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| viernes noviembre 22, 2024

La república fascista de las letras

Doble Moral

Al margen de la historia biempensante y políticamente correcta, algunos de los más grandes escritores fueron célebres por su filiación con la derecha más extrema, desde Maurice Blanchot y Pierre Drieu La Rochelle pasando por Céline y Ezra Pound. Un vistazo a todos aquellos irredentos que pactaron con el diablo.


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Debió de sonar raro cuando en 1977, durante una entrevista con la revista L’Arc, Michel Foucault declaró que se vivía el fin del “gran escritor” como agente de valores universales al modo de Voltaire: todavía Jean-Paul Sartre estaba vivo. Pero una vez muerto el último de los intelectuales engagement unos años después, en 1980, cada vez se hizo más claro que la época del “gran escritor” humanista (hasta hoy, un lugar vacante) había pasado o se eclipsaba lentamente. Si se hace un poco de memoria, existían algunas razones para esperar desde el fin de la Segunda Guerra Mundial la desaparición de esta figura del hombre de letras. Hacia los años 30 del siglo pasado una buena parte de intelectuales y escritores europeos, algunos de ellos a la vanguardia del alto modernismo y la renovación de las formas literarias, y otros considerados hoy pensadores relevantes, asumieron posiciones conservadoras y fascistas muy lejos del modelo humanista de la universalidad de la justicia y la libertad. En ellos ya se hacía evidente lo que, para algunos, debemos reconocer en la actualidad como la crisis del humanismo o, al menos, su melancólica decadencia.

Debido a que recientemente se publicaron en Francia los panfletos antisemitas, la adhesión de Louis Ferdinand Céline –uno de los más notables novelistas modernos– a la ocupación nazi de París y a la delirante visión del mundo nacionalsocialista se recuerda de inmediato, pero no fue el único escritor francés seducido por la extrema derecha. Tanto Robert Brasillach como Henry de Montherlant y Pierre Drieu La Rochelle celebraron el avance de las tropas alemanas por las calles parisinas (entre ellas estaba el capitán Ernst Jünger, como se sabe) mientras Maurice Blanchot –quizá el crítico literario de mayor renombre del siglo XX– se oponía, aunque en nombre de una ideología cercana al fascismo italiano y a la Falange española (la cual merece una nota aparte) que aceptaba el antisemitismo en tanto anticapitalismo, aunque lo rechazaba como doctrina biológica. Con excepción de Céline, cuyas relaciones con el régimen nazi y el gobierno colaboracionista de Vichy eran conflictivas, y Montherlant, un escritor exitoso y truculento (en 1934 había ganado el Grand Prix de la Academia Francesa por su novela Les Célibataires) que de pronto comenzó a escribir en publicaciones de derecha a favor de los nazis, todos eran militantes fascistas.

Brasillach había colaborado con el periódico L’Action Française del grupo político del ultraderechista Charles Maurras y, en el momento de la ocupación de París dirigía el semanario Je suis partout (algo así como “Estoy en todas partes”), que nucleaba a diversas tendencias fascistas y “nacional-revolucionarias” que seguían a Brasillach como líder político. Quizá por este liderazgo (estuvo cerca de fundar su propio movimiento) fue fusilado durante la liberación, luego de que escribiera en la cárcel sus dos libros más conocidos: Carta a un soldado de la quinta del sesenta y Poemas de Fresnes. Por su parte, colaborador de la revista argentina Sur desde 1932, La Rochelle se hizo miembro activo del PPF (Parti Populaire Français) del ex comunista Jacques Doriot dos años después de la publicación de Socialismo fascista (1934), un texto esencial en el surgimiento del fascismo y por el cual fue invitado, como parte de una delegación de intelectuales franceses, al congreso del Partido Nacional Socialista alemán de 1935. Dirigió desde 1940, gracias al embajador nazi, La Nouvelle Revue Française (la famosa NRF) y, cuando se ordenó su captura, junto con la de Céline y Brasillach, no dudó en ingerir Gardenal (un antiepiléptico) y abrir la llave del gas.

En cuanto a Blanchot, en aquellos años, puesto que después giraría hacia la izquierda, pertenecía al grupo militante de disidentes de L’Action Française conocido como Jeune Droite (“Joven Derecha”) y entre 1936 y 1939 escribió alrededor de doscientos artículos como colaborador regular de dos de las principales revistas fascistas: L’Insurgé –caracterizada por su antijudaísmo– y Combat, que dirigía el escritor y dramaturgo Thierry Maulnier (amigo de Brasillach y electo, en 1964, miembro de número de la Academia Francesa). Esta revista se vinculaba con una de las organizaciones terroristas de la extrema derecha francesa más importante, la Organisation Secrète D’Action Révolutionnaire Nationale, conocida como La Cagoule, al punto que la redacción funcionaba en las mismas oficinas de ésta, en la calle Caumartin. Entre los artículos de Blanchot vale la pena mencionar uno publicado en Combat, “Le Fin du 6 Février, 1934”, donde homenajeaba y hacía la apología del golpe del 6 febrero de 1934 intentado por la extrema derecha en la Place de la Concorde, en el contexto del fortalecimiento de Hitler y el debilitamiento del gobierno francés por el llamado “Affaire Stavisky” (un caso de corrupción), que provocó disturbios callejeros, represión policial, 15 muertos y miles de heridos.

Pero si la escuela de Maurras se basaban en la filosofía política del neotomismo (al cual no es ajeno el “personalismo” católico), los jóvenes intelectuales disidentes de L’Action Française se inspiraban en Así hablaba Zaratustra y en la fenomenología existencial de Ser y tiempo (1927) de Martin Heidegger, una obra que impactó en la cultura occidental y que, como es sabido, influyó con pocas reservas en Sartre y otros. Con Heidegger sucede hoy lo mismo que con Céline: nadie olvida su compromiso con el nacionalsocialismo. La gran diferencia entre uno y otro, sin embargo, es que –si bien ambos carecían de antecedentes políticos hasta el momento de hacerse nazis– mientras Céline se negó a sumarse como funcionario al régimen de Vichy, Heidegger aceptó el rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933, introdujo la cátedra de doctrina racial y biología hereditaria y entre ese año (en el que renunció como rector) y 1935 impartió seminarios de decidida filiación con la “comunidad de la raza” y el Führerprinzip nacionalsocialista, para lo que reformuló las categorías de Ser y tiempo. Estos datos y otros se encuentran en Heidegger, la introducción del nazismo en la filosofía (2005) de Emmanuel Faye, una traducción parcial con comentarios del autor de los 27 volúmenes de cursos y notas de 1933-1944 incluidos en la edición llamada “integral” (66 volúmenes publicados de 102) del opus heideggereano.

En contraste, casi todos los escritores e intelectuales ligados al Movimiento Revolucionario Conservador Alemán (Oswald Spengler, Moeller van den Bruck, Ludwig Klages, Ernst Niekisch, Carl Schmitt, Ernst von Salomon, Jünger y su hermano Friedrich-Georg), salvo Schmitt, cuyo oportunismo de todas maneras no lo salvó del ojo clínico de las SS, se enfrentaron a Hitler y a las políticas nazis, pese a que varios de ellos habían influido en su conformación muchísimo más que Heidegger. Los ensayos Prusianismo y socialismo (1919) de Spengler, donde un año después de La decadencia de Occidente propone un socialismo nacional alejado del marxismo, y La regeneración del Imperio Alemán (1924) ejercieron un considerable influjo en los conservadores monárquicos y en la irrupción del nacionalsocialismo. Con todo, Spengler no perdió el tiempo para fustigar a Hitler en Años decisivos (1933). Después de este fatídico año algunos revolucionarios conservadores fueron vigilados por las SS (como Jünger y Schmitt) o enviados a campos de concentración, como fue el caso de Niekisch –autor de Hitler, una fatalidad alemana (1932)– y de Salomon, un ex miembro de los freikorps (cuerpos militares voluntarios) y eximio narrador de la monumental novela La ciudad (1932), sobre el Berlín de entreguerras, y de Putsch (1933), perseguido porque su esposa era judía.

Tanto Jünger como Salomon, a quien la crítica había comparado con Thomas Mann a partir de su primera novela, Los réprobos (1930) – sobre los freikorps–, habían colaborado con la difusión de la revolución conservadora, pero los libros de Jünger (quien, según se dice, contaba con la admiración y la protección del propio Hitler) formaban parte de la heráldica del “romanticismo de acero” de la propaganda nazi, hasta que en 1934 (un año antes había renunciado a entrar a la Academia de Poesía Alemana) prohibió al periódico del partido seguir utilizando su obra, rechazó ocupar una banca en el Reichstag y publicó Hojas y piedras, una directa crítica al racismo nacionalsocialista. Amigo del poeta y dramaturgo comunista de origen judío Ernst Toller, del anarquista Erich Mühsam, del nacionalista Franz Schaubecker, de Niekisch (escribía para la revista “nacional-bolchevique” Widerstand, dirigida por éste desde 1926) y de Salomon, Jünger no veía otra cosa en el nacionalsocialismo que una peligrosa y vulgar caricatura del universo filosófico-poético por él plasmado en Tempestades de acero (1920), La movilización total (1931) o El trabajador (1932), como queda claro en los Diarios 1941-1944, que escribió en el Hotel Majestic durante la ocupación parisina. Su hermano Friedrich-Georg, menos conocido, nos ha dejado un premonitorio ensayo, Die Perfektion der Technik (1946), cuyo eje principal es la crítica a la conexión de comunidades e individuos a grandes estructuras técnicas como una amenaza a la libertad.

Aparte del gran poeta estadounidense Ezra Pound, cuya conocida adhesión al Duce (con quien se entrevistó en 1933 en el Palazzo Venecia) se expresó literariamente en Jefferson and/or Mussolini (1935) y masivamente en 1939 a través de libelos fascistas contra Estados Unidos transmitidos desde Radio Roma, la otra figura literaria descollante de la extrema derecha en Italia fue Gabriele D’Annunzio. Es cierto que el poeta futurista Filippo Marinetti –autor de Futurismo y fascismo (1924) y burócrata fascista que visitó la Argentina en 1926 y 1936–, Curzio Malaparte y Luigi Pirandello también se sumaron a las filas del fascismo italiano. Este último ya había publicado Seis personajes en busca de un autor (1921) cuando se convirtió en partidario de Mussolini en 1924 a través de una solicitada en el diario L’Impero, con lo que consiguió el apoyo oficial para abrir el Teatro d’Arte, pero toda su intervención política se limitó a exaltar la anexión de Abisinia y donar la medalla del Premio Nobel que ganó en 1934 (lo mismo hizo el escritor noruego Knut Hamsum, Premio Nobel de 1920, sólo que el destinatario fue Goebbels). Por otro lado, las relaciones de Malaparte con el fascismo, al que pertenecía desde los orígenes (se cree que prestó falsa declaración en 1924 en el juicio por el asesinato del socialista Matteoti que implicaba al Duce) y abandonó en 1931, y en particular con Mussolini (a quien atacó en 1929 en una diatriba aparecida en una revista genovesa) fueron harto complicadas, tanto que sus célebres libros Técnica del golpe de Estado (1931) y Le Bonhomme Lénine (1932), escritos en francés durante su estancia en París, se prohibieron en Italia y Alemania. Finalmente, luego de dirigir la revista Prospettive, donde publicaba textos antifascistas de Alberto Moravia y poemas de Paul Eluard (lo que originó que fuera confinado a la isla de Lipari) y de ser expulsado del frente ucraniano como corresponsal de guerra a fines de 1941 por sus artículos contra los nazis, Malaparte se unió a la resistencia italiana.

En cambio, menos conservador y monárquico que su amigo T.S. Eliot, Pound fue un fascista activo y consecuente que atacó la plusvalía y los préstamos usureros que practicaban los judíos, desde que en 1933 dictó clases en la Universidad de Milán sobre economía planificada, a la que se había aficionado entre 1911 y 1921 como redactor del diario New Age (el principal órgano de la izquierda británica de por entonces), hasta su huida en 1943 a la República de Saló –último bastión al norte de Italia del orden fascista ante el avance aliado–, en la cual compuso canciones para las tropas, escribió artículos propagandísticos para la revista Gladio, creó afiches con máximas confucianas o eslóganes fascistas retocados e imprimió seis obras, entre ellas El testamento de Confucio. Cuando llegó a Sant’Ambrosio, el ejército estadounidense (también lo buscaba el FBI y la fiscalía general) lo detuvo y lo exhibió en Pisa públicamente en una jaula durante varias semanas. Después fue conducido a Washington, encarcelado y sometido a juicio por traición a la patria. Debido a que varios amigos del acusado testificaron que estaba loco desde hacía tiempo, el juez lo condenó (salvándolo del fusilamiento) a cumplir 12 años encerrado en el manicomio penitenciario de St. Isabel, durante los cuales recibió las visitas de los jóvenes poetas de la generación beat. Luego Pound volvió a Italia y murió en Venecia a los 87 años, como una gloria literaria.

Pero el poeta, novelista, dramaturgo y parlamentarista italiano Gabriele D’Annunzio –extrañísimo mérito para un escritor– inventó las bases de lo que sería el régimen fascista, nada menos. El 31 de agosto de 1919, al mando de D’Annunzio, alrededor de trescientos legionarios nacionalistas compuestos por los Arditi, voluntarios de los Granaderos de Cerdeña y algunos milicianos de Fasci de Combatimmento –organización creada por Mussolini– tomaron el puerto adriático de Fiume (actualmente lleva el nombre croata de Rijeka). En ese momento la ciudad era disputada por el gobierno italiano y Yugoslavia, y la ocupación, que se prolongó durante más de un año, tenía por objetivo anexarla a Italia. En noviembre de 1920, por el contrario, la Sociedad de las Naciones la declaró Estado libre y el ejército del rey Víctor Manuel III desalojó a las tropas d’annunzianas luego de cruentos combates. De hecho, D’Annunzio gobernó Fiume por medio de una Constitución que inauguró el Estado corporativo y gran parte de los símbolos fascistas: el saludo romano, los uniformes, los actos rituales. En reconocimiento por los servicios, ya bajo el fascismo, Il Duce lo nombró príncipe de Montenevoso y presidente de la Academia de Italia.

Hay que agregar en este Parnaso de derechas a otro gran poeta, Fernando Pessoa, cuya admiración por Maurice Barrès (quien concibe en 1898 la idea de “socialismo nacional”) y Gustave Le Bon (sociólogo de la superioridad racial) lo llevó a colaborar en 1912 con Aguia –órgano de la Renascença Portuguesa, sociedad político-cultural nacionalista y anticomunista que integraba como miembro de la corriente interna de restauración imperial del Portugal–, y a los jóvenes antisemitas Mircea Eliade, Emile Cioran (maître à penser del pesimismo contemporáneo) y Eugene Ionesco, aunque estos últimos se arrepintieron públicamente de ello, como militantes del movimiento rumano fascista Guardia de Hierro y simpatizantes entre 1940 y 1944 del régimen pronazi de Ion Antonescu. Como la mayoría de los escritores e intelectuales seducidos por el nazifascismo, eran –salvo Eliade– nietzscheanos de derecha, un nietzscheanismo antisemita de segunda mano difundido por las revistas de extrema derecha o libros como Nietzsche (1933) de Maulnier, o Nietzsche contra Marx (1933) de La Rochelle. En cualquier caso, un vitalismo confuso y violento que antecedió la desaparición de la figura, como decía Foucault a fines de los 70, del “gran escritor” que hoy brilla por su ausencia

 
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