El mismo día de esta semana en el cual se retiraba de Afganistán el último soldado de Estados Unidos (posando para una foto nada memorable por cierto pero que recorrería el mundo de los medios y las redes sociales) varios miembros del Consejo de Seguridad junto al Secretario General de la ONU Antonio Guterres, intentaban demostrar (no se sabe muy bien a quien o quienes) que a pesar de su borrosa y casi invisible existencia, podían quizás consensuar una resolución que pudiese ayudar de alguna manera la tragedia afgana, enfocando tres temas: salida de afganos del país, ayuda humanitaria y rechazo al terrorismo. En un rapto asombroso de ingenuidad, Francia, uno de los países que redactó el texto junto al Reino Unido, Estados Unidos e Irlanda, expresó esta memorable frase que quedará registrada en la historia de las infamias: “los ojos de todos los afganos están mirando a este Consejo y esperan un apoyo claro de la comunidad internacional y esta falta de unidad es una decepción para nosotros y para ellos”.
Ni los afganos ni nadie pueden esperar apoyo de nada de la burocracia internacional que ha dinamitado hace rato cualquier vestigio de las esperanzas de aquellos que fundaron Naciones Unidas después de la Segunda Guerra Mundial. Francia y Reino Unido propusieron la creación de una zona segura en el aeropuerto civil de Kabul bajo control de la ONU que permitiera continuar las evacuaciones desde Afganistán. La resolución aprobada no aborda esta cuestión y se limita a insistir en la necesidad de que los talibanes permitan salir del país a toda persona que lo desee. Primer nada total en un texto hueco.
La resolución también señala el “compromiso duradero del Consejo de Seguridad de ayudar a quienes permanezcan en Afganistán” y que “todas las partes deben facilitar asistencia humanitaria y sin obstáculos”. Para cumplir con esto, el Consejo de Seguridad debería invadir Afganistán. Ya el texto no es hueco sino perverso. Y para peor, si cabe la expresión, el texto insta a la “urgente necesidad de abordar la grave amenaza del terrorismo en Afganistán”.
O sea, como declaró la Embajadora del Reino Unido en la ONU, Barbara Woodward, ”el Consejo de Seguridad ha establecido sus expectativas mínimas sobre los talibanes”. En realidad, no estableció nada. No pudo aprobar un texto inocuo, inútil y vacío por unanimidad, porque hasta esa vergonzante resolución no tuvo los votos, obviamente, de China y Rusia.
De esta forma, el único organismo que si quisiera, hubiera podido hacer algo por la población afgana, abrió las puertas sin pudor a la superproducción de drogas, la represión medieval y un amplio abanico de posibilidades para que grupos terroristas con matriz en ISIS puedan expandirse, y asociarse a otros, como Hamas sin duda, y volver a demostrar en Europa y Estados Unidos que no es con desidia e indiferencia que se termina con el terrorismo.
El periodista español del diario 20 Minutos Carlos Encinas, señala en una columna de opinión de esta semana que en los últimos 20 años la superficie de plantación de amapolas en Afganistán se ha multiplicado por 40, más allá de la presencia de Estados Unidos y a pesar de ella. Hoy, Afganistán acapara el 85 por ciento de la producción mundial de opio, del que se obtiene la morfina y su derivado, la heroína. El grupo de sustancias de los opioides es el responsable del 66 por ciento de las casi 170.000 muertes al año que se registran por consumo de drogas, es decir unas 112.000 vidas cada año. Eso sin contar la enorme capacidad que el dinero del narcotráfico tiene de generar corrupción.
Encinas es contundente:” Habida cuenta que Afganistán es el séptimo país más pobre del planeta y que su economía está al borde del colapso, todo conduce a anticipar que los talibanes harán del opio su principal fuente de ingresos hasta convertir a su país en un narcoestado. Por el opio ya los talibanes obtenían, según la ONU, unos 400 millones de euros, pero al controlar todo el país la cantidad estimada rondará los 5.000 millones. Tanto la ruta de los Balcanes como la del sur, a través de Pakistán, tienen como destino Europa, que puede ver sus mercados de droga inundados de heroína”. Encinas predice: ”El opio, que para los talibanes es oro, para nosotros es la muerte”.
El periodista español Amador Guallar, que vivió muchos años en Afganistán, hizo esta semana una crónica desgarradora en el diario El Confidencial. Compartimos algunas informaciones.
Hace una semana, el Emirato Islámico de Afganistán prohibió oficialmente la música en todo el país. “La música está prohibida por el islam dijeron”. Apenas tres días después, un conocido cantante de música tradicional afgana, Abdulá Fawad Andarabi, era asesinado por los talibanes. El asesinato de Fawad y otros músicos en los últimos días dejan bien claro que la vuelta del Emirato exige que los afganos renuncien a parte de su herencia e identidad cultural.
Para los talibanes, la práctica deportiva equivale al pecado. ‘Haram’, prohibido. ¿Qué hará ahora el equipo femenino de ciclismo afgano y sus seguidoras, que ganaban adeptas cada año? O qué pasará con las famosas niñas de Skateistan, una ONG que enseñaba a pequeños a practicar ‘skateboard’ para sacarlos de la mendicidad de las calles y que, hasta la caída de Kabul, no paró de cosechar éxitos. Son tantos los deportes que se quedan sin agua, sin vida, sin oportunidad para crecer y prosperar. Con los talibanes, también mueren las pocas activistas sociales que quedaban y daban la cara poniendo su vida en riesgo. Muchas han quedado atrás, abandonadas tras la evacuación, por lo que es mejor – escribe Amador- no nombrarlas porque eso pone su vida en riesgo. Gran parte de los informadores y escritores afganos se han quedado atrás y sólo tienen dos opciones: poner su pluma o voz al servicio del régimen o cesar su actividad, bajo pena de sufrir las consecuencias, que pueden ir desde el castigo corporal y la prisión hasta la condena a muerte.
El Consejo de Seguridad, la actitud de China y Rusia y el encogimiento de hombros de Occidente, no sólo abren nuevas rutas de terrorismo y marcan con fuego el futuro cercano inmerso por vaya a saber cuánto tiempo más en una pandemia latente y vigente, sino que entre el éxodo desesperado o la prisión medieval que llega, Afganistán se queda sin presente ni futuro, sin científicos ni maestros; sin cultura física ni desarrollo humano.
Amador Guallar lo escribe crudamente: ”todo lo conseguido con cuentagotas con el sufrimiento y la muerte de miles de afganos y un buen puñado de extranjeros, es ahora parte de una matrioska rusa en la que cada muñeca es una prisión decorada con las estrictas reglas de la teocracia fundamentalista del Emirato”.
Todo podrá pasar. Los soldados se fueron. El Consejo de Seguridad duerme. Quedaron los talibanes y el ISIS. Bombas de tiempo.
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