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| viernes noviembre 22, 2024

Negociar con los sospechosos


El Gobierno parece decirnos «es este acuerdo o nada». Dado que en los últimos 19 años no se logró explicar ni quién ideó ni quién perpetró el atentado, ahora sólo queda aceptar este pacto del que ni el oficialismo se atreve a confirmar que traerá justicia

Romina Manguel

LA NACION
menorah
Ochenta y cinco muertos en un día destrozados por la bomba que estalló en la AMIA. Y otros veinte muertos más desde ese 18 de julio de 1994 hasta hoy, desgarrados por la ausencia y por la falta de respuestas. Se murieron de dolor, de silencio. Y a meses de cumplirse un nuevo aniversario, la falta de respuestas sobre el peor atentado en suelo argentino nos enfrenta a un dilema moral insoportable. Sin eufemismos, todo parece reducirse a dos opciones. Ninguna buena, ninguna honrosa. El memorándum que la Argentina firmó con Irán tiene nueve puntos que el Congreso Nacional deberá aprobar o rechazar llave en mano; así como está redactado. Por sí o por no. Pero más allá de las interpretaciones técnicas, de las objeciones formales y de análisis geopolíticos tan fríos como anacrónicos, diecinueve años después del estallido la decisión del gobierno argentino nos interpela a todos. Nunca creímos que iba a llegar el día en que nos plantearan esto que, ante la falta de avances en la investigación, el Gobierno imponía la alternativa menos pensada: negociar con los supuestos autores intelectuales la búsqueda de una verdad. Iraníes prófugos con pedido de captura de Interpol promueven una comisión por una verdad que, para la justicia argentina, los involucra al punto de colocarlos en la pirámide del horror: poniendo en sus manos el lápiz con el que en un mapa cualquiera se señaló la Argentina, esa calle y a esa hora.

¿Qué buscamos hoy? ¿La improbable respuesta de la Justicia, que durante diecinueve años resultó esquiva? ¿O la improbable posibilidad de lograr algo de esa ansiada verdad, de boca de los acusados de ser los autores intelectuales de la masacre? Así planteado, la verdad aparece como si se tratara de una benévola concesión a un pueblo que mendiga saber qué pasó con sus muertos. ¿Justicia sin verdad o verdad sin justicia? ¿Por qué pareciera que nos dan a elegir cuando una, sin la otra, no existe? ¿Cómo llegamos ahí? ¿Quiénes nos empujaron a esta encerrona? ¿Y qué autoridad moral tenemos todo el resto de nosotros para decir de qué manera, finalmente, después de miles de noches de insomnio los familiares de las víctimas van a poder dormir un poco mejor? No somos esas madres, esas hijas, esas esposas, esos papás, esos hermanos. No somos Rosa Barreiro: no caminábamos esa mañana de vacaciones de invierno con Sebastián, de 5 años, de la mano ni sentimos cómo una fuerza imposible se lo arrancaba para siempre. No somos Laura Ginsberg ni Diana Malamud: no transitamos ese exacto minuto 54 de las nueve de la mañana cuando la viudez se les instalaba en los treinta años. Ni somos Adriana Reisfeld, que luchó desde ese día en ser madre y tía de dos nenas que se convirtieron en mujeres, esperando que sean esas mujeres con las que su hermana Noemí había soñado. Ni somos Jorge Lew, que enterró a Agustín tras la bomba y años después a Norma, su mujer, que sobrevivió al atentado pero no a la muerte de su hijo.

La elección es perversa porque no debería estar siquiera discutiéndose esto que hoy estamos discutiendo. La justicia es un derecho. Y si nos la niegan, nos desconcierta que haya una alternativa. Un plan B. Los tres poderes de la República endulzados por las mieles de los noventa mostraron su peor cara al momento de investigar el atentado a la AMIA. La dirigencia comunitaria no fue mejor. Todos los encargados de investigar terminaron siendo investigados. El hecho de no saber probablemente nunca más cómo se ejecutó el atentado tuvo precio: cuatrocientos mil dólares para embarrar la cancha con nombres de policías bonaerenses cuyos prontuarios demostraban que podrían haber colocado la bomba o descuartizado a toda una sala de un jardín de infantes. Se necesitaban malos, muy malos que pudiesen pasar como responsables. Y el juez Juan José Galeano, hoy destituido y procesado por encubrimiento, sepultó con ese acuerdo espurio la posibilidad de que algún día los hijos de los muertos, sus padres y sus amores sepan de qué manera los mataron. La conexión local se desvanecía intencionalmente. La mayor parte de la causa se declaró nula. Quedaba en pie la llamada «conexión internacional»: saber quiénes y por qué habían tomado la decisión de volar la AMIA. Y un nuevo juez y un fiscal con competencia exclusiva estuvieron a cargo de la responsabilidad de esa respuesta urgente. Desde 2006, Rodolfo Canicoba Corral y Alberto Nisman se topan con la negativa de los iraníes de venir a declarar a nuestro país porque no confían en la justicia argentina. Razones no les faltan: desde el principal dirigente comunitario de entonces, Rubén Beraja, hasta el ex jefe de la Policía Metropolitana Jorge Palacios, los fiscales, el juez, el secretario de Inteligencia y hasta el propio ex presidente Menem resultaron cómplices de una trama compleja cuyo único objetivo era impedir llegar a la verdad. Todos procesados por encubrimiento a la espera de un juicio oral.

¿Por qué iban a confiar los iraníes? Pero sorprende que esa desconfianza de todos estos años se disipe ahora. ¿Por qué aceptan declarar ante esa misma Justicia a la que consideran viciada y que no les ofrece ninguna garantía? ¿ Sólo porque se realiza en Teherán y ante una Comisión de la Verdad? ¿Era sólo eso lo que necesitaban? Timerman sostiene que se aplicará la ley argentina y no otra. Que el Código Procesal Penal argentino es la única herramienta. La Presidenta lo repitió en tres ocasiones durante la cadena nacional. El canciller lo explicó con hastío durante casi seis horas en el Senado. La oposición insistió en la misma pregunta. «¿Dónde está escrito?» La convicción verbal no se refleja en blanco sobre negro. Llegado el momento, será su interpretación versus la de los iraníes, si entienden que interrogatorio significa indagatoria en el marco de una causa penal y no otra cosa. Para Timerman, la sola presencia del juez Canicoba Corral en suelo iraní frente a los presuntos ideólogos del atentado es un triunfo. Cumplimentando los pasos formales del proceso, tomar la indagatoria, aun ante la negativa de los iraníes a declarar, le permite volver a la Argentina y seguir con un juicio hasta ahora imposible de llevarse adelante.

En el mejor de los escenarios (si es que hay un escenario al que pueda considerarse «el mejor» en esta historia), los iraníes declaran, el juez considera que hay elementos para procesarlos y detenerlos. ¿Y entonces? ¿Qué harán nuestras autoridades y los encumbrados juristas internacionales? Irán no contempla la extradición y sería de una ingenuidad pensar que va a detener a sus propios funcionarios para que cumplan condena en Teherán. ¿Van aceptar voluntariamente encerrarse en Marcos Paz o en Ezeiza? ¿Entonces? Sí, en caso de encontrarlos culpables podríamos exponer a Irán ante el mundo y los organismos internacionales. ¿Alcanza para un Estado que a instancias de este mismo Gobierno admitió haber fracasado en el cuidado de sus propios ciudadanos? Para el juez Canicoba Corral y el fiscal Nisman los interlocutores de este acuerdo son nada más y nada menos que un puñado de seres que se arrogó lo que se presume privativo del destino o de Dios: decidir en qué momento terminan 85 vidas. El solo hecho de saberlos culpables o inocentes sin verlos en prisión, ¿alcanza? De ser encontrados culpables, ¿no tiene gusto a poco saber que seguirán transitando sus vidas por las calles de Teherán y ejerciendo cargos públicos? El memorándum no llega hasta ahí. No habla del después. Ni de las consecuencias. El propio canciller dice: » Por ahora es esto». Y «esto» para el oficialismo es un enorme avance comparado a la nada que primó en los últimos diecinueve años. Esto, enfatizan, es mejor que nada. Pero por ahora sigue sin ser justicia.
Los familiares de las víctimas ocuparon todo el abanico de emociones y argumentos: desde el apoyo contundente al Gobierno por parte de Olga Degtiar -pidiéndonos que nos pongamos en su lugar y en el lugar de ese hijo que cumpliría cuarenta años, cuya imagen quedó congelada en los 21- hasta la indignación sostenida en el tiempo de Laura Ginsberg comparando el acuerdo con la ley de punto final. El canciller eligió para abrir su presentación en el Senado la misma frase con la que Memoria Activa cerró cada uno de sus discursos a lo largo de estos años: «Justicia, justicia perseguirás». Se la nombra dos veces: una por el objetivo y otra por la forma en que se la consigue. Todos piden justicia. Nadie, ni siquiera los fanáticos del memorándum oficial, arriesgan que a través de este acuerdo esa Justicia con mayúsculas, ese derecho de los ciudadanos y esa obligación del Estado, se consiga.

© LA NACION

 
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