Cuando todo este pandemónium haya pasado y la vida vuelva, más o menos, a su ritmo habitual, se verá cuánto nos ha dolido la separación, la sospecha o, incluso, la constatación de que el tacto es el más peligroso de nuestros sentidos. Por lo menos el más dudoso. De toda la impedimenta para salir a la calle y movernos la que más me incomoda son los guantes. También están, por supuesto, las barreras invisibles, las distancias, los límites, las infinitas dudas sobre el lavado de las frutas y verduras, los pomos de las puertas, las llaves, los instrumentos de cocina. El miedo va y viene, cualquier reportaje en lugar de suscitar mi admiración por el esfuerzo de médicos y sanitarios, que la siento y mucha, me hace pensar en el espacio exterior y los astronautas, también ellos aislados y con cascos y máscaras, soñando con volver pronto a casa.
Sólo que aquí no flotamos,la gravedad se nos ha vuelto más pesada, más telúrica, más atada al lugar de cada quien. Los agoreros y apocalípticos dicen que este corona es sólo el primero de los que vendrán, pero yo creo que si vencemos a este los demás darán menos trabajo. Todas nuestras ocupaciones, laborales, sociales, estudiantiles están en entredicho. El mundo virtual regirá el futuro durante bastante tiempo. Los jóvenes se adaptarán sí o sí, pero los ancianos-en especial los que están en las residencias en donde el mal hace estragos-, verán acentuada su melancolía y sentirán que el mundo los abandona, por ahora, sin una explicación más o menos clara sobre lo que está pasando. En cuanto a la economía, acabará por arreglarse, dado que el dinero no es un valor en sí sino una convención, y como todas puede cambiarse. Se acabó para siempre el mundo feliz al que aludió Huxley, la inseguridad será la moneda corriente y puede que dure años. Una de las lecciones que estamos aprendiendo es que las aglomeraciones, los desfiles y los conciertos de verano son un horror que no sólo atrae al virus, sino que hace danzar las cosas a su entero gusto. Si lo que la gente quería era juntarse, ahora todo se hará para que estemos lo más separados posible; si lo que ansiábamos era una vida de viajes y de hoteles, las restricciones al respecto serán incontables y muchas de ellas difíciles de cumplir.
El plástico transparente de las mamparas hará ricos a unos pocos y atenuará el ruido habitual en restaurantes y bares, que por supuesto ganarán mucho menos puesto que no pueden cobrar más en un mudo empobrecido de la noche a la mañana. Los que fabrican alcohol y detergentes verán abultarse sus bolsillos. Un único milagro podría hacer que la realidad volviera a ser más o menos la de antes de la pandemia: la vacuna para estar protegidos del covid 19. Pero para eso falta desgraciadamente bastante. Entretanto seguimos en la duda constante, la fatiga ocular por las horas de televisión, la fría acritud de las estadísticas que han convertido a la vida humana en una cifra en la que mejor menos que más.
Me he volcado hacia el color y pinto acuarelas para acortar el tiempo de cuarentena. No tengo, para eso, que pensar ni tampoco leer. Por vez primera en los últimos cincuenta años de mi vida paso días enteros sin abrir un libro. No puedo, me distraigo, no consigo dejar de estar, en este estadio de alarma, alarmado. Lo único que me ayuda mucho es caminar, pasear con nuestra perra. Y rezar no a horas hijas sino cuando pienso en el sufrimiento de tantas y tantas personas en el mundo. Solicito clemencia, salud, un bienestar mínimo para todos y posibilidades de aprendizaje para todos aquellos que ven en la pandemia una maestra durísima pero también cargada de enseñanzas
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