Samuel Auerbach
18 de octubre del año 2011, día convenido para poner en marcha el desigual arreglo de intercambio de prisioneros entre Israel y el grupo palestino Hamas. Suena el despertador a la 06:00 hs. Aún dormido enciendo la televisión para no perder detalles de la liberación de Guilad Shalit, el soldado israelí que durante más de cinco años estuvo aislado en manos de Hamas. Recién a la media mañana pude ver con lágrimas en los ojos, la imagen de Gilad con vida, esa imagen que se nos fue prohibida durante tanto tiempo. Lo vi en Egipto camino a la libertad. Lo vi agitado por la emoción, contestando con dificultad las preguntas de una periodista árabe. Lo vi abrazando al Primer Ministro israelí, al Ministro de Defensa y al Comandante de las Fuerzas Armadas. Lo vi abrazando a su padre. Lo vi llegando a su hogar.
Pero también vi a 1027 reclusos de cárceles israelíes, terroristas con manos manchadas de inocente sangre israelí, que eran recibidos en Gaza y en Ramallah como héroes palestinos. Si bien yo no me encuentro entre los familiares de las víctimas del terror árabe, no puedo dejar de reconocer como justo, el dolor que a ellos les produce el ver liberado, feliz y haciendo con sus dedos la señal de la victoria, al asesino que quitó la vida a sus padres, hijos o hermanos.
¡Si por lo menos supiéramos que esa gente no volverá a hacer uso del terror!. ¡Si por lo menos supiéramos que ese desigual arreglo con Hamas podría ser el comienzo de un ablandamiento que concluya con la violencia!. Lamentablemente la realidad es otra. Israel sigue siendo el «enemigo sionista» que debe desaparecer.
La situación no ha cambiado. Y si cambió, lo es a favor de Hamas cuya dirección salió muy fortalecida a raíz de de ese arreglo. Sin embargo, Israel no tiene nada que temer. Hamas nunca será tan fuerte como para vencer a Israel. En cambio Israel ha conseguido que la alegría vuelva a su pueblo. Le ha devuelto sano y salvo a uno de sus hijos. Un hijo que mientras defendía a su patria, los enemigos lo secuestraron para mantenerlo aislado en un oscuro sótano durante más de cinco interminables años, sin la posibilidad de que sea visitado ni una sola vez, sin que alguien sepa si está sufriendo, si lo están torturando, si está enfermo y lo están atendiendo, sin siquiera saber si aún está con vida.
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