Marcos Aguinis
LA NACION
Era difícil de imaginar siquiera. A veinte años del atentado contra la embajada de Israel y dieciocho del asesinato masivo que tuvo lugar en la AMIA, los criminales que planearon, financiaron y pusieron en marcha esas acciones acaban de obtener un triunfo resonante. Les fue servido en bandeja por el oportunismo irresponsable de nuestra política exterior. Ahora, no se buscará «justicia» -palabra intensamente repetida por familiares y sinceros amigos -, sino «verdad». Para colmo, una verdad que guste a ambas partes, es decir, a las víctimas y los victimarios. Una verdad que no será la verdad, porque deberá alejarse de los culpables claramente identificados por la justicia argentina y encontrarlos en algún lejano día en el fondo de una galera llena de sospechosos creados por la imaginación, a cuya cabeza están ubicados los sionistas, es decir, los judíos.
En otras palabras, se vuelve al argumento del «autoatentado». Hace tiempo que muchos progres y teocráticos islámicos lanzaron esas flechas; ya no sería una novedad. Por eso, únicamente los ingenuos, los alienados o los indignos pueden creer que el actual régimen de Irán entregaría a sus funcionarios y ex funcionarios que contribuyen a sostenerlo. Irán no ha decidido colaborar con la Argentina, sino que la Argentina se ha convertido en un lastimoso salvavidas de Irán, disminuyéndole el aislamiento que se ejerce contra su gobierno para hacerlo desistir de un agresivo programa atómico.
La alternativa que puso en marcha nuestra Presidenta mediante una forzada analogía con el caso Lockerbie es ridícula desde su base. Revela precipitación o ignorancia. El mecanismo de un tercer país que se utilizó entonces y que haría más ecuánime el juicio estuvo precedido por condiciones que no existen ni existirán. Libia, autora de la explosión que derribó un avión sobre la localidad escocesa de Lockerbie y produjo 270 muertos, reconoció su autoría y entregó a los máximos responsables. ¡Los entregó! Fue un gesto notable, pese a que reinaba el dictador Muammar Khadafy. No propuso «buscar una verdad que satisfaga a las dos partes». El juicio se desarrolló en Holanda para bajar los decibles del malestar, pero fue conducido por jueces de Escocia -no de un tercer país- y a esos jueces no les tembló la mano en el momento de dictaminar. En otras palabras, si se quiere proseguir con el parecido a Lockerbie, Irán debería hacer lo mismo que Libia: confesar ya mismo su culpa, entregar a los sospechosos y aceptar que el juicio sea conducido por la justicia argentina, aunque tenga lugar en Holanda o en el Polo Norte. Pero nada de esto ha ocurrido. Ni ocurrirá.
Más grave es la genuflexión del gobierno nacional, cuando se torna evidente que el acercamiento con Irán no es el resultado de una ocurrencia súbita, sino de una tarea larga e intensa, empaquetada por un secreto que no respondía sólo a razones de Estado, sino a ocultar la vil traición que se infligía a los reclamos de los deudos y demás ciudadanos que no aceptamos la sanguinaria agresión cometida en nuestro territorio.
En enero de 2011 tuvo lugar en la ciudad siria de Aleppo una reunión secreta entre el canciller Timerman y su contraparte iraní. El moderador del oscuro encuentro fue el presidente Bashar al-Assad, sostenido por Irán y convertido ahora en el carnicero de Medio Oriente. La reunión se mantuvo en un silencio estricto. Como en una película de espías, Timerman se había desprendido sigilosamente de la comitiva presidencial que viajaba por la zona (por orden de Cristina, es obvio) y conversó en voz baja con esos personajes. Planearon la mejor forma de presentar una vergonzosa rendición argentina. Era preciso sacar del camino las piedras de los atentados para mejorar el comercio con Irán y asimilarse más aún a la política de Chávez.
En marzo, Pepe Eliaschev hizo gala de su solvencia periodística y de su valor personal cuando publicó una extensa investigación titulada «El Gobierno negocia un pacto secreto con Irán para olvidar los atentados». Tal vez la inverosímil gravedad de esa denuncia influyó para que no se la comentara. No parecía creíble.
Meses después, el 23 de julio, Eliaschev regresó sobre el tema al especificar «las condiciones que pone Irán para dialogar». Entonces, sí estalló la noticia y nuestro canciller insultó a Eliaschev como «seudoperiodista». No fue original, porque correspondía a la fórmula kirchnerista de descalificar sin fundamentos. Ni siquiera pudo salir de su estupor el fiscal Alberto Nissman, quien envió seis comisiones policiales al domicilio del periodista y le ordenó presentarse «con la documentación respaldatoria». Le exigió la revelación de sus fuentes, que Eliaschev, lógicamente, se cuidó de mantener en reserva.
En julio de 2011, Irán salió de su mutismo y dijo querer «ayudar» a la Argentina para encontrar a los «verdaderos» culpables de los atentados. En su mensaje manifestó que «la búsqueda de la verdad sobre esa acción criminal se ha convertido en objeto de conjuras y juegos políticos». Es decir, todo lo obrado por la justicia argentina es despreciable y responde a juegos políticos. Respecto de los ocho funcionarios iraníes cuya captura había pedido nuestro país, fundada en una aluvional carga de pruebas, afirmaba que «de acuerdo con las leyes de la República Islámica de Irán y el derecho internacional, el Ministerio de Relaciones Exteriores está obligado a impedir que los derechos de los súbditos iraníes sean violados, y a defenderlos contra acciones injustas y extremistas que infringen sus derechos fundamentales».
En otras palabras, afirma que la justicia argentina -que ha trabajado el caso durante años- pretende violar derechos, cometer acciones injustas y realizar acciones extremistas. Buen rosario de piropos que el gobierno nacional no tuvo el coraje de rebatir.
Los asesinos han triunfado. Nuestro gobierno ha preferido bajar la cabeza e ignorar las impúdicas jugadas de la diplomacia iraní. Basta con tener en cuenta la capacidad que han desarrollado sus funcionarios para simular corrección mientras avanzan con planes que se consideran de extremo peligro, para darse cuenta de que un diálogo con esa teocracia medieval no conducirá a esclarecimiento alguno y que la tan añorada justicia será cada vez más difícil de obtener.
¿No alcanza con seguir las vueltas que el gobierno iraní le hace dar a la IAEA (sigla en inglés de la Agencia Internacional de Energía Atómica)? Cada tanto los iraníes afirman estar dispuestos a mostrar que su programa nuclear sólo tiene fines pacíficos. Con ese objeto se efectúan reuniones, surgen esperanzas, pareciera que se acerca un acuerdo duradero y. ¡plaf! Se suspenden las negociaciones, mientras Irán prosigue con la cuestionada fabricación de armas nucleares. En agosto pasado, ante la reiniciación de otra ronda de estériles conversaciones, la IAEA denunció que fueron instaladas nuevas centrífugas para enriquecer uranio en la planta subterránea de Fordow.
Lo mismo ocurrirá con las conversaciones que ya inauguró Timerman. Habrá idas y venidas, noticias irrelevantes, anuncios sin consecuencias, búsqueda de culpables imaginarios, pérdida de tiempo. Todo esto para que se olviden los atentados y se apaguen las llamas que arden sin cesar en el corazón de tantos familiares y amigos auténticos. El 18 de julio de 2013, cuando vuelva a efectuarse la evocación del atentado contra la AMIA, tendremos motivo para llorar como nunca.
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