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| martes abril 23, 2024

Romper con Pakistán


¿Quién tiene la culpa de la humillante rendición de EEUU en Afganistán; del deshonroso abandono de ciudadanos americanos y de afganos que lucharon a nuestro lado contra el Talibán y Al Qaeda; del vergonzoso trato dado a nuestros aliados en la OTAN y de la letal incompetencia con que se llevó a cabo la retirada? Joe Biden, sin lugar a dudas. Pero no deberíamos ignorar las aportaciones de otros a este fiasco histórico. Y entre ellos ocupan un lugar destacado los dirigentes de Pakistán.

No me satisface decir esto. La primera vez que visité Pakistán fue hace 38 años. La mayoría de la gente con la que traté era amable, hospitalaria y tolerante, y se mostraba abierta a hablar, ¡en inglés!, de cualquier cosa. Ciertamente, cuatro años antes una turba irrumpió en la embajada norteamericana en Islamabad, furiosa por las informaciones –completamente erróneas– de que EEUU había estado implicado en la toma de la Gran Mezquita de La Meca. Pero cuando pasó esa crisis, Muhamad Zia ul Haq, general de cuatro estrellas que se convirtió en presidente del país tras derrocar al primer ministro Zulfikar Alí Bhutto, se mostró ávido de mejorar las relaciones con Washington.

Acudí a una pequeña cena en la que él era el anfitrión. Sus ojos eran oscuros y predatorios como los de un tiburón. Pero no parecía un mal tipo, como suelen parecer los dictadores.

Por aquel entonces, el general Zia estaba procurando cobijo a multitud de refugiados procedentes de Afganistán, donde las fuerzas soviéticas apoyaban a un Gobierno comunista en guerra contra guerrillas musulmanas. Tanto Washington como Islamabad ayudaban a las referidas guerrillas, que, según pensaba la mayoría de los norteamericanos, estaban expulsando a una fuerza ocupante extranjera, no lanzando una nueva yihad global contra los infieles y los herejes.

Sin embargo, en los cinco años siguientes el presidente Zia estableció leyes y tribunales de la sharia, nombró altos cargos islamistas, restringió los derechos de las mujeres y las minorías religiosas, criminalizó la blasfemia y añadió la flagelación, la lapidación y la amputación a la lista de castigos que podían ser infligidos a los malhechores.

Mi última visita a Pakistán fue en 2009. Estuve menos de dos semanas, pero en ese tiempo se registraron cuatro ataques terroristas. Uno, atribuido al Talibán pakistaní, tuvo por objetivo el Pentágono local. Armados con fusiles automáticos, granadas y lanzacohetes, los terroristas lucharon durante 22 horas; tomaron rehenes, y se informó de la muerte de un brigadier, un coronel y tres miembros del comando asaltante.

La reacción de numerosos pakistaníes me dejó estupefacto por su indiferencia. Y aun algunos que condenaban los ataques del Talibán local condonaban los ataques del Talibán afgano a los norteamericanos.

Ya para entonces cundía la sospecha de que el mando central de Al Qaeda, incluido posiblemente Osama ben Laden, se ocultaba en Pakistán. Lo comenté en una columna y fui reprendido por ello en un programa de televisión por el conductor del mismo.

Por supuesto, las sospechas se confirmaron. Y ahora tenemos la certeza de que poderosos elementos de la inteligencia y el ejército pakistaníes ayudaron a crear el Talibán afgano a principios de los años 90 del siglo pasado, y que siguieron financiando y adiestrando a sus combatientes aun después de la intervención norteamericana de 2001. Al parecer, la estrecha alianza del Talibán con Al Qaeda no les supuso el menor problema.

El autor Elliot Ackerman, que sirvió como marine en Afganistán, no es el único que piensa que si los dirigentes de Pakistán hubieran retirado su apoyo y cerrado la frontera al Talibán –cuyos líderes se retiraban a sus bases pakistaníes cada invierno–, la organización islamista habría colapsado en vez de persistido hasta que los dirigentes de EEUU se hartaran y retiraran, como esperaban y preveían los yihadistas.

Los dirigentes de Pakistán siguen apoyando a los supremacistas islámicos y a yihadistas de varia condición. El exembajador pakistaní Husain Haqani, actualmente investigador en el Hudson Institute, ha escrito:

El ‘establishment’ pakistaní ha oscilado entre las distintas facciones islamistas, resaltando unas y reprimiendo otras, pero nunca ha pensado en los laicos de referencia, que son tachados de traidores o de infieles a la ideología del país.

La comunidad internacional, retóricamente comprometida con la no proliferación nuclear, no pudo impedir que Pakistán detonara un bomba atómica en 1998, el mismo año en que Al Qaeda atentó contra dos embajadas de EEUU en África y Ben Laden emitió su infame fetua: “El mandato de matar a los americanos y a sus aliados –civiles y militares– es un deber sagrado para todos los musulmanes”. El físico pakistaní A. Q. Jan, padre del ilícito arsenal nuclear de Islamabad, transfirió ilícitamente tecnología nuclear a Irán, Libia y Corea del Norte. Muchos pakistaníes lo consideran un héroe.

Luego de la “rendición incondicional” del presidente Biden “ante una amorfa turba armada” –en acertadas palabras del periodista indio Shejar Gupta–, el primer ministro de Pakistán, Imran Jan, declaró rotas “las cadenas de la esclavitud”. El jefe de los poderosos servicios de inteligencia pakistaníes (ISI), teniente general Faiz Hamid, fue agasajado por el Talibán en Kabul. El ministro pakistaní de Exteriores, Sah Mahmud Qureshi, habló telefónicamente con el nuevo presidente de la República Islámica de Irán, Ebrahim Raisi.

Aunque considerado uno de los principales aliados de EEUU no pertenecientes a la OTAN, Pakistán mantiene una estrecha alianza con Pekín, y su Ejército tiene vínculos con el de China. Aun así, entre 2002 y 2018 el Gobierno norteamericano transfirió ayuda a Pakistán por valor de más de 33.000 millones de dólares.

La Administración Trump cortó la ayuda a Pakistán, pero hace mucho que está pendiente una reconsideración de la relación bilateral. Sé que es un asunto delicado: no queremos poner a Islamabad aún más cerca de los enemigos jurados de América. Pero si sus dirigentes han decidido que sus intereses quedan mejor atendidos siendo clientes de China (ignorando la persecución de los musulmanes en Xinjiang), aliados de los yihadistas imperialistas de Teherán y defensores del Talibán, Al Qaeda y otros terroristas islamistas, el matrimonio no puede ser salvado.

El presidente Biden heredó de sus predecesores una larga lista de errores, malas evaluaciones y trabajos inconclusos. Pero ahora es él el que se sienta en el escritorio donde ya no hay a quién delegar las responsabilidades.

© Versión original (en inglés): FDD
© Versión en español: Revista El Medio

 
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