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| miércoles diciembre 11, 2024

VAIERÁ 5785


B’H

Génesis 18:1-22:24

Di-s se revela a Abraham tres días después de la circuncisión del primer judío a la edad de 99 años; pero Abraham se retira rápidamente del encuentro para preparar una comida para tres invitados que aparecen en el calor del desierto. Uno de los tres, que son ángeles disfrazados de hombres, anuncia que, exactamente en un año, la infértil Sara dará a luz a un hijo. Sara se ríe.

Abraham suplica a Di-s que perdone a la perversa ciudad de Sdom. Dos de los tres ángeles disfrazados arriban a la ciudad perdida, donde el sobrino de Abraham, Lot, les extiende su hospitalidad y los protege de las malvadas intenciones de la multitud. Los dos huéspedes revelan que vinieron a destruir el lugar y para salvar a Lot y su familia. La esposa de Lot se convierte en una estatua de sal cuando transgrede el mandato de no mirar hacia atrás a la ciudad en llamas mientras escapan.

Mientras se refugiaban en una caverna, las dos hijas de Lot (creyendo que ellas y su padre eran los únicos vivos en todo el mundo) embriagan a su padre, se acuestan con él y quedan embarazadas. Los dos hijos nacidos de este incidente son los padres de las naciones de Amón y Moab.

Abraham se muda a Grar, donde el rey filisteo Avimelej lleva a Sara, que es presentada como la hermana de Abraham, a su palacio. En un sueño, Di-s advierte a Avimelej que morirá a menos que devuelva la mujer a su marido. Abraham explica que temía ser asesinado por la hermosa Sara.

Di-s recuerda Su promesa a Sara y le da, junto con Abraham, un hijo, que es llamado Itzjak («se reirá»). Itzjak es circuncidado a los ocho días; Abraham tiene 100 años y Sara 90 en el momento del nacimiento.

Hagar e Ishmael son expulsados de la casa de Abraham y deambulan por el desierto; Di-s oye el llanto del muchacho agonizante y le salva la vida mostrándole a su madre un pozo de agua. Avimelej hace un pacto con Abraham en Beer Sheva, donde Abraham le entrega siete ovejas como símbolo del pacto.

Di-s prueba la devoción de Abraham ordenándole sacrificar a su hijo Itzjak en el Monte Moriá (el Monte del Templo) en Jerusalén. Itzjak es atado y colocado en el altar, y Abraham levanta el cuchillo para degollar a su hijo. Una voz del cielo le ordena detenerse; un carnero, atrapado en los arbustos por sus cuernos, es ofrecido en lugar de Itzjak. Abraham recibe la noticia del nacimiento de una hija a su sobrino Betuel.

CONTRA SU PROPIA NATURALEZA

Al relatar el sacrificio de Itzjak, cuando Abraham toma el cuchillo, la Torá utiliza una frase un tanto extraña: “Envió Abraham su brazo y tomó el cuchillo”, en lugar de decir directamente “Y Abraham tomó el cuchillo”. ¿A qué se debe el uso de las palabras “y envió su brazo”? Abraham era el epítome de la bondad, es más, todo él era bondad, hasta la última de sus células era bondad. Por ende el simple hecho de causar daño a un ser vivo, independientemente de que se tratara de su hijo, iba contra su propia naturaleza. Pero había de por medio un mandato Divino, y para cumplirlo debió “obligar” a su cuerpo a llevarlo a cabo, por ello “envió su brazo” a tomar el cuchillo para realizar el sacrificio.

De aquí debemos aprender a dejar de lado nuestras propias inclinaciones, nuestra propia naturaleza cuando se trata de cumplir la voluntad del Creador.

 

 

Creyendo nuevamente

Por Yosef Lewis

Caminando por los senderos de un Auschwitz esterilizado por el tiempo pasado desde los horrores perpetrados aquí, comencé a dudar de la humanidad y de su Creador. Miré el exuberante verde de un árbol reflejado en un charco, combatiendo el hecho obvio de que los árboles no pueden ser verdes aquí, y que el agua no puede reflejarlos. Este es el infierno en la tierra. Sin embargo, aunque soy conciente de esto, no siento pena por el asesinato sin sentido de millones de mis hermanos. Sólo un vacío, la nada de una cabeza que no está pensando. Me siento suspendido en un mundo que no puedo comprender.

Primero arribé a Auschwitz-Birkenau, donde al menos 1.100.000 judíos fueron muertos durante el Holocausto. Un extenso campo con chimeneas rojas desnudas. Sólo quedan restos de las barracas, porque los prisioneros las desmontaron como leña, desesperados por calentarse en el invierno después de la liberación. Un grupo de visitantes camina indiferente a la santidad de este suelo, y escucho risas y conversaciones casuales cuando pasan. Otra joven pareja está parada abrazándose apasionadamente, aparentemente desconociendo el millón de últimos adioses pronunciados sólo unos metros más adelante.

Llegué a Auschwitz propiamente dicho. La entrada a Auschwitz: la vi mil veces, en mil fotos y videos. Arroja una pesada, amenazadora sombra, sobre las vías del tren, vías que se dirigen derecho hacia la boca de la bestia. Camino a lo largo de la vía del tren, mi cabeza resonando con la descripción de Elie Wiesel describiendo a los malvados y babeantes perros mordiendo a un tembloroso niño que acaba de desembarcar tras un viaje infernal.

Entro a un edificio bajo, de apariencia inocua, como lo son la mayoría de las construcciones en Auschwitz. Casi parece invitador en este caluroso día. El piso está cubierto con una plataforma de vidrio que evita que toquen el piso desnudo. Aquí los prisioneros eran despiojados y afeitados. Sus uniformes rayados azules y blancos eran ubicados en un enorme horno de aire caliente para matar a los piojos ocultos en las costuras. Un cartel afuera del edificio dice «Desinfección». Frente a la cámara de gas, un lento video en blanco y negro de mi bisabuelo —Iaakov Shimon Leibowitz —comienza a rodar en mi cabeza. Él se vuelve para una última mirada hacia un cielo que nunca más será luminoso. Las aberturas del Zyklon B en los techos de las cámaras de gas se burlan de mí, permitiendo que la luz del sol brille en paredes que han sido rascadas y arañadas por manos que trataban de seguir vivas.

Aun después de dejar Auschwitz, la destrucción permaneció en mi mente, arrojando una sombra de duda que me dejó congelado. Meses después estaba estudiando el Capítulo 18 de Génesis y se me ocurrió un pensamiento. Encontramos a Abraham sentado afuera de su tienda, recuperándose de su reciente circuncisión. A pesar del ardiente sol, tres figuras se aproximaron a su tienda. Dolorido por la operación, pero indomable como siempre, Abraham corre a darles la bienvenida. Un banquete de asombrosas proporciones comienza —un toro por huésped es degollado. Desenmascarándose como ángeles cumpliendo una misión, uno bendice a Sara, la esposa de Abraham. El ángel dice «En esta época, el próximo año darás a luz un niño». Sara, comprensiblemente descreída, se ríe ante la perspectiva de dar alguna vez a luz, dudando de que un cuerpo arruinado por el tiempo y la edad pueda concebir.

Sin embargo, a pesar de no estar dispuesta a creer lo increíble, Sara finalmente da a luz un hermoso niño, Isaac.

Ahora, mirando hacia atrás, recuerdo el momento, un momento, de prístina claridad en Auschwitz que me permitió, nuevamente, creer. Estaba parado ante un enorme libro de visitantes, sus amarillentas páginas llamándome a escribir un pensamiento. Escribí: «Ustedes son recordados. Ustedes han sobrevivido. Sus muertes fueron en vano, pero sus vidas no. He vuelto a este lugar para declarar que nosotros, la Familia Lezerowitz, estamos vivos». Fue el momento en que finalmente derramé una lágrima, ya no dubitativo o indiferente. El milagro del nacimiento de Isaac, el milagro de mi existencia. A simple vista, nada es tan imposible como parece. (www.es.chabad.org)

 

Responder el llamado

Rav Jonathan Sacks

 

El comienzo de la historia de la humanidad se presenta en la Torá como una serie de desilusiones. Dios les dio a los seres humanos libertad, pero ellos la usaron mal. Adam y Javá comieron del fruto prohibido. Caín asesino a Hével. Dentro de un período relativamente breve, el mundo previo al Diluvio se vio dominado por la violencia. Todo ser vivo pervirtió su camino sobre la tierra. Dios creó orden, pero los humanos crearon caos. Incluso después del Diluvio, la humanidad, a través de los constructores de Babel, fue culpable de arrogancia, pensando que las personas podían construir una torre que «llegue al cielo» (Génesis 11:4).

Los humanos fracasaron en responder a Dios, y allí es donde entra a escena Abraham. En un principio, no estamos demasiado seguros de qué es lo que se le pide a Abraham que haga. Sabemos que se le ordena partir de su tierra, de su lugar de nacimiento y de la casa de su padre y viajar «a la tierra que Yo te mostraré» (Génesis 12:1). Pero no sabemos qué deberá hacer cuando llegue allí. Sobre esto la Torá no dice nada. ¿Cuál es la misión de Abraham? ¿Qué lo hace tan especial? ¿Qué es lo que lo convierte en algo más que un buen hombre en una mala época, como ocurrió con Nóaj? ¿Qué es lo que lo convierte en un líder y en el padre de una nación de líderes?

Para decodificar el misterio, tenemos que recordar lo que la Torá nos ha estado señalando antes de este momento. Ya he sugerido que tal vez un tema clave (quizás el tema clave) es una falla de responsabilidad. Adam y Javá carecieron de responsabilidad personal. Adam dijo: «No fui yo, fue la mujer». Javá dijo: «No fui yo, fue la serpiente». Es como si hubieran negado ser los autores de sus propias historias, como si no entendieran su libertad ni la responsabilidad que esta entraña.

Caín no negó su responsabilidad personal. Él no dijo: «No fui yo. Fue culpa de Hével por provocarme». En cambio, él negó su responsabilidad moral: «¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?»

 

Nóaj fracasó en la prueba de la responsabilidad colectiva. Él era un hombre virtuoso en una época malvada, pero no tuvo impacto sobre sus contemporáneos. Salvó a su familia (y a los animales), pero a nadie más. De acuerdo con la lectura simple del texto, ni siquiera intentó hacerlo.

Si entendemos esto, entendemos a Abraham. Él ejerció responsabilidad personal. En la parashat Lej Lejá, surge una pelea entre los pastores de Abraham y los de su sobrino, Lot. Al ver que esto no era una ocurrencia aislada, sino el resultado de tener demasiados animales para que pudieran pastar juntos, Abraham de inmediato propone una solución:

Entonces Abram dijo a Lot: «Por favor, que no haya riña entre yo y tú, ni entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos. ¿No está toda la tierra delante de ti? Apártate ahora de mí. Si [vas] a la izquierda, yo [estaré] a la derecha, y si [vas] a la derecha, yo [estaré] a la izquierda». (Génesis 13:8-9)

Presta atención que Abraham no lo juzga. No pregunta quién tuvo la culpa de la disputa. No pregunta quién ganará de un resultado en particular. Él le da la elección a Lot. Ve un problema y actúa.

En el siguiente capítulo de Bereshit leemos que hubo una guerra local, como resultado de la cual Lot se encontraba entre las personas que habían sido tomadas cautivas. De inmediato Abraham reunió un ejército, persiguió a los invasores, rescató a Lot y a los otros cautivos. Llevó a esos cautivos de regreso a la seguridad de sus hogares, negándose a aceptar el botín de la victoria que le ofreció el agradecido rey de Sodoma.

Este es un pasaje extraño, que presenta a Abraham de forma muy diferente al pastor nómada que vemos en otras partes. El pasaje puede entenderse mejor en el contexto de la historia de Caín. Abraham muestra que él es el guardián de su hermano (o del hijo de su hermano). Él entendió de inmediato la naturaleza de la responsabilidad moral. A pesar de que Lot eligió vivir donde vivía, con los riesgos que eso implicaba, Abraham no dijo: «Su seguridad es su responsabilidad, no la mía».

Luego, en la parashá de esta semana, Vaierá, llega el gran momento: un ser humano desafía a Dios mismo por primera vez. Dios está por juzgar a Sodoma. Abraham, temiendo que eso implique la destrucción de la ciudad, dijo:

«¿También al justo destruirás junto con el malvado? Quizás hay cincuenta justos dentro de la ciudad, ¿también así [los] destruirás y no perdonarás el lugar o a los cincuenta justos que hay en él? Sería una profanación para Ti hacer algo como eso, matar al justo junto con el malvado, y que el justo sea igual que el malvado. Sería una profanación para Ti. ¿Acaso el Juez de toda la tierra no hará justicia?» (Génesis 18:23-25)

Este es un discurso notable. ¿Con qué derecho un simple mortal puede desafiar a Dios?

La respuesta breve es que Dios mismo le indicó que lo hiciera. Presta atención al texto:

Y Hashem dijo: «¿Ocultaré a Abraham lo que Yo haré? Si Abraham ciertamente se convertirá en una nación grande y poderosa, y a través de él serán bendecidas todas las naciones de la tierra»… Y Hashem dijo: «El clamor de Sedom [Sodoma] y de Amorá [Gomorra] ha aumentado y su pecado es sumamente grave. Descenderé ahora y veré, si como el clamor que ha llegado a Mí han hecho» (Génesis 18:17-21)

Las palabras: «¿Ocultaré a Abraham lo que haré?», son una clara indicación de que Dios desea una respuesta de Abraham, de lo contrario, ¿para qué se lo diría?

La historia de Abraham sólo puede entenderse sobre el fondo de la historia de Nóaj. También allí, Dios le avisó a Nóaj de antemano que iba a castigar al mundo.

Entonces Dios dijo a Nóaj: «El fin de todo ser de carne ha llegado ante Mí, porque la tierra se ha llenado de violencia a causa de ellos. He aquí que Yo los destruiré a ellos y a la tierra» (Génesis 6:13).

Nóaj no protestó. Por el contrario, tres veces nos dicen que Nóaj «hizo lo que Dios le ordenó» (Génesis 6:22, 7:5, 7:9). Nóaj aceptó el veredicto, Abraham lo desafió. Abraham entendió el tercer principio que hemos estado explorando durante las últimas semanas: la responsabilidad colectiva.

Los habitantes de Sodoma no eran hermanos y hermanas de Abraham, por lo que estaba haciendo más de lo que hizo al rescatar a Lot. Él rezó pidiendo por ellos porque entendió la idea de la solidaridad humana, inmortalizada en las palabras de John Donne:

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo…

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,

porque me encuentro unido a toda la humanidad.(1)

Pero queda una pregunta. ¿Por qué Dios convocó a Abraham para que lo desafiara? ¿Había algo que Abraham sabía y que Dios no sabía? Esta idea es absurda. La respuesta sin duda es que Abraham iba a convertirse en el modelo a seguir y en el iniciador de una nueva fe, una que no defendería el status quo humano, sino que lo desafiaría.

Abraham tenía que tener el coraje de desafiar a Dios para que sus descendientes pudieran desafiar a los gobernadores humanos, tal como lo hicieron Moshé y los profetas. Los judíos no aceptan el mundo tal como es. Ellos lo desafían en nombre del mundo que debe ser. Este fue un punto de inflexión crítico en la historia humana: el nacimiento de la primera religión de protesta del mundo, el surgimiento de una fe que desafía al mundo en vez de aceptarlo.

Abraham no fue un líder convencional. Él no gobernó sobre una nación. Todavía no había una nación que pudiera liderar. Pero él fue el modelo del liderazgo tal como lo entiende el judaísmo. Abraham asumió responsabilidad. Actuó, no esperó que otros actuaran. Sobre Nóaj, la Torá dice que «marchó con Dios» (Génesis 6:9). Pero a Abraham, Dios le dijo: «marcha delante de Mí» (Génesis 17:1), lo que implica: sé un líder. Camina adelante. Asume responsabilidad personal. Asume responsabilidad moral. Asume responsabilidad colectiva.

El judaísmo es la convocatoria de Dios a asumir responsabilidad.


NOTAS

  1. John Donne, «Devotions Upon Emergent Occasions», Meditación XVII.

 
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