Tras el espantoso atentado de Tel Aviv, el pasado miércoles por la noche, que se cobró la vida de cuatro personas, el Gobierno de Israel reaccionó con lo que cualquier observador objetivo juzgaría como contención. Mientras que los palestinos celebraron la atrocidad, la reacción de la mayoría de los israelíes fue esa característica voluntad suya de seguir adelante con la vida cotidiana pese a la amenaza de ser asesinados por quienes desean su destrucción. Enfrentado a la posibilidad de nuevos ataques –jaleados, como éste, por el régimen de Hamás en Gaza, y alentados por la Autoridad Palestina en la Margen Occidental–, especialmente durante el Ramadán, el israelí obró con la responsabilidad con la que actuaría cualquier otro Gobierno. No sólo envió soldados a la zona de origen de los terroristas, en la Margen Occidental, sino que revocó a 83.000 palestinos el permiso para visitar Israel durante tal festividad. El objetivo era hacer todo lo posible por prevenir otro sangriento incidente terrorista y el tipo de acciones que desencadenarían un conflicto general con Hamás.
Pero, como era de prever, las acciones de Israel fueron objeto de oprobio por parte de Naciones Unidas. En Ginebra, el pasado viernes, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos, Zeid Raad al Husein, dijo que la cancelación de los permisos suponía un “castigo colectivo” a los palestinos que vulneraba la legalidad internacional. Aunque incluía una condena pro forma del terrorismo, la declaración también decía que las acciones de Israel “harían crecer el sentimiento de injusticia y frustración entre los palestinos”.
Aunque la del castigo colectivo es una cuestión legal espinosa en tiempo de guerra, el ataque reflejo de la ONU a Israel demuestra una vez más no solo el prejuicio del organismo mundial contra el Estado judío, sino la doble moral con la que éste es juzgado. En lo que respecta a los palestinos, la defensa de sus derechos humanos exige, al parecer, que se les permita cruzar las fronteras con impunidad. Pero cuando se trata de los israelíes, el derecho humano de vivir en paz y con seguridad no figura entre las prioridades de la ONU.
Se podría discutir que los toques de queda y las restricciones al movimiento de las personas puedan a veces suponer un castigo colectivo. Pero la idea de que una nación soberana no tiene el derecho a cerrar sus fronteras cuando está siendo atacada da completamente la vuelta al propio concepto de legalidad internacional. Israel puede conceder permisos a los palestinos de la Margen Occidental para entrar en su territorio, pero los palestinos no poseen el derecho a cruzar al Estado judío. Además, lo de que Israel no pueda en modo alguno controlar sus fronteras, aunque esté siendo atacado, equivale a tratarlo como un país menos soberano, incluso en el territorio que la ONU le reconoce como propio.
El terrorismo palestino –el del atentado en Tel Aviv– no es, al fin y al cabo, un mero acto indiscriminado en el que a unos individuos les mueven intereses particulares. Al margen de que estos terroristas actuaran siguiendo órdenes directas de Hamás, o bien simplemente se inspiraran en el grupo terrorista que gobierna Gaza, Estado independiente palestino en todo menos en el nombre, forman parte de un conflicto vivo que no solo les implica a ellos. Como otros terroristas palestinos bajo custodia israelí, recibirán sin duda pensiones concedidas por la supuestamente moderada Autoridad Palestina, y serán tratados como héroes en los medios oficiales de la misma. Con total certeza, el líder de la AP, Mahmud Abás, pedirá su liberación, junto con otros que tienen las manos manchadas de sangre, la próxima vez que quiera una recompensa por participar en negociaciones o como muestra de buena voluntad para asegurar que mantendrá la paz.
Si bien ningún país puede blindarse ante posibles ataques, restringir la entrada desde un territorio que es un semillero de terrorismo es una medida básica y absolutamente razonable, especialmente en una época del año en que cabe esperar algún ostentoso gesto de terror de Hamás o de sus simpatizantes. Pero cuando se trata de Israel, cualquier medida de autodefensa, aunque no implique ningún contraataque contra las bases terroristas, sino simplemente limitar la entrada al país, no solo se considera ilegal, sino una especie de provocación.
La ONU no fue la única que regañó a los israelíes: la Administración Obama también lanzó sus propias advertencias y el portavoz del Departamento de Estado, Mark Toner, se lamentó de la posibilidad de que Israel “inflame” y “eleve” la “tensión”. Hay que recordar tanto a la ONU como a la Administración que la fuente de “tensión” sigue siendo el hecho de que los palestinos creen que todo Israel es territorio “ocupado” –postura compartida por Hamás y por Abás–, no que el Estado judío pretenda defenderse.
El derecho a la autodefensa y a que los gobernantes tomen las medidas mínimas esperables para evitar actos de terrorismo es también un derecho humano fundamental. El día en que la comunidad internacional empiece reconocer ese derecho legítimo de los israelíes, quizá los debates sobre Oriente Medio recobren algo de cordura. Hasta entonces, los palestinos seguirán creyendo que el mundo simpatiza más con su deseo de borrar a Israel de la faz de la Tierra que con la constante y exitosa lucha del Estado judío por su supervivencia.
© Versión original (inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
Claro que si a todos se nos deben respetar nuestros derechos