La reacción de la progresía a la respuesta de Israel a los ataques terroristas de Hamás muestra la banalidad del bien cuando no es más que supremacismo moralista. Y que la bondad radical es casi tan peligrosa como el mal radical. La mayor parte de la prensa nacional e internacional trata a Israel como si hubiese iniciado la escalada bélica de estos días. También como si fuese el culpable de que los palestinos vivan en una tiranía cada vez más autoritaria. Hay que recordar constantemente que en 2000 fue Arafat el que rechazó el mejor plan que jamás van a poder alcanzar los palestinos. Patrocinado por Clinton, los israelíes podrían haber llegado a conceder casi toda Cisjordania, la capitalidad conjunta sobre Jerusalén y una administración internacional del disputado Monte del Templo. Sin embargo, Arafat, el hombre que no perdía una oportunidad de desperdiciar una oportunidad, fue incapaz de alcanzar un acuerdo porque temía que se desatase una guerra civil con las sectas más fanatizadas. No pudo imponer su prestigio y su legitimidad para un acuerdo que no era el óptimo, tampoco para los israelíes, pero sí el menos malo.
Desde entonces, Israel se ha convertido en el país democrático más ejemplar del mundo. Asediado permanentemente por la espada de Damocles del terrorismo e, incluso, del exterminio por parte de unos enemigos que no solo no lo reconocen sino que desearían echar a todos los judíos al mar, lo prodigioso es que Israel no se haya enrocado como una dictadura de las que anteponen la seguridad a cualquier reivindicación de libertad y democracia. Por el contrario, Israel sigue siendo una garantía de derechos no solo para los judíos, sino para todos los musulmanes israelíes que huyen del exterminio de gays y el asesinado de disidentes que llevan a cabo los países islámicos de su alrededor. Una pancarta que diga «LGTBI a favor de Palestina» puede verse en Tel Aviv pero no en Ramala, donde los apalearían hasta la muerte. La Policía de la Autoridad Nacional Palestina persigue a la comunidad palestina homosexual por «infringir los principios y valores de la sociedad» y «perpetuar la sodomía». En la Franja de Gaza se castiga la sodomía con una pena de hasta 10 años. Mientras, en Israel, el 14 de junio, si Hamás no lo impide, se celebrará el desfile y fiesta del Orgullo Gay de Tel Aviv, que se ha convertido en una de las celebraciones más populares del calendario internacional LGBT.
El uso de la fuerza por parte de Israel contra los terroristas que atacan y asesinan a sus ciudadanos entra dentro de lo que explicaba Max Weber de que hay que saber «no ser bueno» para que la violencia no se convierta en algo permanente, de modo que el estado de naturaleza sustituya al Estado de Derecho. La fuerza que está empleando Israel es la necesaria para que la violencia desatada por Hamás no entre en una espiral que acabaría en un apocalipsis. En cuanto Irán, Turquía o Arabia Saudí detectasen la más mínima debilidad en Israel, sería la ruina de su Estado, el aniquilamiento de su población y una nueva Shoah. Que en Europa, la sede de la mayor parte de los pogromos, las expulsiones y, finalmente, el genocidio nazi, se blanquee con alevosía a los terroristas antisemitas y se minusvalore el derecho de Israel a la defensa propia, estando en juego su propia supervivencia, es un capítulo más de la historia de la infamia antisemita europea, el equivalente del pecado original contra los negros en los Estados Unidos. Pero mientras en el país americano se es plenamente consciente de dicho lastre histórico, en Europa, especialmente en la izquierda, no solo no se reconoce, sino que se ejerce con casi total impunidad. Ojalá los progres europeos amasen a los palestinos aunque fuese con una décima parte de la intensidad con que odian a los judíos.
Un espectro agita las pesadillas de los europeos. Su nombre es Shylock.
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.