Una polémica de cierta magnitud emergió hace dos semanas al trascender que la Staatskapelle Berlín, bajo la batuta del Maestro Daniel Barenboim, daría un concierto en Teherán en los meses próximos con auspicio de Alemania. Ostensiblemente, el evento buscaría celebrar el reciente pacto nuclear alcanzado entre las potencias e Irán y allanar el camino hacia la más completa integración persa-occidental. El gobierno israelí respondió furiosamente, Berlín reafirmó su postura en tanto que Barenboim y Baharan Jamal, jefe de la división de actividades musicales del Ministerio de Cultura iraní, confirmaron las negociaciones para llevar a la orquesta a Teherán para su primera actuación desde el inicio de la Revolución Khomeinista, más de tres décadas atrás. La emoción cortaba el aire.
Hasta que habló el portavoz del Ministerio de Cultura iraní y aguó la fiesta. Hussein Nuschabadi declaró que en cuanto el organismo se enteró que Barenboim era ciudadano israelí, el propio Ministro de Cultura decidió denegar la autorización para el concierto. “Irán no reconoce al régimen sionista y no va a colaborar con ningún artista de este régimen” aseguró el vocero. Nada nuevo bajo el sol de Persia. Apenas la semana previa, el asesor parlamentario para política exterior y ex embajador en Siria, Hussein Sheikholeslam, afirmó que “Irán continuará rechazando la existencia de cualquier israelí en la tierra… Israel debe ser aniquilado y este es nuestro máximo lema”. Anteriormente, con las negociaciones nucleares en marcha, el Líder Supremo Ayatolá Alí Khameini ya había pronunciado: “La seguridad de Israel no estará garantizada, haya un acuerdo nuclear o no”.
Una pena, realmente. Hubiera sido un gran concierto. En el año del septuagésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial poder ver a una orquesta estatal alemana tocar melodiosamente para un régimen que aspira a imponer un Holocausto sobre el estado judío que nació, en parte, en respuesta al genocidio de la Alemania Nazi, hubiera sido un acontecimiento singular. Para el recuerdo. Sino para la memoria alemana, ciertamente para la judía.
La elección de Barenboim como conductor fue, asimismo, apta. A todas luces, el director de la Orquesta Estatal de Berlín es un enemigo ideológico de Israel. Contará con pasaporte israelí, hablará hebreo muy bien y realizará mil proclamaciones a favor de la paz, pero, más usualmente que no, él suele ubicarse del lado contrario a los intereses de Israel. Actualmente, la República Islámica de Irán representa la máxima amenaza existencial para la nación hebrea. Los israelíes tienen legítimas preocupaciones a propósito del pacto nuclear y del comportamiento terrorista de Teherán. Imperturbable, el Maestro estaba dispuesto a viajar a Irán a entretener a los ayatolás con su diplomacia cultural. Es sabido que fundó la West-Eastern Diwan Orchestra junto al difunto Edward Said, un intelectual palestino (en realidad, egipcio) que se opuso al proceso de paz entre israelíes y palestinos inaugurado en 1993. Bochornosamente, en el año 2000 fue fotografiado arrojando piedras desde el Líbano contra suelo israelí. Said era hostil a Israel. Eso -y no el sueño de la paz- es lo que tenía en común con el Maestro.
Y está ese incómodo asunto de Richard Wagner, también. Nadie como Barenboim ha pujado en años recientes por imponer la obra del compositor alemán en el estado judío. Los hechos básicos son conocidos. Wagner fue un antisemita feroz. Ya en 1850 redactó un tracto antijudío que concluía con estas palabras, dirigidas al pueblo hebreo como Ashaverus, el mítico Judío Errante: “Pero tengan en cuenta que existe sólo un medio de conjurar la maldición que pesa sobre ustedes: la redención de Ashaverus es su aniquilamiento”. No fue sin motivo que Adolf Hitler lo erigió en su modelo ideológico-cultural supremo. Israel se resiste a Wagner. Indiferente, Barenboim insiste.
Israel debe permanecer como el único rincón en el mundo donde Wagner no es bienvenido. Por el contrario, la República Islámica de Irán puede ser, tras Bayreuth, el segundo mejor lugar en el globo para Wagner. Es difícil pensar en otro país más adecuado para la obra wagneriana que la tierra de los ayatolás. Además del desprecio compartido hacia el pueblo judío, el músico alemán y los ayatolás tienen en común un par de cosas. Wagner fue un supremacista alemán, los Khomeinistas son supremacistas islámicos. En ambos se puede ver una pulsión destructiva: el primero fue un anarquista, los segundos son mesiánicos apocalípticos. No hay que forzar demasiado las comparaciones, desde ya. Apenas podemos distinguir algunos trazos comunes. Sin exagerar las similitudes, tampoco debemos negar las válidas asociaciones.
Todo indica que Barenboim no podrá visitar Irán. Quizás la Staatskapelle Berlín sí pueda, como lo hizo la Orquesta Sinfónica de Osnabrück años atrás. Bien podría interpretar Die Götterdämmerung, última parte de Der Ring des Nibelungen; ópera que Wagner alguna vez imaginó poner en escena durante cuatro noches seguidas en un teatro a la orilla del Rin y luego incendiarlo (la obra culmina con la quema del mundo). Así describe aquél épico final el musicólogo español Nicolás Barquet:
«En la lejanía se ve el resplandor de una inmensa hoguera: es el Walhalla, que, presa de voraces llamas que lo destruyen, ilumina por última vez el firmamento con los destellos del incendio que ha de reducirlo a cenizas, lo mismo que a sus divinos moradores, que soportan con estoicismo, sin hacer el más mínimo esfuerzo para ponerse a salvo, el horrible fin que la fatalidad les ha destinado».
Los ayatolás aplaudirán de pie.
¿Cómo se produce un caso así: Alguien que odia su cuna, que devora sus hijos? Resucitemos al Dr. Freud para que lo analice. JEV