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| jueves marzo 28, 2024

Más allá del orientalismo: vigencia de Bernard Lewis


Bernard Lewis, el incomparable estudioso de Oriente Medio y el islam, falleció el pasado 19 de mayo. No puedo decir que le conocí bien, pero uno no necesitaba pasar mucho tiempo con él para reconocer lo extraordinario que era. Así que, en vez de llorar su muerte, mi intención es seguir aprendiendo de él, de su vida y su legado.

Primero déjenme contarles cómo logré contarme entre sus conocidos. Los dos asistíamos como ponentes a un crucero por la costa occidental de México organizado por la National Review. Yo sabía quién era y estaba ansioso por entablar conversación con él. Él no tenía ni idea de quién era yo, y no mostró un particular interés.

Un día, al caer la noche, me dejé caer por el bar. No parecía haber nadie, aparte del camarero. Eché un vistazo displicente a una botella de whisky escocés tipo blended. Varios estantes por encima, tras una vitrina, vi una botella de whisky de malta de 18 años.

–¿Hay alguna posibilidad –imploré al camarero– de que pueda tomar ese, mejor?

–Sí, señor. Creo que lo podemos arreglar –fue su muy bienvenida respuesta.

–En ese caso, ¿puede ponerme, por favor, dos dedos? Sin hielo, y con una gota de agua.

De repente, de mis espaldas, con un tono estentóreo y un meloso acento inglés, llegaron estas palabras inmortales: “Yo tomaré exactamente lo mismo. Y ¿puedo decir lo alentador que es conocer por fin a un americano que sabe beber whisky?” (N. B.: whisky, sin la e, es como lo escriben los escoceses, y estoy seguro de que es lo que el profesor Lewis tenía en mente).

Después de eso, nos llevamos estupendamente bien. Le hice preguntas. Respondió con anécdotas, citas y referencias, valiéndose de sus asombrosas experiencias y su impresionante erudición.

Hay algo que deben saber sobre su trayectoria. Ya de joven dominaba el hebreo, el árabe, el turco, el persa, y, no mucho después, también varias lenguas europeas. En 1938, a la tierna edad de 22 años, se convertía en profesor de Historia de Oriente Medio en la Universidad de Londres.

Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, los servicios secretos británicos le reclutaron como agente para Oriente Medio. Tras la contienda retomó sus estudios, centrándose particularmente en Turquía. (Como era judío, no era bienvenido en las capitales árabes). En 1974 aceptó un puesto en la Universidad de Princeton. Ocho años después se convirtió en ciudadano americano, y un patriota americano fue el resto de su vida.

“El retorno del Islam”, artículo que escribió en 1976, anticipó la revolución islámica en Irán.¿Qué ha fallado?, su libro sobre los mil años de predominio del Islam y de la rabia con que encajó su caída, estaba en la imprenta cuando se produjeron los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Para entonces, y durante más de una generación, en el mundo académico fue más denigrado más que celebrado. En 1978, el izquierdista antiisraelí Edward Said, profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia, publicó –sin ser en absoluto ducho en historia, politología o lenguas de Oriente Medio– Orientalismo, manifiesto en el que afirmaba que los académicos estadounidenses y europeos no podían entender a los musulmanes y sus culturas, y que quienes lo intentaban eran imperialistas, neocolonialistas, racistas, etc.

Para entender lo absurda que es esta idea, pregúntense: ¿alguien diría que los japoneses no pueden interpretar a Bach o comprender a Locke? ¿Se ofenderían los europeos si una universidad de Singapur creara una Escuela de Estudios Occidentales? ¿Quién se atrevería a decir que al profesor Said –o a otras personas con orígenes en Oriente Medio– no le compete impartir literatura rusa o francesa? Sin embargo, esas opiniones políticamente correctas fueron adoptadas enseguida por los departamentos de estudios mesorientales de todo EEUU. Si alguna vez se han preguntado por qué tan pocos académicos y diplomáticos previeron el 11-S o lo explicaron de forma coherente, sepan que en gran parte se debió a que el profesor Said y sus seguidores los desorientaron (el juego de palabras es intencionado y también adecuado).

El profesor Lewis también ha sido criticado por parte de la derecha por mostrar respeto e incluso admiración por las civilizaciones islámicas, por no verlas a todas como simples mojones en el camino hacia el jomeinismo y el binladenismo.

Eso no significa que considerara al islam una religión de paz. Entendía demasiado bien que los imperios islámicos y la “Cristiandad europea” libran una “larga y por desgracia inacabada lucha” que llamó, ya en 1957, “choque entre civilizaciones”.

Pero igual que la Inquisición española no representa la totalidad del pensamiento y la práctica cristianos, el islamismo y el yihadismo contemporáneos no representan las únicas interpretaciones auténticas de las escrituras islámicas.

Después del 11-S, el profesor Lewis era frecuentemente consultado por los líderes occidentales, al menos por los no confundidos por la falacia saidiana. Le preocupaba el futuro de las naciones libres. En la Segunda Guerra Mundial, recordó, “sabíamos quién era el enemigo”. Hoy, en cambio, “no sabemos quiénes somos (…) y seguimos sin entender la naturaleza del enemigo”.

Dijo más:

Podría suceder que la cultura occidental desapareciera de hecho: la falta de convicción de muchos de los que deberían ser sus defensores y el fervor de sus acusadores podrían combinarse perfectamente para rematar su destrucción. Pero si desapareciera, los hombres y mujeres de todos los continentes se verían (…) empobrecidos y en peligro.

La memoria del profesor Lewis (en realidad, no pasaba nada si le llamabas Bernard, siempre y cuando recordaras poner el acento en la primera sílaba) será una bendición. También la brújula que proporcionó a cualquier interesado de verdad en entender un mundo moldeado por siglos de “ataques y contraataques, yihads y cruzadas, conquistas y reconquistas”. Me temo que no volveremos a tener a alguien como él.

© Versión original (en inglés): Foundation for Defense of Democracies (FDD)
© Versión en español: Revista El Medio

 
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