Cementerio Judio de Praga. Wikipedia
En 1945, cuando los aliados liberaron los campos de concentración nazis y se encontraron con las dantescas imágenes de miles de hombres y mujeres entre la vida y la muerte, el mundo “descubrió”, entre el pasmo y el pavor, una de las mayores tragedias de la historia: el Holocausto. Pese a que habían sido muchos los que lo habían denunciado y nadie les creyó, los miles de cadáveres de los asesinados y las cenizas de los cremados no dejaban lugar a la duda del gran exterminio perpetrado por los nazis con la ayuda de sus verdugos voluntarios. Los nazis habían tratado de borrar las pruebas del genocidio perpetrado, de no dejar rastro de sus abyectos crímenes, pero su prepotencia y consabido espíritu de superioridad, en el que no cabía la posibilidad de la derrota, precipitó que, en su huida, dejaran todos los rastros y pruebas de lo que en su neolengua era conocida como la “solución final”.
Más tarde, los aliados, pero especialmente los soviéticos que habían liberado Auschwitz y otros centros de exterminio, dieron a conocer al mundo el horror de lo que había acontecido en los campos de la muerte abiertos por los nazis para eliminar, principalmente, a millones de judíos junto a gitanos, prisioneros de guerra -sobre todo rusos-, homosexuales y un sinfín más de categorías nacionales, sociales y políticas.
En países como Alemania, donde antes de la llegada de Hitler al poder vivían unos 600.000 judíos, en 1945 apenas quedaban algo menos de 40.000, y en Polonia, que albergaba la mayor comunidad judía del mundo con algo más de 3.000.000 millones de miembros, solamente quedaron unos 45.000 judíos vivos, según un censo de 1950. Algo parecido ocurría en casi todos los países del Europa del Este, que la mayor parte quedó bajo dominio nazi durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y donde la vida judía se apagó para siempre después de la contienda.
Al exterminio de seis de millones de judíos europeos, tanto en la Europa Occidental como en la Oriental, hay que sumar que en Europa del Este comenzó muy rápidamente la emigración de miles de judíos hacia Occidente e Israel tras la guerra. La búsqueda de unas mejores condiciones de vida, la instalación de férreos regímenes comunistas, apoyados y fomentados por los soviéticos, y un ambiente social y político poco favorable hacia la convivencia con los judíos, entre otros motivos, provocó un éxodo casi masivo de la población judía, de tal forma que en la década los años cincuenta apenas quedaban hebreos viviendo en Europa del Este.
LOS CASOS POLACO Y RUMANO
Por ejemplo, en Polonia muchos de los judíos que regresaban de los campos de la muerte se encontraban con que sus propiedades, tierras y negocios se habían repartido entre sus vecinos polacos, muy renuentes o claramente opuestos a devolver lo que se habían apropiado durante el saqueo propiciado durante la ocupación nazi del país. O, aún peor, muchos de ellos se encontraron con la hostilidad, e incluso la violencia, de muchos polacos que vieron en el nazismo la posibilidad de liberarse de sus engorrosos vecinos, tal como ocurrió en la localidad de Kielce, donde ocurrió uno de los primeros pogromos de la posguerra. “El 4 de julio de 1946, varios miles de vecinos mataron en las calles de Kielce (a 200 kilómetros al sur de Varsovia) a 42 judíos que habían logrado salvarse del holocausto nazi (sólo en Kielce los alemanes mataron durante la ocupación nazi a 27.000 judíos). El pretexto de la matanza fue el supuesto secuestro de un muchacho polaco de nueve años que, según los rumores, luego fue asesinado por judíos en un acto ritual”, relataba el diario español El País al referirse a este asunto en una nota reciente. Otros 80 judíos fueron heridos gravemente en esta localidad polaca durante el ataque.
La matanza de Kielce fue el pistoletazo de salida, y nunca mejor dicho, para miles de judíos que contemplaban con auténtico miedo que su país no había cambiado nada y que seguía siendo igual de antisemita que antes de la guerra, lo que alentó de nuevo la marcha masiva de miles de judíos. Pero tampoco en el resto de los países de Europa del Este la situación era mejor para los judíos. Un latente clima antisemita se fue instalando en los mismos tras la creación del Estado de Israel, que era visto como un aliado de los Estados Unidos y del mundo capitalista, y una serie de purgas en el interior de los partidos comunistas locales aliados de la Unión Soviética devinieron en auténticos aquelarres antisemitas, como el denominado Proceso de Praga, en 1952, en el que fueron ejecutados once dirigentes comunistas y tres condenados a cadena perpetua, mayormente judíos perseguidos por el régimen. También en Rumania y Polonia ocurrieron juicios parecidos.
ENTRE EL OLVIDO Y LA DESMEMORIA
En muy poco tiempo, como si el tiempo hubiera dado un salto colosal y desconocido, apenas quedaban judíos en estos países del Este y la mayoría de las instituciones religiosas, sanitarias, culturales, educativas y sociales de estas comunidades habían cerrado sus puertas para siempre. Nunca más volverían abrir; el pasado nunca vuelve. Tan solo nos quedaban sus cementerios, muchos de ellos abandonados y en estado ruinoso, que nos hablaban de ese pasado rico y fértil de estas comunidades que habían vivido en esta parte de Europa desde tiempos remotos. Los cementerios, desde sus lapidas y tumbas, nos daban noticia de un pasado rico, fecundo y fértil, de una tierra que dio músicos, labradores, pensadores, poetas, escritores, hombres de negocios, arquitectos, obreros y así hasta un sinfín de profesiones; hombres y mujeres que contribuyeron a la riqueza de sus respectivos países sin que nadie les agradeciera nunca nada. Ahora, ahí, en esos cementerios, devorados por el abandono, la vegetación desbocada y la desmemoria, yace la riqueza inerte de aquella época que se desvaneció a través de las chimeneas de Auschwitz y otros campos.
Nadie, incluidas las autoridades de estos países, hacía nada por cuidar de estos cementerios, por limpiarlos y mantenerlos con un mínimo decoro. Mejor que durmieran en el olvido y la desmemoria, en esa suerte de magma colectivo que cubría con un manto etéreo al pasado reciente en lo que concernía a los judíos. De aquello de lo que no queda ni siquiera un fósil, pensarían los gobernantes de entonces, es que realmente no ha existido. La vida judía de toda una época, como si fuera un hierbajo que impedía una buena cosecha, fue arrancada de cuajo de una forma rotunda y violenta para siempre. Pero lo más cruel quizá fue, sin dejar de lado la fatalidad de millones de inocentes atrapados por la bestia nazi, el olvido.
El olvido, en ese ambiente de amnesia colectiva, se convirtió en un deber intangible, en una necesidad perentoria para no tener que rendir cuentas ante los demás acerca de nuestro pasado y de nuestras responsabilidades en esa época trágica y maldita, brutal y despiadada, en que muchos prefirieron mirar para otro lado o simplemente no hacer nada cuando se cometían las más salvajes y primitivas matanzas. Siempre es mejor no tener que mirarse al espejo y contemplar, con vergüenza y horror, cuán criminales fuimos o tener qué preguntarnos cómo fuimos capaces de quedarnos de brazos cruzados cuando mataban a nuestros vecinos y amigos de toda la vida sin hacer absolutamente nada de nada. El olvido, entonces, se acaba convirtiendo en una suerte de terapia colectiva que nos cura de nuestra mala conciencia y borra toda sombra de sospecha sobre todos nosotros, evitando, en una suerte de pacto no firmado entre todos, cualquier atisbo de culpa acerca de los terribles hechos que ocurrieron ante nuestros ojos. Nadie vio nada, nadie escuchó nada; lo que sucedió, como si hubiera un accidente fruto del azar, no tiene nada que ver con nosotros. Esa “inocencia”, junto con ese “olvido”, estaba viciada por un leve detalle: era absolutamente falsa y fingida.
Hoy, sin embargo, en un proceso demasiado lento, porque ya muchos de los supervivientes del Holocausto han muerto, se van colocando placas de recuerdo y homenaje (pocas) a las víctimas, se levantan monumentos (escasos) en recuerdo a los que ya no están y se celebra el día en recuerdo a los millones de exterminados en los campos nazis, para así, ya liberados de nuestras culpas, podamos sentirnos más tranquilos y dormir mejor. Pero, muchas veces, como ocurre en Polonia, se echan balones fuera y no se examina la propia culpa en torno a todo lo que ocurrió durante el Holocausto.
En definitiva, el Holocausto borró de un soplo la vida judía de esta parte de Europa y los europeos de allí construyeron su propia narrativa sobre el asunto, edificando un relato sobre verdades a medias, que a veces son peor que la mentira, y en que la que la memoria del Holocausto se usa para recordar un tipo distinto de sufrimiento, como el sufrido durante el comunismo o por violencia étnica perpetrada por otros grupos. De todo ese mundo que desapareció durante el Holocausto, y vuelvo al comienzo de este texto, solamente nos quedan los cementerios, pero ya nadie coloca ni colocará flores ni piedras sobre las tumbas simplemente porque ya no viven judíos en esos pueblos y ciudades borradas literalmente del imaginario mapa hebreo de Europa, y quizá de la vida judía de estos países, en un futuro más cercano de lo que parece, quedará reducida a esos lugares donde descansan los muertos. Será lo único que nos quedará por contemplar de esa época irremediablemente perdida.
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