Marta González Isidoro
16 de marzo de 2011
Cuando las portadas de los medios de comunicación de todo el mundo centran su atención en la catástrofe de Japón y en la posibilidad de riesgo nuclear que vive toda la Cuenca del Pacífico, y los subtitulares se rellenan con los ecos de una guerra civil encubierta en Libia – incómoda para las cancillerías europeas -, un pueblo, el judío, y un país, Israel, dan lecciones de ética y moralidad como sólo un pueblo sabio y civilizado puede hacer. Lecciones de solidaridad sin levantar el dedo, porque han sido los primeros en prestar ayuda técnica y humanitaria a Japón y no han salido en la foto, como los franceses y los alemanes, más preocupados por verificar que los vientos radiactivos no lleguen a Europa y enturbien nuestra apacible tranquilidad. Es verdad que tampoco hay muchas cámaras queriendo retratar ese lado humano y humanitario del judío-israelí solidario. No vende. Lecciones de moralidad, porque a pesar del dolor que embarga en estos días los corazones de los ciudadanos de Israel y del pueblo judío disperso por todo el mundo, sus dirigentes piden tranquilidad y sosiego a pesar de que la sangre llame a la sangre en una región donde la razón y la fuerza de la vida sea el motor de apenas siete millones de personas. Hoy, mientras Israel llora a sus muertos y el mundo sigue de espaldas, alguien, muy cerquita, festejará la muerte y brindará por el dolor en nombre de un Dios – su Dios – que llama a la venganza.
Paradojas del destino. Una madre llora la muerte de un hijo en un lado. Enfrente, la otra, brinda por el martirio del suyo. Dos hijos engendrados de la misma manera, que han visto por primera vez la luz de este mundo de igual forma. Dos madres. Dos mundos. Dos civilizaciones. No son el sol y la luna. Son dos realidades paralelas enfrentadas e irreconciliables. Itamar despertó la madrugada del viernes al sábado encharcada en sangre. La sangre de una familia a la que alguien quiso recordar que no merecían vivir, simplemente porque eran judíos. Judíos, esta vez, en su Tierra.
Porque eran judíos. No importa dónde. Otra vez se repite el mismo leitmotiv.
Y el mundo no sabe, no contesta, mucho menos condena. Eran colonos, estaban en el lugar equivocado. ¿Terrorista?, no, sólo un palestino desesperado por la injusticia de la colonización. ¿Y los niños?, ¿y los bebés? Futuros torturadores, o agresores, o fundamentalistas empeñados en quedarse con una tierra que no es suya.
Con la serena tranquilidad que la fuerza de la moral y la razón otorga, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, transmite un mensaje apaciguado a su gente. Lejos de los discursos de odio y venganza del contrario. Es la diferencia entre la grandeza y la barbarie. Por eso, nos descubrimos ante un Pueblo con raíz firme, al que el viento, por fuerte que sea, no quiebra.
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