Como bien saben los seguidores de los preceptos de la fe judía, este fin de semana se leerá en todas las sinagogas del mundo la porción que cierra el primero de los libros del Pentateuco, el Génesis (en hebreo, Bereshit). No es un hecho de particular trascendencia, pero nos recuerda (o enseña) que nada se acaba realmente, ya que la semana próxima empezaremos a leer la primera porción del siguiente libro, y así sucesivamente. En Simjat Torá (al final de la fiesta de Sucot) incluso nos permitimos encadenar el final del ciclo (el último capítulo) con su inicio (el primero), reforzando su carácter infinito. ¿Por qué lo hacemos? Seguramente ello afianza la memoria de lo narrado y cada año nos permite descubrir nuevos significados que antes habían pasado desapercibidos en su trascendencia o, al contrario, revelarnos que bajo los verbos repetidos a veces se esconden otros mensajes.
Lo que sí queda claro es la conclusión de que el mundo sigue andando, aunque nos queramos apear y parar la máquina del tiempo. Con la creación humana pasa algo similar. Hay una canción del israelí Matti Caspi que se pregunta justamente (en traducción del hebreo) cuántas canciones distintas se pueden llegar a componer. Pero dicha reflexión es en sí una respuesta: lo que pensamos ya lo pensaron otros antes que nosotros. Lo que acabamos de leer y escribir (estas mismas palabras que plasmo aquí), ya fueron cinceladas en alguna roca, tablilla, papiro, pergamino, papel o disco duro. Si así fuera, sin embargo, estaríamos cada vez hundiéndonos más en un mismo fango sin avanzar un solo paso, como si el tiempo no existiera. Pero existe y no pasa, sino que somos nosotros quienes lo atravesamos, como cuando viajamos en tren y por la ventana vemos discurrir el paisaje hacia atrás.
Hay grandes genios capaces de crear obras asombrosas, descubrir soluciones a graves problemas, deslumbrarnos con talentos excepcionales. Algunos llegarán a dejar su impronta como una ola. Pero, como ésta en la mar, inexorablemente acabará diluyendo su distinción al combinarse con otras olas, simples estelas y casi imperceptibles ondulaciones en un océano esférico e infinito. Escribimos y reescribimos para que nos lean y relean, para que nos canten y nos versionen, para vestirnos y desvestirnos con las mismas ropas, para desintegrar nuestro cuerpo y volver disperso en los átomos de otros.
En pocos días, estaremos dando un nuevo número al ciclo de nuestra existencia, reescribiendo un calendario que parece eterno e inamovible, pero que incluso él no es más que una inercia gravitacional que pierde impulso en el cosmos, eón tras eón. Mientras tanto, disfrutemos de cada relectura y de reconocer la cara de los cercanos, aunque aparentemente sea el mismo texto y las mismas personas que nos rodean
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