.

La respuesta danesa a los nazis ilumina un hecho crucial sobre el Holocausto: los alemanes no siempre forzaron el exterminio cuando se enfrentaron a la resistencia de las poblaciones ocupadas. En Bulgaria, como demostró Tzvetan Todorov en su libro acertadamente titulado The Fragility of Goodness (la fragilidad de la bondad), los judíos se salvaron gracias al rey de Bulgaria, la iglesia ortodoxa y algunos políticos búlgaros claves que se negaron a ayudar a los ocupantes alemanes. ¿Por qué en otros países no surgió un sentimiento similar de solidaridad cívica? ¿Por qué en Holanda murieron el 80% de los judíos holandeses? ¿Y qué pasó con Francia, donde libertad, igualdad y fraternidad no se aplicó a los ciudadanos expulsados de sus hogares por la policía francesa y enviados a ser deportados y asesinados? Estas preguntas son todavía más difíciles de responder en vista de lo ocurrido en Dinamarca y Bulgaria. Una posible explicación es que la presencia de la ocupación en Dinamarca fue menor que en Francia y Holanda. Los daneses, como los búlgaros, conservaron a su rey y mantuvieron su propio gobierno durante toda la ocupación. El autogobierno les dio una capacidad para defender a los judíos, lo que no fue posible en las zonas ocupadas de Francia u Holanda.

Tanto el rey como el gobierno danés decidieron que su mejor esperanza de mantener la soberanía de Dinamarca se encontraba en cooperar pero no colaborar con los ocupantes alemanes. Esta «cooperación» benefició a algunos daneses, pero avergonzó a muchos otros. La población danesa albergaba una hostilidad ancestral hacia los alemanes, y la ocupación reforzó esos sentimientos. Por su parte, los alemanes soportaban esa relación fría: ellos necesitaban los alimentos daneses y la cooperación danesa liberaba recursos militares alemanes para la batalla en el Frente Oriental, y los nazis querían caer bien. Ellos querían que su relación de «cooperación» con Dinamarca sirviera como un nuevo modelo para la futura comunidad europea bajo el dominio de Hitler.

Desde el principio de esta ambigua relación, los daneses, desde el rey hacia abajo, dejaorn claro que si perjudicaban a los judíos eso pondría fin a la cooperación y obligaría a los alemanes a ocupar el país por completo. Es famoso que el rey le dijo en privado a su primer ministro que si los alemanes obligaban a los judíos daneses a usar una estrella amarilla, él también la llevaría. La postura real se hizo pública e incluso llevó a un mito que cuenta que de hecho el rey cabalgó por las calles de Copenhague luciendo una estrella amarilla en su uniforme. El rey nunca llevó una estrella. No tuvo que hacerlo, porque gracias a su oposición, los alemanes nunca impusieron esa regulación en Dinamarca.

Cuando a fines del verano de 1943 llegó la orden de Eichmann a las autoridades alemanas locales en Copenhague diciendo que debían «limpiar» la ciudad de judíos, estas autoridades enfrentaron un dilema. Ellos sabían que los políticos, la policía y los medios de comunicación daneses, la sociedad en su conjunto, se resistiría y que una vez que se perdiera la cooperación de los daneses, los alemanes tendrían que gobernar por sí mismos el país. Los alemanes en Copenhague también empezaban a tener dudas sobre la guerra. Para entonces, el ejército alemán había sido vencido en Stalingrado. Mientras la Gestapo en Polonia y Europa Oriental enfrentaba el prospecto de la derrota acelerando el ritmo infernal de la aniquilación en los campos de exterminio, la Gestapo en Dinamarca comenzó a buscar una salida. El Gauleiter local, un oportunista llamado Werner Best, puso en marcha la redada de los judíos, pero sólo después de dejar que la comunidad judía supiera lo que se avecinaba, dándoles tiempo para escapar. Él logró atrapar a algunas personas en un hogar de ancianos y las envió a Theresienstadt, pero el 99% de la comunidad judía logró escapar. Esta es una cifra asombrosa.

Cuando Adolf Eichmann llegó a Copenhague en 1943 para averiguar por qué habían escapado tantos judíos, no hizo rendir cuentas a la Gestapo local. En cambio, dio un paso atrás y suspendió las deportaciones de los daneses que fueran medio daneses o que estuvieran casados con judíos. La explicación de Lidegaard a la decisión de Eichmann es que simplemente las instituciones danesas se negaron a cooperar, y sin su cooperación, una Solución Final en Dinamarca era imposible. El totalitarismo, por no mencionar la limpieza étnica y el exterminio étnico, siempre requiere una gran colaboración.

Al enterarse de los planes alemanes en setiembre de 1943, el gobierno danés dimitió y a partir de entonces ningún político aceptó formar parte de un gobierno colaboracionista con los alemanes. Tras el anuncio de las redadas a los judíos, importantes políticos daneses de diferentes partidos emitieron una declaración conjunta afirmando que «los judíos daneses son parte integral del pueblo y, por lo tanto, todo el pueblo se siente profundamente afectado por las medidas tomadas, que se consideran una violación al sentido danés de la justicia». Esta es la cultura política de los «compatriotas» con la que Lidegaard explica la extraordinaria determinación, y el éxito, de los daneses protegiendo a su población judía.

Este apoyo generalizado de toda la sociedad danesa parece haber fortalecido a los judíos de Copenhague. Cuando la Gestapo llegó a registrar las oficinas de la comunidad judía en setiembre de 1943, el tesorero de la comunidad, Axel Hertz, no dudó en preguntarles a los intrusos: «¿Con qué derecho vienen ustedes acá?». El alemán a cargo le respondió con toda franqueza: «Por el derecho del más fuerte», y Hertz replicó: «Ese no es un buen derecho». Los judíos de Dinamarca se comportaban como personas con derechos, no como víctimas que esperan recibir compasión. Y no se equivocaban: su sentimiento de pertenencia al sistema político danés se basaba en su cultura política.

Cuando llegaron los alemanes para comenzar con las deportaciones, a los judíos ya se les había advertido, en sus sinagogas, y simplemente desaparecieron en el campo, yendo en dirección a la costa para tratar de cruzar hacia la Suecia neutral. La organización comunitaria judía era casi nula, y no existía una clandestinidad danesa que pudiera ayudarlos. Lo que ocurrió a continuación fue una huida caótica, familia por familia, que simplemente fue posible porque los miembros de la sociedad danesa fingieron ignorancia cuando fueron interrogados por los alemanes, mientras daban refugio a las familias en pueblos costeros, hoteles y casas de campo. La policía danesa de la costa avisaba a las familias escondidas cuando llegaba la Gestapo y daba señales para que supieran que «todo estaba despejado», para que los barcos con judíos daneses pudieran escabullirse a Suecia. Los pescadores que llevaron a los judíos daneses a través del Báltico exigieron sumas enormes por la travesía, pero consiguieron llevar a salvo a sus asustados conciudadanos.

Cuando la Gestapo atrapó a seis familias judías que se ocultaban en la iglesia del pequeño pueblo pesquero de Gilleleje, los lugareños estaban tan molestos que se unieron para ayudar a otros a huir. Un habitante del pueblo incluso confrontó al oficial local de la Gestapo, sacudiendo una linterna sobre su rostro y exclamando: «¡Los pobres judíos!». Cuando el alemán le respondió: «En la Biblia está escrito que ese debe ser su destino», el lugareño le respondió: «Pero no está escrito que eso tiene que pasar en Gilleleje».

¿Por qué los daneses se comportaron tan diferente que la mayoría de las sociedades y poblaciones de la Europa ocupada? En primer lugar, fueron la única nación que tenía la posibilidad de escapar a un país neutral y seguro cruzando un breve estrecho de agua. Además, ellos no estuvieron sujetos a la presión del exterminio. No estaban directamente ocupados, y sus estructuras de liderazgo, desde la monarquía a los alcaldes locales, no fue destituida. Los periódicos en Copenhague eran suficientemente libres como para informar sobre las deportaciones y de esta forma ayudar a huir a cualquier judío que todavía no se hubiese enterado. La relativa libertad de circulación e información también hizo imposible que los no judíos daneses argumentaran, como lo hicieron tantos alemanes, «que no sabían nada de lo que estaba sucediendo».

Pero sobre todo, Dinamarca era una sociedad pequeña, homogénea, con una democracia estable, una monarquía que merecía respeto, y una hostilidad nacional compartida hacia los alemanes. Dinamarca brinda cierta confirmación a la observación de Rousseau respecto a que la virtud se logra más fácilmente en las pequeñas repúblicas.

Lidegaard es un guía excelente para esta historia cuando se mantiene cerca de las realidades danesas. Cuando se aventura más lejos y formula preguntas mayores, se pierde. Al final de su libro, él pregunta: «¿Acaso los seres humanos son fundamentalmente buenos pero débiles? ¿O somos brutales por naturaleza, sólo que nos vemos limitados y controlados por la civilización?». Él desea que la historia danesa responsa a esas preguntas, pero eso no es posible. Simplemente no hay respuestas generales para la pregunta respecto a por qué en momentos extremos los humanos se comportan de la forma en que lo hacen. Lo que en verdad demuestra la historia de Lidegaard es que todo depende de la historia y el contexto. Dinamarca era Dinamarca: eso es todo lo que podemos decir.

En su conclusión, Lidegaard argumenta que si la resistencia hubiera sido fuerte en cualquier otro lugar de Europa tal como lo fue en Dinamarca, es probable que los nazis nunca hubieran sido capaces de llevar adelante la Solución Final. Él escribe:

El odio del diferente no fue la fuerza primordial liberada. Más bien, fue la conveniencia política que podía usarse según fuera necesaria, y en la mayoría de los territorios ocupados los nazis siguieron sus intereses para concretarlos con consecuencias desastrosas. Pero sin una tabla de resonancia la estrategia no hubiera funcionado. Podría haber sido rechazada por medios simples, incluso por un país que estaba ocupado y vulnerable, por el persistente rechazo nacional a la teoría de que allí había un «problema judío».

Esto me parece que es sólo parcialmente correcto. El antisemitismo en verdad no era «una fuerza primordial» que los nazis simplemente alentaron en cada lugar que conquistaron. Los judíos corrieron suertes diferentes en cada país ocupado por los nazis, por lo menos las tasas de destrucción y escape varían. Pero eso no significa que otros pueblos hubieran podido hacer lo que hicieron los daneses. Los alemanes enfrentaron diversos grados de resistencia con diferentes grados de ferocidad en cada país que ocuparon en Europa. Cuando contaban con la fuerza militar y policial para hacerlo, aplastaron esa resistencia con enorme crueldad. Cuando, como en Dinamarca, intentaron una estrategia de dominio indirecto, tuvieron que vivir con las consecuencias: una población que no pudo ser aterrorizada para cumplir sus órdenes, y en consecuencia no se pudo evitar que reaccionaran cuando sus conciudadanos eran arrestados y deportados.

Una posibilidad incómoda que Lidegaard no explora es que los nazis pusieron a prueba una estrategia de dominio indirecto precisamente porque consideraban a los daneses como sus hermanos arios, potenciales aliados en la Europa aria. Eso explicaría por qué los nazis se sentían tan cómodos en Copenhague y se sorprendieron tanto de la resistencia danesa. A los polacos podían menospreciarlos como Untermenschen, y los franceses eran antiguos enemigos. Pero encontrar la resistencia de supuestos arios fue perversamente conflictivo. ¿Por qué un feroz burócrata como Eichmann volvería atrás ante las objeciones danesas a arrestar a los judíos casados con daneses? Una posibilidad paradójica es que los nazis se inclinaron ante las protestas danesas debido a que su ficticia antropología racial los llevó a considerar a los daneses como miembros de su propia familia. Para su crédito eterno, los daneses aprovecharon esta imaginada semejanza familiar para desafiar un acto infame.

Cuando los judíos pudieron apelar sólo a la humanidad compartida de perseguidores y observadores, ya era demasiado tarde.

Countrymen es una historia sobre un pequeño país que hizo lo correcto por razones complicadas, y que tuvo éxito por razones igualmente complicadas. Es una historia que refuerza una vieja verdad: la solidaridad y la decencia dependen de un denso tejido de conexión entre las personas, basada en viejos hábitos del corazón, en culturas resilientes de ciudadanía compartida, y de líderes que defienden estas virtudes con su ejemplo personal. En Dinamarca, este denso tejido que unía a los seres humanos y el dominio indirecto de Alemania llevó a que los nazis no pudieran quebrarlo. En contraste, en otras partes de Europa, esto fue destruido en etapas, primero a través de los guetos y el aislamiento de los judíos, y luego aislando a los observadores de todo el horror de las intenciones nazis. Cuando los judíos se vieron despojados de su ciudadanía, sus propiedades, sus derechos y su existencia social, cuando pudieron apelar sólo a la humanidad compartida de perseguidores y observadores, ya era demasiado tarde.

La historia de Lidegaard tiene un mensaje fuertísimo para la era de derechos humanos que comenzó después de estas abominaciones. Si un pueblo llega a confiar para su protección sólo en los derechos humanos, en el reconocimiento mutuo de una humanidad compartida, entonces están en grave peligro. La historia danesa parece enseñarnos que no es la cadena humana universal lo que une en extremo a las personas, sino que hay lazos más locales y específicos: la consciencia particular de tiempo, lugar y herencia que llevó al campesino danés a enfrentar a la Gestapo y decir: «no, eso no ocurrirá aquí, no en nuestro pueblo». Esta historia extraordinaria de un pequeño país resuena más allá del contexto de Dinamarca. Countrymen debe leerlo todo el que desee entender cuáles son las bases sociales y políticas compartidas que pueden hacer posible, en momentos de terrible oscuridad, actos de coraje civil y decencia fuera de lo normal.

 
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