Después de la cena, sorprendí a mi madre llorando delante de la televisión, no me fijé en lo que había en la pantalla. Pensé que lo hacía por la tragedia familiar que sufrimos un año antes. Efectivamente, sus lágrimas se debían a una tragedia, también familiar en un sentido más amplio, pero distinta. Esa noche no sólo lloró ella: Isaac Rabin, el primer ministro de Israel, había sido asesinado por uno de sus congéneres.
En el imaginario judío hay algo que supera todos los dolores: saber que las palabras que pronunció Menahem Beguin a bordo del Altalena no son verdad: “Los judíos no disparan contra los judíos”. El peor agravante es caer en las bajezas del enemigo. Anuar el Sadat fue asesinado por islamistas fanáticos por haber firmado la paz con Israel. Generalmente, los judíos no soportan las luchas intestinas: es su trauma insuperable, a la postre herencia de haber sido un pueblo que sólo ha tenido el socorro mutuo y la unidad para sobrevivir y prosperar.
Isaac Golbary, guardaespaldas de Rabin en el momento del asesinato, plasmó en sus memorias este desgarrador golpe:
Tenía un montón de escenarios en mi cabeza, pero siempre pensé que sería un palestino, nunca imaginé que sería un judío… Cuando me enteré de que el asesino era judío, fue la pena más fuerte que he sentido. Ese es el cuchillo en mi corazón.
Yo sabía entonces de Israel y de su conflicto con los palestinos lo que hoy sé de Marte: que existe y poco más. Estaba a las puertas de la pubertad y no había visitado Israel todavía.
Todo cambió ese día.
El 4 de noviembre de 1995, sobre las 22:30 hora israelí, Isaac Rabin murió en la mesa de un quirófano del hospital Ijilov, apenas una hora después de recibir tres disparos efectuados porYigal Amir, un extremista que se oponía a los Acuerdos de Oslo, al terminar una de las manifestaciones por la paz más multitudinarias de Israel, en la Plaza de los Reyes de Tel Aviv, hoy Plaza Rabin. La manifestación fue convocada en apoyo de los Acuerdos de Oslo, firmados dos años antes, que tras oleadas de atentados suicidas por parte de Hamás y la Yihad Islámica estaban siendo cada vez más cuestionados en la sociedad israelí. Esa noche, el apoyo a la paz buscaba un impulso, pero se cobró la vida de su principal artífice.
Ciertamente, los sucesores de Rabin intentaron culminar lo acordado en Oslo en 1993. Ehud Barak lo hizo en 2000 yendo más lejos de lo que Rabin jamás se habría atrevido, y propuso a Arafat lo impensable hasta entonces. Ehud Olmert, en 2008, con Mahmud Abás como presidente de la ANP, puso encima de la mesa una oferta calcada a la de Barak. Arafat y Abás dijeron no. Dan Efron, en su libro Matar a un Rey: el asesinato de Isaac Rabin y la reconstrucción de Israel, se imagina cómo serían las cosas si no hubieran asesinado a Rabin y, como todos los expertos, sostiene que la paz habría sido de todas formas muy difícil.
No fue solamente la paz lo que sufrió un tremendo golpe aquella noche. También el alma de Israel. En el lugar del crimen se lee hoy la palabra Slijá, que significa “perdón”; he aquí el lamento de una sociedad que no supo enfrentar sus fantasmas.
El juez que condenó a Yigal Amir a cadena perpetua culminó así su sentencia:
Toda ideología que justifica el asesinato termina convirtiendo el asesinato en ideología
Rabin el guerrero
Isaac Rabin ha pasado a la historia como un líder al que la búsqueda de la paz le costó la vida. Sin embargo, durante casi toda su carrera militar y política fue un halcón a la vieja usanza.
Nació en Jerusalén -fue el primer jefe de Gobierno nacido en Israel-, y se crió sin el cariño de su madre, Rosa Cohen, una de las mujeres más importantes del movimiento sionista de la época, a quien la causa consumió su instinto maternal. Eso, comenta Dan Kurzman, uno de sus biógrafos oficiales, hizo que Rabin fuera una persona reservada y distante. Una anécdota da cuenta de su carácter poco empático. Durante su primer mandato (1974-1977), estando de visita en la Casa Blanca, Jimmy Carter le preguntó si quería oír a su hija tocar el piano; Rabin dijo sencillamente que no le apetecía, y no si inmutó.
Su hogar era socialista, laico y agrario, como el de todas las familias judías que iniciaron el movimiento de los kibutzim, a principios del siglo XX. Dennis Ross, histórico negociador de varias Administraciones norteamericanas (Bush padre, Clinton y Obama), y uno de los expertos en Oriente Medio más reconocidos, dijo de Rabin que era “el judío más laico” que había conocido en Israel.
Siendo muy joven se unió al Palmaj, unidad de élite de la Haganá de la que ya dimos cuenta. En su palmarés se recoge la lucha contra las tropas de Vichy en el Líbano durante la Segunda Guerra Mundial y la liberación del campo de prisioneros de Atlit.
En la primera guerra árabe-israelí, que se conoce en Israel como Guerra de la Independencia, con tan sólo 25 años fue comandante en la brigada Harel, encargada de construir la famosa Carretera Birmania, ideada para llevar suministros a las tropas que combatían en Jerusalén contra la legión jordana. Anteriormente, en el mismo año y en la misma guerra, aceptó las órdenes de Ben Gurión de atacar el Altalena, hecho dramático que marcó la transición que llevó a Israel a convertirse en un Estado. También, y esto es menos conocido debido a su legado como pacifista, estuvo al frente de la Operación Danny, con la que las fuerzas de defensa de Israel expulsaron a todos los habitantes árabes de los poblados de Lida y Ramle.
Su exitosa carrera militar le aupó hasta la Jefatura del Estado Mayor durante la Guerra de los Seis Días. Se le considera, por ello, uno de los responsables de la gran victoria contra los países árabes. Cuando la brigada de paracaidistas israelí toma Jerusalén Este, Rabin entra en la Ciudad Vieja, triunfante, junto a Moshé Dayán y Uzi Narkis; la instantánea del momento es parte esencial de la historia del Israel moderno.
Posteriormente dio el típico salto israelí: del Ejército a la política -como mandaban los cánones de entonces, se enroló en las filas del hegemónico Partido Laborista-, y después de la guerra sirvió como embajador en Washington. En abril de 1974, después de la Guerra de Yom Kippur, Golda Meir renunció a seguir siendo jefa del Gobierno y delegó en él, que le había ganado las primarias del partido a Peres, su gran rival político.
Después de tres años como primer ministro, Rabin no pudo presentarse a las elecciones de 1977 porque un escándalo financiero le salpicó: su mujer tuvo abiertas dos cuentas bancarias en EEUU mientras fue embajador en Washington, lo cual era ilegal entonces según la legislación israelí. Pero su carrera política no se acabó. Muchos políticos israelíes aprendieron bien la cita de Churchill: en política se puede morir varias veces.
En 1976, como primer ministro, tomó la decisión de llevar a cabo el legendario rescate de Entebe, éxito israelí que dejó atónito al mundo. En la película Raid on Entebbe, dirigida por Irving Kershner, se hace poca justicia a la figura de Rabin mostrándolo dubitativo ante la operación, quizás por el hecho de que el Gobierno israelí estaba dispuesto a acceder a las demandas de los terroristas ante la extrema dificultad de un rescate.
Un halcón que se convirtió en paloma
La verdadera metamorfosis de Rabin se produce con la Primera Intifada. Como ministro de Defensa, entonces se ganó el apodo de Rompehuesos. Desbordado por las cifras de muertos en los enfrentamientos, llegó a ordenar que partieran los huesos a manifestantes y activistas.
No obstante, tras la terrible experiencia, Rabin se percata de que el statu quo con los palestinos no puede continuar y declara:
He aprendido algo en los últimos meses…entre otras cosas, no podemos seguir gobernando por la fuerza a un millón y medio de palestinos.
El deterioro de la imagen de Israel en el mundo (es entonces cuando la estrategia publicitaria escalofriantemente efectiva de los grupos terroristas palestinos de lanzar a niños contra militares, y posteriormente enseñar su cadáveres en televisión, hace fortuna en la guerra propagandística) y la decisión de Jordania de reconocer a la OLP como representante del pueblo palestino llevan a Rabin a buscar un entendimiento con los palestinos.
En 1992 vuelve a derrotar a Peres en las primarias del Partido Laborista, y gana las elecciones a Isaac Shamir, el primer ministro bajo el que, durante la Primera Intifada, Rabin ostentó la cartera de Defensa. Comienza entonces el camino que le llevaría al apretón de manos con un enemigo histórico: Yaser Arafat. Se cruza cartas con éste y ambos se reconocen como actores legítimos (Israel y la OLP) – durante sus años de lucha contra la OLP, Rabin llegó a llamarles “mentirosos y bastardos”-. Parecía que Arafat había cambiado, que había transitado de terrorista a hombre de Estado, como muchos, por ejemplo Beguin, hicieron en el pasado. El Premio Pulitzer Dexter Filkins recuerda que, aunque Rabin quisiera eventualmente un Estado palestino, no lo aireó mucho públicamente, puesto que tenía una reputación de halcón que mantener.
Como hombre de Estado, Rabin se percató, tras la Primera Intifada, de que la situación de control militar sobre los palestinos no podía continuar, y entonces recurrió a algo que ya había tenido éxito con Menahem Beguin, quizás el más duro de los políticos israelíes: la doctrina paz por territorios -sepultada bajo los escombros de la Segunda Intifada y de los tres conflictos que Hamás desató contra Israel, como bien señaló Daniel Gordis-, que él mismo comenzó a diseñar en los acuerdos interinos con Egipto de 1975 y por los que Israel se retiró del Canal de Suez.
El 21 de septiembre de 1993, bajo la atenta mirada del mundo, después de estrechar la mano a su viejo enemigo ante la mirada complacida de Bill Clinton, dijo en la Knéset:
Nosotros, que hemos luchado contra vosotros, los palestinos, os decimos hoy, en voz alta y clara, ya basta de sangre y lágrimas… ¡Ya basta!
Al año siguiente, Israel firmó la paz con Jordania. Rabin luchaba fervientemente por la paz, y además apostaba por una nueva opción estratégica. Según Yehuda Avner, jefe de gabinete de cuatro primeros ministros (David ben Gurión, Golda Meir, Levi Eshkol e Isaac Rabin), escribió en su libro The Prime Ministers que Rabin también veía a la OLP como el socio secular en el mundo árabe, como el mal menor ante lo que iba a ser una creciente influencia iraní en Oriente Medio.
Con o sin Rabin
A los Acuerdos de Oslo, sin embargo, no los mató Yigal Amir con esas tres malditas balas aquella fatídica noche. Los ataques suicidas perpetrados por Hamás y la Yihad Islámica dejaron 53 muertos entre febrero y marzo de 1996. Rabin, pese a que estaba convencido, tal como le confirmaron las agencias de inteligencia, de que Arafat no podía detener a Hamás, habría enfrentado un escenario parecido, o peor, y a la hora de culminar la ejecución de los Acuerdos de Oslo habría recibido la misma respuesta de Arafat y de Abás: no. Rabin sabía que para llegar a un acuerdo hay que ceder y, sobre todo, luchar contra la opinión del propio pueblo -y de los fanáticos y extremistas-. “La paz se hace con el enemigo”, afirmaba en aquellos años. Arafat y Abás, en cambio, nunca quisieron ceder un ápice en sus reivindicaciones y han negociado siempre con la sombra de Hamás y los demás grupos terroristas palestinos sobre la mesa.
Oslo no habría traído la paz. De hecho, tristemente, ha traído más derramamiento de sangre del que hubo antes. Probablemente, ante los constantes ataques terroristas, Rabin habría tenido dos posibles finales: posponer la aplicación completa de los Acuerdos de Oslo, que desembocan en la creación de un Estado palestino -exactamente donde estamos ahora, o perder las elecciones ante un líder que prometiera seguridad.
Un día antes de su muerte, Rabin concedió una entrevista a Henrique Cymerman. La última pregunta del periodista fue: ¿cómo le gustaría ser recordado? Rabin contestó: “Hemos terminado”.
Veinte años después, desgraciadamente, no hemos terminado aún.
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