Marcelo Sneh
Porisrael.org
Acaban de dar las doce de la noche.
En mi mesa de trabajo tenuemente iluminada para no molestar a quien comparte mi sueño, mi alcoba y mi vida, se amontonan papeles de trabajo pendiente, vasos vacíos, crackers y una extraña sensación se apodera del entorno y de mi espíritu. Técnicamente se terminó la jornada… ya es viernes 28: el jueves 27, obviamente quedó atrás, aplastado por ese monstruoso caminante que jamás se detiene… a veces nos parece más lento, a veces parece que corre como un tren expreso… pero jamás se detiene.
El tiempo transcurre infalible y fatal, como la marcha de un astro. Pero de ese día que acaba de quedar atrás, aplastado como sus pares en la senda por la que transcurre el tiempo, de ese jueves 27 que acaba de perder su efímera condición de “hoy” para recibir su nuevo título, también de vida breve, “ayer”… ese día nos está dejando una señal, algo que grita con desesperación que no lo dejemos pasar como tantos otros días… porque esa, caros lectores, es la sensación que tengo de cómo ha transcurrido este triste 27 de enero, Día Internacional de la Recordación del Holocausto. Poco hablaron los medios de comunicación en nuestra querida Medinah de lo que hoy (ayer) se ha conmemorado… aquí y allá testimonios, un filme excelente (“El silencio de los archivos” – Yes, canal 8) que grabé y que aún no he tenido tiempo de ver y del que les contaré si tendréis la paciencia de leerme cuando lo vea), pero del fondo, de la esencia, del significado que para nosotros los judíos tiene que el mundo haya adoptado un día para conmemorar la Shoah (sí, la Shoah, en muchos lugares ya se está usando el término en lugar de holocausto), poco o nada. Prácticamente nada. Es cierto que tenemos en nuestras efemérides un Yom Ha Shoah. Es cierto que tenemos un Yad Vashem… y precisamente porque el mundo… tarde como siempre, pero bueno, tarde pero llegó… precisamente porque el mundo decidió que la Shoah es algo que debe ser recordado por todos porque es algo que atentó contra la humanidad misma, es que el 27 de enero tendría que incorporarse al calendario nacional israelí con la misma solemnidad con que se conmemora el Yom Ha Shoah.
Precisamente la tristeza que me producen cosas como ésa es que me llevó a ver nuevamente un capítulo de una serie que tengo guardada en mis archivos: más precisamente el capítulo 8 de “Band of Brothers” (Banda de Hermanos) que desgrana las aventuras y desventuras de una compañía de paracaidistas norteamericanos que debió participar en la última escaramuza del delirio hitleriano: la ofensiva de las Ardenas, un inútil sacrifico de vidas que no logró siquiera detener el avance aliado.
Pero no nos vayamos por las ramas.
De toda la serie (impecable y excelente trabajo de Steven Spielberg y Tom Hanks, por otra parte) rescato este capítulo, y de este capítulo rescato algunos minutos, parte al principio de la trama y parte casi al final. Mi relato empieza cuando el grupo de soldados que protagoniza la serie viaja en un camión y en dirección contraria se van desplazando cientos, miles de prisioneros de guerra alemanes. Uno de los soldados americanos se incorpora y empieza a gritarles y a insultarles, mientras que los demás permanecen en silencio, hasta que un soldado de origen irlandés, O’Keefe, le grita que se calle. El camión prosigue su marcha hasta pasar por un pequeño poblado, cuando de repente se abre el portón de un establo y varios soldados franceses sacan a empujones a varios prisioneros nazis, los obligan a arrodillarse y los “sirven” ahí mismo de un tiro en la cabeza. El mismo O’Keefe mira horrorizado la escena y busca con su mirada la de sus compañeros de armas: el pequeño y morocho Abbruzzi se encoge de hombros, los demás desvían la mirada y el soldado Liebgott, un muchacho judío de origen alemán lo mira sonriente y como complacido.
Una vez llegados al pueblo donde debían acampar, la patrulla es enviada a inspeccionar un bosque cercano, todavía umbrío pero con una atmósfera pesada y un aire como cargado de humo y muerte. De repente la cámara muestra al pequeño Abbruzzi corriendo como un poseído hasta llegar de regreso al pueblo y busca desesperadamente al comandante y cuando por fin lo encuentra, se entabla un diálogo que para quienes sabemos qué sucedió allí, es estremecedor, especialmente cuando el oficial, al que el pequeño sargento de pide por favor que venga a ver qué han descubierto, le pregunta qué es lo que descubrieron, el muchacho lo mira azorado y le dice simplemente: “no lo sé, señor… no lo sé”.
Lo demás es previsible: la terrorífica visión del campo, el olor insoportable que parece querer escaparse por los bordes de la pantalla de TV, el encuentro entre los soldados y los reclusos del campo de concentración, reclusos abrazando a soldados, soldados tratando de confortar con su agua y sus raciones a esas pobres criaturas que lucen los arañazos de un Satán que acaba de ser reducido y que trató de llevárselos a todos al infierno, un descarnado recluso en la puerta de una barraca haciéndole la venia al borde de sus fuerzas a un soldado americano que le devuelve el saludo con unción y lágrimas en los ojos, el soldado Liebgott traduciendo a su comandante el relato de un liberado que le explica que “este era un campo de trabajo… músicos, sastres, artesanos, gente corriente… judíos, gitanos, polacos…los alemanes, antes de huir, quemaron varias barracas con sus reclusos adentro, los quemaron vivos…” y de repente rompe en llanto y se aleja sin rumbo.
La cámara recorre una casi perfecta reconstrucción histórica, con esqueletos, barracas, cadáveres, vagones llenos de cuerpos, los rostros de los americanos: incrédulos, horrorizados… y O’Keefe está sentado cerca de una pila de cadáveres recién quemada… con el rostro arrasado por el llanto y ceniciento por el horror y el asco. Abbruzzi, el mismo que se encogió de hombros en el camión ante su mirada escandalizada, se acerca hasta él… y las miradas de los dos fogueados combatientes se encuentran en medio de ese dantesco agujero negro.
Y de repente queda claro como el agua por qué a este capítulo de la serie se lo tituló “Por qué luchamos”.
En el Día Internacional de la Shoah
“Recuerden a los muertos” (Winston Churchill)
Marcelo Sneh
Beer Sheva, Israel
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