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| lunes abril 29, 2024

Cuando Oriana Fallaci entrevistó a Muhammad Alí


Eran dos pesos pesados, cada cual en lo suyo. Ambos estaban en el apogeo de sus carreras. Y se enfrentaron en el cuadrilátero en mayo de 1966. De un lado del ring, el boxeador Cassius Marcellus Clay, del otro la periodista Oriana Fallaci. De haber sido una pelea física, el estadounidense hubiera prevalecido. Al tratarse de una lucha intelectual, la italiana ganó. Por knock-out.

-“Muhammad, ¿ha leído usted algún libro?”
-“¿Un libro? ¿Qué libro?”
-“Un libro cualquiera”
-“Yo no leo libros, nunca he leído libros…”

Fallaci atacó a la yugular. Y lo hizo porque las respuestas de Alí, y sobre todo sus actitudes -eructos delante de ella incluidos- la estaban fastidiando.

-“Muhammad, qué opina usted de la humildad”
-“La… ¿Qué?”

Si alguna vez lo vio como “un payaso simpático, alegre e inofensivo” ahora ya no alberga ilusiones sobre Alí, “símbolo de todo lo que hay que rechazar, romper en mil pedazos”. No. No hay química entre ellos. Al convertirse al islam y ser cooptado por la Nación del Islam -un grupo radical y violento de negros seguidores del extremista Malcolm X- Clay pasó a ser Muhammad Alí, comenzó a despreciar a Israel y a los judíos y a decir cosas tales como que “Alá que es un dios mucho más antiguo que vuestro Jehová o que vuestro Jesús” y que “yo no pertenezco a los Estados Unidos, yo pertenezco a Alá que tiene pensadas grandes cosas para mí”.

-“¿Cuáles Muhammad?”
-“Puede que me convierta en el amo de un territorio independiente o puede que en el amo de algún estado africano, puede que en alguno de esos que necesitan un líder y si piensan que necesitan un líder por qué no elegir a Muhammad que es el mejor, es fuerte y valiente y guapo y religioso y me llamarán para que sea su amo. Porque a mí qué me importan América y los americanos y vosotros los blancos, yo soy musulmán”.

Muy musulmán y muy devoto. Pero pragmático al punto de admitir que “el paraíso yo no lo quiero en el cielo cuando sea viejo, yo lo quiero en la tierra mientras sea joven” tras una recitación interminable de los gustos extravagantes que se quiere dar: poseer “un avión de seiscientos mil dólares”, “un yate de doscientos mil dólares”, “una limusina en cada ciudad de América” y una casa como de las que ha visto “en las colinas de Los Ángeles”. Estaba bien encaminado hacia el materialismo, y lo sabía. “Los médicos y los ingenieros tienen que trabajar todos los días durante su vida” dirá, pero en su oficio “con un solo puñetazo se gana un millón de dólares al año”.

Revela, a su vez, con un realismo perturbador, el conocimiento de sus propias limitaciones: “Como cuando me llamaron a las filas del ejército y me hicieron un examen de cultura general y me preguntaron si un hombre tiene siete vacas y cada vaca da cinco galones de leche y se pierden tres cuartos de leche ¿cuánta leche queda? Yo qué sé. Yo no quiero aprender porque me importa un bledo si las vacas dan leche o no la dan, si el cubo tiene un agujero o no lo tiene, eso le importará al dueño de las vacas no a mí, yo soy el campeón del mundo entero y si las vacas pierden leche peor para ellas”. Fallaci cuenta que más bien fue rechazado por no saber responder preguntas elementales del tipo “si encuentras una carta con el sello puesto, ¿qué harías?”.

Uno puede imaginar lo que ha de haber sentido la periodista italiana al escucharlo justificar su divorcio de una mujer moderna que, tras su conversión, Alí criticó por vestir “como los salvajes como las vacas como los perros como usted que es un escándalo”. O al oírlo proclamar que ama más al líder de Nación del Islam que a su propia madre.

-“¿Más que a su madre, Muhammad?”.
-“Sí, mucho más que a mi madre porque mi madre es cristiana y Elijah Mohammad es musulmán…”

Faltaban todavía unos cuantos años para que Fallaci, sentada frente al ayatolá Ruholá Khomeini, con un velo sobre sus cabellos, le espetara indignada “voy a quitarme ahora mismo este estúpido trapo medieval. Ya está. Quitado” y que éste, algunas preguntas más tarde, diera por terminada la entrevista con un “Y basta de charlas. Váyase, fuera”. Pero ya en 1966 Fallaci era una progresista consumada y al cabo de dos días junto a Alí -“héroe equivocado  de nuestra equivocada época”- su “crónica amarga” llegó a su fin de manera abrupta y violenta, con el micrófono volando por los aires, gritos, amontonamientos de negros fieles a Malcolm X y “un confuso cuadro pop-art que me aturde sólo con recordarlo”. La periodista italiana debe abrirse paso entre todos ellos mientras discute con Alí y sus admiradores le gritan que durante cuatrocientos años ella ha comerciado con asiáticos negros, que encarceló a los de su pueblo, que había ido allí a conocer el resultado del combate y ganar en las apuestas. Huye.

El pasado 4 de junio falleció Muhammad Alí. Lástima que la italiana indomable ya no esté con nosotros. Hubiera escrito el obituario perfecto.

 
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