Cuando alguien se refiere a la música judía… ¿En qué piensa, qué notas resuenan en su cabeza? En comparación a otras tradiciones, culturas y aún religiones, la respuesta es compleja. Klezmer, música sefardí, canto litúrgico, Bob Dylan, Daniel Barenboim o Avishai Cohen representan aparentemente géneros y estilos demasiado diversos para compartir una misma categorización. Escribía Curt Sachs, el musicólogo fundador de la organología (la clasificación de los instrumentos musicales) moderna, que la música judía es la creada POR judíos, PARA judíos o COMO judíos. Es decir, que ampliaba la definición incluyendo, por ejemplo, la música klezmer o sefardí hecha por no judíos (el COMO) u obras como el oratorio “Esther” que el austríaco Cristiano Giuseppe Lidarti compuso en el siglo XVIII sobre letra en hebreo por encargo de la comunidad judía de Ámsterdam (el PARA).
En Argentina la música de los judíos suena cada vez más a argentina, en Francia a francesa y en Yemen a yemenita. Dependiendo de la antigüedad de la presencia en dicho ambiente, el enorme grado de adaptación invita a preguntarnos si realmente existe una música judía, porque el klezmer suena similar a otras músicas del este de Europa, la sefardí a las de las culturas bajo el Imperio Otomano, etc. Este fenómeno no es exclusivo de las músicas profanas: resulta lógico que Jacob do Bandolim suene totalmente brasileño y Leonard Bernstein fuera un maestro interpretando a los clásicos occidentales no judíos. Lo asombroso es que la asimilación cultural afecte incluso a la música litúrgica, celosamente transmitida durante siglos, porque la misma porción bíblica pautada en la Torá con los mismos signos (taaméi mikrá, en hebreo) suena totalmente distinta en comunidades originarias de diferentes regiones: la “cantilación” de los judíos babilónicos se parece más a la música de algunas etnias de Irak que a la lectura entonada de los judíos ashkenazies de Polonia; la de los de remoto origen español (sefardí) no se parece nada a la de los de la península itálica. Abraham Zvi Idelssohn realizó sesudos estudios comparativos a inicios del siglo XX sin encontrar siquiera una base común para tal diversidad.
Lo que podemos también preguntarnos es si la música que hacemos deja una impronta particular, aunque el modelo básico sea ajeno. ¿Hay algo que suene “judío” en la música de Mendelssohn (judío de parte de padre y madre, aunque todos convertidos al protestantismo), de Giacomo Meyerbeer, en las operetas del hijo de cantor litúrgico Jacques Offenbach o en las grandes sinfonías del cristianizado Gustav Mahler? Lo mismo cabría preguntarse del estilo personal de tantísimos creadores e intérpretes de jazz, rock, pop, tango, blues, etc. No olvidemos que, hasta el surgimiento del movimiento reformista en el siglo XIX, los instrumentos musicales estuvieron prohibidos en las sinagogas, a excepción del shofar que no entra dentro de dicha categoría porque en realidad es un símbolo acústico para convocar y congregar a la comunidad de creyentes, un médium colectivo. Con un espectro tan amplio y una dispersión geográfica y longevidad tal, casi cabría preguntarse qué música no tiene algo de judía. De la comunidad milenaria de Kaifeng en China, a la etíope, pasando por la costa de India y todo el Asia Central, hasta las expansiones territoriales primero por toda Europa y luego América, Oceanía y África, sólo en la Antártida (quizás) encontremos una música que no nos haga un misterioso e insondable pellizco en nuestro corazoncito judío
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