¿Alguien sabe cómo se propone un candidato al Premio Nobel de Economía? Creo firmemente que debería reconocerse con el máximo galardón a la dirigencia palestina, como inventora del nuevo paradigma del Negocio del No-Estado: o sea, cómo ganar dinero a espuertas y sin esfuerzo, a costa de no aceptar nunca la propia capacidad soberana.
En los años de la ocupación militar árabe de los territorios que las Naciones Unidas habían destinado a un estado árabe (especificado así, ya que entonces, en 1947, la palabra “palestino” identificaba indistintamente a éstos y a los judíos que habitaban el Mandato Británico), pero que la Liga Árabe rechazó de plano iniciando una guerra que los israelíes llaman “de Independencia”, nadie hablaba de territorios ocupados, conquistados, ni siquiera en disputa, a pesar de que sus habitantes (y sus descendientes hasta ahora) nunca recibieron la ciudadanía de los países que los administraban: Egipto en Gaza, y Transjordania (que con la ocupación militar de Cisjordania pasó a llamarse Jordania).
Abandonados a su suerte, como ciudadanos de segunda clase en los países de acogida, supieron descubrir sin embargo la rentabilidad de convertirse en iconos de la “maldad oculta” de los judíos. Esta tendencia empezó a consolidarse especialmente en la Europa de posguerra, ansiosa por desprenderse o al menos relativizar sus culpas como perpetradores, instigadores o cómplices (por omisión de socorro) durante el entonces muy reciente Holocausto nazi. Si los judíos (o los israelíes: la equivalencia semántica es muy sencilla) son capaces de condenar al destierro a los árabes, entonces son como los demás, y se convierten sin esfuerzo de víctimas en victimarios.
A nivel económico, esta transformación se vehiculizó a través de la creación de una agencia de Naciones Unidas dedicada en exclusiva a los refugiados palestinos (UNRWA: de todo el resto de refugiados del mundo se encarga ACNUR), una condición hereditaria y que hoy día, más de 60 años después, ha pasado a través de cuatro generaciones. Desde entonces siguen viviendo en campos miserables, reciben una ayuda alimentaria mínima para sobrevivir y, en su inmensa mayoría, no trabajan. En 1967 la Guerra de los Seis Días termina con una nueva derrota humillante de los ejércitos árabes, y la población de los territorios antes conquistados por Egipto y Jordania queda bajo administración israelí.
Años más tarde, tras la renuncia de algunos grupos terroristas (como Al Fatah, liderado por Arafat) a la vía de la violencia, se pone en marcha un proceso independentista con la creación de una Autoridad Palestina. Este organismo empieza a recibir las mayores ayudas económicas per cápita de la historia y del mundo, pero ello no se traduce en una mejora general de las infraestructuras y la calidad de vida de los palestinos, sino de las cuentas en bancos suizos de sus dirigentes. El negocio se completa creando un nuevo estrato social ocioso de cientos de miles de funcionarios sin trabajos reales, cómplices de la corrupción generalizada financiada por los gobiernos extranjeros, como el nuestro.
¿Quién querría acabar con un sistema así? Mientras los dirigentes palestinos sigan controlando los recursos que desde hace dos generaciones llenan sus barrigas y cajas fuertes, ¿a quién le interesa que exista un estado palestino independiente? Sin duda mucho más a Israel que a los líderes palestinos, a quienes resulta más rentable el negocio de no tener un país propio, que ejercer el derecho a la autodeterminación.
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