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| miércoles abril 24, 2024

Una guerra redefine el mapa de Medio Oriente

El enfrentamiento entre sunnitas y chiitas amenaza con trazar nuevas fronteras.


Volunteers, who have joined the Iraqi Army to fight against predominantly Sunni militants, carry weapons during a parade in the streets in Baghdad's Sadr city

Soldados y voluntarios chiitas iraquíes coreaban cantos de guerra, ayer, en Bagdad.

PARÍS.- Tallado a golpe de feroces ataques, ofensivas inesperadas y atentados, un nuevo país comienza a aparecer en el mundo árabe. Muchos lo llaman Jihadistán: se va instalando a caballo entre Siria e Irak y amenaza con redefinir el mapa de Medio Oriente.

Ese peligroso fenómeno no empezó ahora, sino hace décadas. Pero hoy el conflicto, que azota a Siria, Irak y el Líbano, ha comenzado a converger en una sola guerra entre sunnitas y chiitas desde las montañas de los Zagros hasta el Mediterráneo.

Milicias chiitas libanesas e iraquíes pelean en pueblos sirios. Insurgentes sirios plantan bombas en Beirut contra intereses del gobierno de Irán, dominado por chiitas. Combatientes sunnitas pasan de Siria a Irak para tomar el norte del país y cercar Bagdad, controlada por políticos chiitas apoyados por Teherán. Mientras tanto, sunnitas libaneses y palestinos pelean en la destruida ciudad siria de Homs.

«Es obvio que cada vez que hay violencia en un país vecino, todos sufrimos las consecuencias», reconoció con resignación un funcionario del Ministerio del Interior iraquí, refiriéndose a la región, transformada otra vez en un auténtico polvorín desde que comenzó la sublevación popular en Siria en 2011.

Cuando estalló la guerra siria, hace tres años, algunos expertos advirtieron que el fenómeno desencadenaría algo mucho más profundo que un «efecto colateral». Hablaban de un auténtico conflicto regional, un solo espacio operacional en términos de facilidad de circulación de combatientes y de armas.

Hay historiadores que piensan incluso que el mapa de la región terminará completamente alterado. Otros señalan que, en esa línea, la situación actual representa un peligroso derrumbe de los Estados-nación creados hace 90 años por Francia y Gran Bretaña mediante el acuerdo Sykes-Picot.

«Esta región, el Levante, nunca tuvo identidades nacionales antes de ese tratado», afirma Paul Salem, del Instituto para Medio Oriente de Washington. «Aquí, las identidades, contrariamente a los países, atraviesan las fronteras. En esta región los chiitas están aquí y allá, al igual que los sunnitas o los kurdos.»

En todo caso, por su duración, su impacto regional y sus consecuencias internacionales, el conflicto hace pensar a la Guerra de los 30 Años, esa serie de violentos enfrentamientos provocados por diferencias religiosas entre protestantes y católicos que devastó Europa central en el siglo XVII.

Esta vez, la guerra enfrenta a tres gobiernos aliados mayoritariamente chiitas en Siria (Bashar al-Assad es alauita), Irak y el Líbano, contra rebeldes sunnitas. A eso se suma casi siempre la intervención del régimen de Irán, el apoyo logístico de Rusia e incluso la colaboración de China en el Consejo de Seguridad.

La otra parte del conflicto, la sunnita, también recibe la ayuda de potencias extranjeras, incluyendo Arabia Saudita, Turquía, los Emiratos Árabes Unidos y la mayor parte de Occidente, que proveen entrenamiento y armas a los rebeldes en Siria, así como asesoramiento político a simpatizantes sunnitas y facciones aliadas en el Líbano.

En ese intrincado mapa de rivalidades y alianzas también hay electrones libres que interfieren con cualquier estrategia de resolución. Los kurdos y sus aspiraciones nacionales, Al-Qaeda y sus propios objetivos, y sobre todo los jihadistas radicales sunnitas del Estado Islámico en Irak y el Levante (EIIL), que intentan en este momento llegar a Bagdad para crear un gran Estado islámico que incluya parte de Siria y -¿por qué no?- la totalidad de Irak.

Sumados, estos factores se han transformado en un fantasma que se cierne sobre esa región, pródiga en petróleo y gas, ubicada en la frontera sudeste de la OTAN.

Al igual que la Guerra de los 30 Años, que marcó el principio del derrumbe del Sacro Imperio Romano Germánico, este conflicto está enraizado en otro mucho más viejo. Al reemplazar al sha de Irán en 1979, los chiitas radicales crearon un nuevo bloque antioccidental, opuesto a los regímenes sunnitas moderados, liderados por Arabia Saudita y su mentor, Estados Unidos.

«Los regímenes sunnitas respondieron apoyando a Saddam Hussein en la guerra entre Irán e Irak, que, junto con la guerra civil libanesa de la última década, puede interpretarse como la temprana etapa de un conflicto mucho más extenso», explica el historiador Hassan al-Haniyeh.

Pero el perfil de la guerra que acecha actualmente el Levante y la Mesopotamia se hizo patente después de que Estados Unidos invadió Irak, en 2003. La elección de un gobierno dominado por chiitas en Bagdad otorgó influencia a Irán, mientras indignados sunnitas tomaron las armas para luchar, primero contra los ocupantes norteamericanos y después contra Bagdad. En Siria, la brutal respuesta del gobierno alauita-chiita de Al-Assad a la amplia sublevación sunnita de 2011 terminó de sumergir la región en una guerra generalizada.

Ayudas extranjeras

Los líderes regionales y locales luchan por mantener el control de sus feudos y recurren a eventuales ayudas extranjeras. Irán y Rusia dictan la conducta a seguir a los gobiernos chiitas de Beirut, Bagdad y Damasco, esperando debilitar el poder de Estados Unidos y del resto de Occidente. Arabia Saudita y sus aliados apoyan a los sunnitas, con la esperanza de debilitar a Irán.

Sin sorpresas, como en la guerra que devastó a Europa en el siglo XVII, son las poblaciones civiles las que soportan la violencia y las atrocidades. En aquel momento, algunos Estados germánicos perdieron hasta el 70% de su población. Hoy los organismos internacionales estiman que cerca de 200 personas mueren cada día por culpa de la violencia política entre el Líbano, Irak y Siria, que juntos cuentan con 60 millones de habitantes.

Hubo cerca de 250.000 muertos en el Líbano entre 1975 y 1990, más de 150.000 en Siria en estos tres años y entre 126.000 y medio millón en diez años de violencia desde que Estados Unidos invadió Irak en 2003.

«La gente ha perdido toda regla, y no tiene ningún derecho a dar su opinión. Los que mandan son aquellos que tienen las armas», se lamenta Ibrahim Koury, profesor en la Universidad Americana de Beirut.

En ese infierno de desgobierno, sangre y pólvora, a principios de año comenzó el avance de los jihadistas radicales sunnitas del EIIL hacia Bagdad. Esta semana la ofensiva se agudizó, y el grupo ya rodea la capital. Si logra tomarla, con un puñado de hombres -6000 en Irak y no más de 5000 en Siria-, el feroz Abu Bakr al-Baghdadi habrá sido capaz de apoderarse de un territorio grande como Jordania.

No hay gobierno en Medio Oriente o potencia mundial que imagine con beneplácito una modificación del mapa de la región. Sin embargo, esas alteraciones ya existen de facto.

Las fronteras trazadas por el EIIL u otros grupos de combatientes «no han sido reconocidas, pero existen», afirma Paul Salem. «Cobran impuestos, una fuerza armada ejerce el control? Lo único que falta es la formalización jurídica», precisa.

En el siglo XVII, el Tratado de Westfalia consiguió poner fin a 30 años de aquella devastadora guerra europea. El problema es que la historia no se repite. En las actuales condiciones, nadie se atreve a imaginar el éxito de una iniciativa parecida en Medio Oriente.

Qué diferencia a unos de otros

Líneas divisorias

El islam, fundado por Mahoma en el siglo VII, tiene dos ramas principales: los sunnitas u ortodoxos -sunna es tradición-, seguidores de los primeros califas sucesores de Mahoma, y los chiitas, que siguen al yerno de Mahoma, Alí

Autoridad máxima

Los chiitas tienen un líder espiritual, gran ayatollah (un papa), pero los sunnitas no (a semejanza de los protestantes cristianos)

Mayoría sunnita

Los sunnitas son el 90% del islam, pero los chiitas controlan el poder en Irán, Siria, Irak y el Líbano.

 
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