En la traducción de los dibujos animados de Bugs Bunny al español aparecía con frecuencia el latiguillo “¿qué hay de nuevo, viejo”, que subrayaba la contradicción entre lo novedoso y lo que no es. Hoy día, la sociedad estadounidense está abocada a un contrasentido similar respecto a la ola de atentados antisemitas que sufre, de forma cada vez más frecuente y violenta, su minoría judía: unos seis millones de personas que constituyen -de lejos- la diáspora más abundante del mundo y una población apenas por debajo de los judíos que, a día de hoy, forman parte de Israel.
Lo que para muchos (incluidos los propios judíos del país) es algo nuevo e inesperado, es un fenómeno ya global y en crecimiento exponencial en Europa y otras latitudes y continentes. Una vez más, como pasó antes de la explosión judeófoba del nazismo, se presupone que las naciones más avanzadas y educadas están vacunadas contra esta enfermedad social. Aunque ahora hay una diferencia fundamental y no son precisamente los libros, películas y discursos los que han logrado poner freno al odio durante los últimos 75 años (que se conmemoran este enero recordando la “liberación” del campo de exterminio de Auschwitz): la existencia de un estado judío.
Hay quienes, desde el arraigo ideológico más cerril, se atreven a decir que es Israel justamente la causa del antisemitismo, como si antes de 1948 o 1967 no hubieran existido la shoá, los pogromos, las cruzadas (que, aunque iban a enfrentarse con el Islam, masacraban judíos en el camino), las expulsiones, los diferentes purím, o un etcétera tan largo como el tiempo de dispersión multiplicado por los sitios de asiento. Hoy, hay voces que atribuyen los ataques justamente a la defensa del país de los judíos y sus políticas por su presidente (Trump), como si en la Europa de los reiterados pronunciamientos contra Israel no pasara lo mismo.
Mucho se ha citado la “banalización del mal” acuñada por Hannah Arendt, pero no cuando asistimos perplejos a la banalización de los crímenes de odio contra los judíos, atribuyéndoles ser el “efecto” de una “causa” que no es el propio desafecto y prejuicio inculcado, mamado de la cultura colectiva y vitaminado a través de los medios de comunicación. Estamos a días de que se celebren actos solemnes de recordación de millones de víctimas que lo fueron por el solo hecho de ser, no de sus acciones, ni de sus ideas, identidades asumidas o signos físicos o psíquicos. Volveremos a escuchar los mismos discursos, mientras la calle real y la virtual siguen inoculando la semilla de la que nace la misma plaga que acabamos de condenar en ceremoniosos actos. El problema es del pasado, de los otros, lejos de aquí: son fotogramas, realidades ficcionadas, testimonios ajenos. Mientras los judíos de los EE.UU. se preguntan qué está pasando, descubren que la vida no es tal como el paréntesis que tuvieron la suerte de habitar en el tiempo, sino como se la habían contado sus antepasados y los bárbaros que moran fuera de sus torres de marfil
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