Alberto Mazor
El gobierno israelí aprobó la construcción de 400 viviendas en Cisjordania en respuesta a la masacre de Itamar. «¿Por qué sólo 400?», preguntó el ministro de Interior, Eli Yishai. «Debemos edificar 5.000 por cada víctima».
Hasta cierto punto, Yishai tiene razón. Si la respuesta al vil asesinato de la familia Fogel es la expansión de asentamientos, 400 es un número patético. No refleja el tremendo shock, la repugnancia y la furia. A lo sumo, sirve para intentar calmar a un grupo de colonos incondicionales con una píldora de bienes raíces.
Varios ministros respondieron a esa decisión con una serie de afirmaciones entusiastas. Quienes oían sus declaraciones podían pensar erróneamente que hasta el brutal asesinato tuvo lugar una amarga lucha dentro del gobierno por la edificación de nuevas viviendas: los ministros presionaban, amenazaban o suplicaban y Netanyahu frustraba sus esfuerzos.
Pero la verdad es totalmente distinta.
El debate sobre la construcción de asentamientos no hizo más que fastidiar a los propios colonos. ¿Porqué? Eso nos lleva directamente a Netanyahu. Saber cuál es la decisión correcta que debería tomar Israel acerca de los territorios lo acompaña desde que decidió dedicarse a la política. Todas sus soluciones posibles contemplan una partición territorial. Ninguna de sus opciones incluye Itamar, un asentamiento situado en medio de la población árabe.
Bibi sabe muy bien que asentamientos como Itamar son parte del problema, no de la solución.
Hubo tiempos en que la construcción en Cisjordania era percibida como un merecido castigo al terrorismo palestino. Ellos organizaban atentados y nosotros nos involucrábamos en actividades de colonización. Sin embargo, tal doctrina perdió todo valor cuando la gran mayoría de los israelíes entendió que no hay manera de perpetuar dicha ecuación.
La elección a la que nos enfrentamos es entre la partición de los territorios en dos estados y el surgimiento de un país en el que los judíos no constituirán la mayoría. La partición resultará terrible y dolorosa, pero un estado binacional será el final del Estado judío.
Ante esa realidad, la expansión de los asentamientos en el corazón de Cisjordania constituye un disparo en la propia rodilla. La masacre de Itamar fue una noticia horrorosa para cualquier persona en Israel. Pero es difícil entender por qué el gobierno decidió empeorarla con la expansión de asentamientos. ¿Por qué la gente que desea convertir a Israel en un estado de apartheid, o alternativamente, en un estado gobernado por una mayoría árabe, se merece esa compensación? ¿Por qué la gran mayoría de los ciudadanos deben ser perjudicados?
En estos días, Bibi está ocupado intentando apaciguar a todo el mundo en casi todos los ámbitos. Esa es su manera de lidiar con las restricciones; su forma de sobrevivir. Su voluntad de compromiso es legítima, el problema es que con tantas limitaciones, disposiciones y acuerdos, se pierde de vista el objetivo principal.
Para Albert Einstein, la cúspide de la locura humana era cometer siempre los mismos errores esperando resultados diferentes.
En lugar de pensar cada mañana cómo terminar su día, Netanyahu debe preguntarse hacia dónde realmente está yendo y decirnos la verdad: al terror palestino se lo combate con Tzáhal, no con asentamientos; a la cuestión palestina se la enfrenta con iniciativas que garanticen nuestra seguridad, nuestras fronteras y el derecho de los palestinos a su soberanía, no con esperar que tal vez el tiempo haga lo suyo.
400 nuevas viviendas en Cisjordania no son la respuesta seria que esperan los habitantes de Beer Sheva, Sderot, Ashdod, Ashkelón, Yavne o Rishon LeZion cuando en sus casas estallan misiles lanzados desde Gaza.
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