Cyril Ramaphosa Presidente de Sudafrica
Con demasiada frecuencia, el asesinato de personas comienza con el asesinato del lenguaje. El malvado proceso que condujo al Holocausto nazi comenzó con un ataque a las palabras. Las deportaciones a campos de concentración se describieron como «reasentamiento», las cámaras de gas como «duchas», y el diabólico proyecto de aniquilar a todo un pueblo se calificó de «solución final». Vaciar el lenguaje de su simple significado fue fundamental para hacer posible lo impensable.
Fue en respuesta a este intento deliberado de neutralizar el lenguaje que un joven abogado polaco, Raphael Lemkin, sugirió que se necesitaba un nuevo término jurídico para describir sin vacilaciones la atrocidad más grave que pudiera imaginarse, una que, en el lenguaje de las Naciones Unidas, «sacudiera la conciencia de la humanidad». El término que propuso, y que fue adoptado por la comunidad internacional, fue el de «crimen de genocidio».
Por tanto, resulta aún más chocante que, en memoria viva de las atrocidades que dieron origen al término genocidio, seamos testigos de un cínico intento de pervertir el significado de la propia palabra.
La reciente demanda ante la Corte Internacional de Justicia alegando genocidio por parte de Israel es precisamente un intento de este tipo.
De hecho, el término «genocidio» es pertinente para el conflicto actual. Las atrocidades incalificables perpetradas por Hamás el 7 de octubre, que incluyeron el asesinato, la tortura, la violación y la mutilación de 1.200 israelíes, y la toma como rehenes de otros 240, fueron en efecto actos que perseguían un objetivo genocida.
Hamás, cuyos estatutos exigen el asesinato de judíos en todas partes, no sólo celebró el asesinato de todas las víctimas, filmando y difundiendo exultante las atrocidades, sino que su plan era avanzar aún más en territorio israelí, asesinando a todos los que se encontraran en su camino. Desde entonces, los dirigentes de Hamás han insistido con orgullo en que su intención y esperanza es cometer las atrocidades del 7 de octubre «una y otra y otra vez».
Ningún Estado permanecería pasivo ante unos ataques tan bárbaros y una intención declarada de repetirlos. Ningún Estado se quedaría de brazos cruzados mientras 130 rehenes, incluidos niños, enfermos y ancianos, siguen cautivos de los terroristas. Sin embargo, en el proceso actual no se acusa a Hamás de genocidio por sus masacres, sino a Israel por defenderse.
Dilemas atroces
Enfrentarse a la infraestructura terrorista de Gaza está plagado de dilemas atroces. En los últimos 16 años, desde que se hizo con el control del territorio, Hamás ha creado una realidad inimaginablemente horrible. No sólo se ha despojado de significado al lenguaje, sino que no se ha salvado nada sagrado. Los hospitales no son hospitales, las escuelas no son escuelas y las mezquitas no son mezquitas. Más bien son camuflaje y cobertura para lanzaderas de misiles y depósitos de armas. Los terroristas salen de los túneles bajo las camas de los niños y se refugian en los hospitales, los pistoleros disparan desde dentro de las escuelas, se reproducen grabaciones de bebés llorando para atraer a las fuerzas israelíes a trampas mortales.
En estas horribles condiciones, Israel hace esfuerzos extraordinarios para minimizar el daño causado a las vidas de los civiles palestinos que Hamás desprecia. Estos esfuerzos incluyen cientos de miles de mensajes y llamadas telefónicas instando a los civiles a evacuar las zonas de atrincheramiento terrorista y abortando los ataques en los que es probable que se produzcan bajas desproporcionadas de no combatientes. Los militares occidentales han reconocido que muchas de las medidas adoptadas por Israel para evitar bajas de no combatientes podrían no ser tomadas por ellos en circunstancias similares.
Sin la complicidad de socios serviciales, Hamás no sería capaz de avanzar en la grotesca inversión en la que las acciones de Israel para defenderse se enmarcan como «genocidio», mientras que sus propios actos de asesinato, violación y secuestro son ignorados o incluso celebrados. Lamentablemente, Sudáfrica se ha prestado con entusiasmo a desempeñar este papel.
El afán de Sudáfrica por presentar el caso de genocidio contra Israel tiene poco que ver con el sufrimiento de los palestinos. Nunca ha alzado la voz en relación con el asesinato de decenas de miles de palestinos en Siria ni con su persecución por Hamás en Gaza. Tampoco es una respuesta a los acontecimientos recientes. Ya en 2007, Sudáfrica invitó a una delegación de Hamás en visita oficial. Ha acogido a dirigentes terroristas de Hamás, al igual que acogió a Omar Al Bashir tras su inculpación por la comisión de genocidio en Darfur.
El 8 de octubre, al día siguiente de las peores atrocidades cometidas contra el pueblo judío desde el Holocausto, dirigentes sudafricanos llamaron a altos dirigentes de Hamás para expresarles su solidaridad y, antes incluso de que Israel hubiera empezado a defenderse, culparon a Israel de la «nueva conflagración».
Lejos de estar motivada por cualquier preocupación humanitaria, la iniciativa sudafricana es un descarado intento de convertir en arma un término acuñado para describir el peor crimen cometido contra el pueblo judío y utilizarlo contra el Estado judío para privarle de la capacidad de defenderse.
Setenta y cinco años después de la adopción de la convención sobre el genocidio, todavía hay supervivientes del Holocausto entre nosotros. Una de ellas, Yaffa Adar, vivió los horrores de la Shoá y ahora es madre de tres hijos, abuela de ocho y bisabuela de siete. Fue tomada como rehén el 7 de octubre y pasó 49 días en el brutal cautiverio de Hamás. Su nieto mayor, Tamir Adar, padre de dos hijos, sigue en manos de Hamás.
Después de todo lo que Yaffa ha pasado, en el Holocausto hace 78 años y a manos de Hamás hoy, es difícil comprender que tenga que ser testigo de un grotesco intento de convertir en arma el propio crimen de genocidio.
*Daniel Taub es exembajador del Estado de Israel en Reino Unido
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