No hace falta ser un experto en seguridad para percatarse de que nuestras sociedades están siendo atacadas. A diferencia de las guerras tradicionales, la amenaza no proviene del exterior sino que anida en nuestras propias entrañas. De nada sirven los refugios, ni tan siquiera las armas para responder. El enemigo no tiene bandera ni uniforme: sólo una ideología que justifica la mentira y ensalza la muerte y el terror. Pero, más allá del espanto, el efecto secundario más peligroso y habitual es la negación de la realidad a través de mecanismos psicológicos potenciados por los gobiernos (que rápidamente declaran tener contralada la situación) y los medios de comunicación (que, en Occidente, apelan a complejos de culpa “históricos” para justificar los ataques y revertir la responsabilidad, de la víctima al agresor).
Lo peor es que reaccionamos mejor a la mentira (o al menos eso es lo que nos han hecho creer) para encubrir los fallos de quienes se han dedicado más a contentar a futuros votantes con fuegos de artificio que a cumplir con el primer mandamiento de cualquier líder: asegurar la integridad física del grupo humano al que representa. Porque la verdad implica cambios en la fantasía social que pretendemos crear en torno nuestro; cambios en las rutinas y aún en nuestra forma de leer el mundo. Sin embargo, la realidad se encarga de escupirnos a la cara lo que sucede y de fomentar la duda sobre la validez de nuestras decisiones.
¿Cuánto tardó el lector en sospechar que la explosión en el Manchester Arena era obra de un yihadista? ¿Cuánto hubiera apostado que, por enésima vez en Europa, su autor fuera un viejo conocido de los servicios de inteligencia? ¿Cómo se imaginó que fueron las inspecciones de seguridad para acceder con una bomba (artesanal, pero necesariamente de grandes proporciones para causar semejantes estragos) a un recinto con miles de niños y adolescentes? Lo malo no es el clima de sospecha que se instala en las sociedades agredidas. Lo malo es acertar con los prejuicios: que un joven musulmán, hijo de refugiados terroristas, radicalizado al punto de vociferar versículos coránicos por las calles, que viajó a Siria para recibir instrucción de Daesh y retornó, que compra una mochila de grandes dimensiones, al que una joven señala en el concierto a un encargado de seguridad como sospechoso pero que éste le echa una monserga por desconfiar de alguien por su aspecto; que pensemos que una persona así puede ser un asesino terrorista no es racismo. No pensarlo y no actuar es ser cómplice necesario. Es ser responsable de que esta guerra siga matándonos. O peor, a nuestros hijos.
Mientras los gobiernos acepten a gente como el Iman de Copenhague y permita que el pueda incitar al terrorismo asesino van a seguír pasando estas cosas. Eso no es democracia, eso es estupidez y masoquismo.