Los últimos atentados terroristas en Francia han sacado una vez más a la luz el concepto de “guerra de religiones” que los europeos habían confinado al pasado lejano, previo a los valores que la imperan desde la Revolución Francesa. Otros han preferido utilizar el más neutro “guerra de valores”, por tomar distancia del “choque de civilizaciones” esgrimido desde 2001, o el más antiguo (del tiempo de los romanos) de “civilización contra barbarie”. Son intentos por entender un fenómeno cuyos síntomas y alarmas se han negado reiteradamente porque pasaba lejos, más allá de la trinchera hacia la cual mira hoy el continente en busca de recetas para no dejarse matar.
Ese estado y el pueblo para el que se creó celebran estos días Janucá, una fiesta que es un manual de instrucciones para la resiliencia, palabra no aceptada aún por la RAE, pero que en psicología describe la capacidad de una persona para superar circunstancias traumáticas y, en periodontología, la de los tejidos blandos de recuperar su forma. En lo que nos ocupa, es el término más adecuado para describir la disposición de resistencia, supervivencia y superación de una nación (o colectivo de naciones, como Europa o la cultura occidental en su conjunto) ante la amenaza a su propia esencia.
Es una celebración en cuyo relato ocupa un lugar central un milagro aparentemente tan poco impactante y heroico como que el aceite purificado alcance hasta que se produzcan nuevas cantidades. Pero su lectura histórica nos da una perspectiva esclarecedora, ya que la reconquista del espacio del Templo que se arrebata a la potencia helénica que pretendía erigir allí su ídolo pagano, es principalmente un primer retorno a la independencia después de siglos de sometimiento a pueblos invasores cuya gloria ha llenado las páginas de los libros de la historia antigua y, sin embargo, han desparecido todos, excepto el sojuzgado de los judíos.
Porque lo que en apariencia es una guerra de religiones (la primera, sino del mundo, al menos la de una larga lista para nosotros) entre la visión pagana de los Antiguos Griegos y el monoteísmo (siglos antes de que naciera el cristianismo y prácticamente un milenio antes del Islam), fue ante todo un acto de defensa basado no en la fuerza de las armas, sino de la identidad, materializada en un simple elemento ritual como bandera. Conviene recordarlo hoy, cuando el precepto de proclamar la libertad encendiendo luces en calles y ventanas parece poco recomendable por razones de seguridad. Más nos valdría a los habitantes del mundo libre enarbolar y proclamar a los vientos nuestra libertad, reconquistar las calles y la alegría de vivir como mejor escudo ante los que pretenden borrar lo que somos y fuimos, e instaurar la oscuridad.
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