En Portero de noche (1974), Charlotte Rampling interpreta a Lucía, una niña judía sobreviviente de un campo de concentración. Los años han pasado y Lucía es ahora una mujer espléndida que llega a Viena con su marido, un afamado director de ópera. Se hospedan en el Hotel Von Oper: el conserje del hotel es nada menos que Max (el incomparable Dick Bogarde), un exoficial nazi que vive oculto bajo un nombre falso, como otros nazis. La película ocurre en dos tiempos, el presente y los recuerdos tenebrosos: a veces, Max la vestía con un vestidito de seda rosa y encaje. Otras, le dispara y Lucía tiene que correr para evitar las balas, desnuda. Otras, ella se calza una gorra nazi para interpretar semidesnuda un viejo hit de Marlene Dietrich, como si el campo de concentración fuera un cabaret berlinés. Lucía era solo una niña cuando se convirtió en el juguete de un monstruo.
La directora, Liliana Cavani, fue muy criticada en su época: ¿cómo se le ocurría filmar los vericuetos del sexo usando el exterminio de los judíos como telón de fondo? Pero la gran realizadora italiana había encontrado una manera formidable de hablar de violaciones, de volver visible el uso personal, unívoco, del terror que un hombre en una situación de poder puede ejercer sobre una mujer.
Hace unos días, en la Kneset, el Parlamento israelí, una rehén liberada brindó testimonio de los abusos sexuales a los que son sometidas las rehenes capturadas por Hamás. “Lo vi con mis propios ojos”, cuenta Aviva Siegel. “Los terroristas les traen ropa inapropiada, juegan con ellas como si fueran muñecas. Muñecas a las que pueden hacerles cualquier cosa, cuando quieren”. Las visten, juegan con ellas, como jugaba con Lucía el oficial nazi interpretado por Dirk Bogarde.
El goce ha formado parte de la violencia de Hamás desde el momento en que explotó el 7 de octubre. Uno de los testimonios más impresionantes es la euforia con la que acompañaron la brutalidad de la matanza. The New York Times publicó un informe detallando los abusos sexuales de Hamás: cómo utilizaron la violencia de género como arma letal. Los relatos coinciden en que los agresores se divertían. Un sobreviviente de la rave vio cómo violaban a una mujer entre varios, alentándose y riendo, antes de coserla a hachazos. Al menos 30 mujeres y niñas fueron violadas, mutiladas y golpeadas atrozmente antes de encontrar la muerte. Como Gal Abdush, violada y calcinada. Como una mujer encontrada entre los escombros de un kibutz, con 12 clavos incrustados en una ingle. Como las adolescentes del kibutz Be’eri. Su familia fue asesinada pero a ellas, de 13 y 16 años, las llevaron a una habitación aparte. Yacían muertas con la ropa interior rota, el pijama hasta las rodillas, semen en la parte de atrás.
Los atacantes de Hamás entraron con cámaras, se filmaron entre sí; incluso transmitieron en directo su violencia. La euforia de Hamás se reprodujo, hubo multitudes que la celebraron; entendían que al fin los palestinos se alzaban contra el opresor y que Hamás es, ante todo, un luchador por la liberación. ¿Pero cómo es una violación masiva de mujeres parte de una estrategia de liberación? ¿Y quién sería el sujeto de la liberación? ¿Será que el patriarcado más brutal es liberado, con su séquito de crímenes de odio? ¿Cuál sería el mensaje político que se transmite violando y asesinando a mujeres libres? Solo el auge del antisemitismo permite que estos crímenes de odio no sean visibles, que permanezcan en la oscuridad del túnel.
“Cuando ven que las cautivas lloran, sus captores aprovechan su debilidad para tocarles sus partes o frotarles sus órganos”, narra Agam Goldstein-Almog, una rehén liberada que vio a las chicas de los túneles. ¿Son estos los ideales puros de la yihad? El sufrimiento no encuentra compasión; solo encuentra más abuso. Hay algo de eso en las filmaciones de Hamás: la crueldad y la violencia de género explícitas no son entendidas como tales ni producen compasión, sino que son “puestas en contexto”. Hamás entendió cómo funciona la máquina narrativa actual, donde la realidad es creada vía las redes sociales: los hechos solo existen mientras exista una audiencia que los sostiene. Pero las chicas de los túneles no tienen quién clame por ellas.
El mayor dispositivo narrativo de Hamás está en esos túneles: son todo lo que no se ve, el fuera de campo demasiado doloroso para ser imaginado. Campos de concentración oblongos, donde la dignidad humana desaparece o se transforma. Hay 136 personas todavía ahí, quizás o no con vida. Una es una violinista de 19 años; otro es un bebé, Kfir. No sabemos cuándo les permitirá Hamás salir del túnel, ni si lo hará; en la película de Cavani, la joven Lucía nunca sale realmente del túnel. Revive una y otra vez su cautiverio; cuando se encuentra con Max ambos están a oscuras, sin comida, encerrados. No hay cura, dice ella. No se olvida jamás. Los rehenes deben ser liberados y el horror debe cesar.
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