Alberto Mazor
Israel cumple 63, la edad de la madurez para una persona pero la infancia para un Estado que ha visto realizado un sueño de siglos. El pensador Isaiah Berlín decía que «Israel es un testimonio vivo del triunfo del idealismo y de la fuerza de la voluntad del ser humano sobre las supuestamente inexorables leyes de la evolución histórica».
Los israelíes tenemos motivos para festejar este aniversario. Vivimos en una sociedad compleja, libre y democrática, rodeada de estados cultural y políticamente contrapuestos en vías de posibles cambios. Desarrollamos la economía más vigorosa de Oriente Medio y somos un foco mundial de nuevas tecnologías.
Somos más de siete millones de habitantes, un millón y medio de árabes israelíes incluidos, una colectividad que ni los sionistas militantes reunidos en Basilea en 1897, y ni siquiera David Ben Gurión, habrían soñado jamás.
Hemos rescatado el hebreo modernizándolo y editamos libros que se traducen a los más variados idiomas. Nuestras universidades, centros médicos y de investigación son de los más competentes; nuestra cultura llega a todos los rincones del mundo; nuestra identidad israelí se ha consolidado en estos 63 años de convulsa y complicada historia.
No conozco otro Estado que haya sido amenazado con ser borrado del mapa; pero tampoco sé de un país que después de una espectacular y fulgurante victoria militar en junio de 1967 no haya sabido resolver su conflicto con los vencidos que se quedaron en las tierras conquistadas pero no obtuvieron derechos políticos.
Mantenemos relaciones fraternales con Estados Unidos, sea quien fuere el presidente, y somos respetados por la Unión Europea, China y Rusia que mantienen contactos fluídos con Jerusalén. A lo largo de nuestra breve existencia como Estado, hemos conseguido la paz con Egipto y Jordania que constituyen dos tercios de nuestras fronteras.
Pero a pesar de este panorama impensable cuando un 14 de mayo de 1948 Israel nacía bajo los auspicios de la ONU, no detecto un gran optimismo. Citando nuevamente a Berlín: «No hay ningún otro país en el que tantas ideas, tantas formas de vida, tantas actitudes, tantos métodos para enfrentarse a las cosas del día hayan coincidido con tanta violencia».
Nuestro sistema político vive atomizado por partidos distintos y distantes que pactan gobiernos frágiles. Pero el problema de la democracia israelí es que nuestra clase política no ha sido capaz de establecer la paz con los palestinos. No es fácil ni posiblemente asequible ahora. Pero como comentó alguna vez Shimón Peres: «Dormiré tranquilo por la noche cuando los palestinos empiecen a tener esperanzas». En esta visión debemos caber también la gran mayoría de los israelíes.
Hemos tenido dirigentes de gran categoría, desde Ben Gurión a Rabín pasando por Eshkol y Begin. Hemos librado ocho guerras contra todos o algunos de nuestros vecinos; disponemos, según fuentes extranjeras, de armamento nuclear, pero nuestra fuerza no nos puede curar la falta de sueño que tenemos desde la Guerra de los Seis Días.
En Israel no podemos perdurar como un Estado judío y democrático y seguir controlando todo el territorio desde el Jordán hasta el mar; sencillamente por una cuestión demográfica. Entre los palestinos no ha salido un Gandhi o un Mandela; han producido un Arafat y una organización terrorista – Hamás – que no nos reconoce, ignora los acuerdos firmados con la OLP y opta por la lucha armada.
En Israel necesitamos un acuerdo con los palestinos y éstos no podrán salir de sus hoyos de pobreza y miseria si no pactan con nosotros. La continua violencia no puede propiciar la paz y la convivencia. Para obtenerla es preciso que ambos pueblos dominemos la memoria en lugar de convertirnos en sus rehenes.
Dicho de otra manera, la paz en Oriente Medio será posible cuando los israelíes dejemos de estar obsesionados por la necesidad de recluirnos en el pasado, y cuando los palestinos se hagan a la idea de que pueden vivir pacíficamente con nosotros como vecinos.
Han sido muchos los intentos de paz sellados en Camp David, Oslo, Madrid y Washington. El mensaje de un adulto de 63 años es que no queda más remedio que volverlo a intentar.
La alternativa es la violencia, una espiral que sólo genera más violencia.
¡Jag Sameaj!
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