Rollos del Mar Muerto. https://sp.depositphotos.com/ libre de derechos
El día en que Jum’a y su primo Mohammed ed-Dhib, pastores beduinos de la tribu de Ta’amireh iban a hacer el descubrimiento más importante de sus vidas, se dedicaron desde temprano a contarse sus sueños. Corría el año 1947 y el sol sobre el Mar Muerto destellaba en las esculturas de sal de las orillas. Jum’a soñó que las frutas de Jericó eran las mejores del mundo; Mohammed, que en las nubes había un tesoro que escogía la lluvia con la que bajar a la tierra, rozaba el horizonte y volvía a subir. A los pastores les encanta exagerar, y mucho más cuando recorren un paisaje reseco y agujereado como un queso de piedra rodeado de hierbas medicinales. Los jóvenes conocían los nombres de sus cabras y no siempre apreciaban su carácter díscolo e independiente. Esa mañana una se les había extraviado en un wadi. Gritaron su nombre una y otra vez y el eco les trajo un desprendimiento de piedras. Jum’a comentó que alguna cabra salvaje de la zona estaría en celo, y que la suya habría partido en pos de su olor. El mediodía tenía un perfume de persistente azufre procedente del mar y cerca de donde estaban los cuervos se disputaban algún animal muerto.
Tiraron piedras a las cuevas, en las que siempre temían entrar. Corrían rumores de que los judíos las habían hechizado y que bastaba acceder a su penumbra para desaparecer en ella. Ninguno de los chicos sabía que en el año 217 de la era cristiana Orígenes encontró cerca de allí una vasija que contenía copias de los salmos hebreos. El maestro alejandrino contó con alegría que no había placer mayor que desenterrar parábolas, ni gozo superior a reencontrar lo perdido. Sostenía que todo viaje hacia el pasado acercaba a los hombres al primer Adán, y que toda revelación presente les hacía ingresar en el aura del segundo, es decir Jesús. De hecho, pensó Orígenes el día de su hallazgo, las enseñanzas y parábolas del libro santo no desaparecían nunca. Como las larvas de las cigarras podían dormir décadas bajo tierra hasta que alguna lluvia persistente las activaba y disponía para un nuevo canto. Jesús había dicho que él pasaría pero sus palabras no. Que la sombra que proyectaba su cuerpo sería reabsorbida, pero que la luz de su corazón sería inextinguible. Orígenes había memorizado esa sentencia en un libro perdido, el Kata Simeón. Obra de un apóstol de ese nombre que murió a los ciento dos años en la Tebaida.
Una de las piedras arrojadas por los primos les trajo un sonido hueco, casi musical. Se armaron de coraje y entraron a la cueva de la que había provenido el ruido. No estaba allí la cabra pero sí, y roto, el gran cántaro que contenía los manuscritos hebreos y arameos que ninguno de ellos sabía leer. Eran, los pergaminos escritos, aunque no había modo de que ellos pudieran saberlo, parte de la biblioteca de los esenios. Los manuscritos del Mar Muerto. Llenos de excitación los primos fueron a ver al zapatero del pueblo. Los cueros escritos le parecieron lo bastante fuertes como para destinarlos a suelas de sandalia. El contacto de los signos escritos con el suelo neutralizará su poder y, de paso, les brindaría a ellos monedas para costearse antojos. Algunos de los siete escritos fueron troceados y limpiados con limón diluido. Cuatro fueron vendidos, tiempo después, y por el zapatero, al archimandrita del monasterio sirio ortodoxo de San Marcos de Jerusalén. Otros fueron a parar a las manos del arqueólogo Eleazar Sukenik, profesor de la Universidad Hebrea, quien fue el primero en individualizar la copia del rollo de Isaías y también el primero en padecer insomnio y angustia por la importancia del descubrimiento. Rastreando los pormenores del hallazgo llegó al zapatero, y del zapatero a los pastores, que no quisieron revelarle el lugar exacto en el que habían arrojado la piedra.
No tardó en comprender que allí donde Isaías escribía, en los textos oficiales: ´´¡Despertad y cantad, moradores del polvo! Porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra devolverá sus muertos!´´, uno de los rollos hallados por los beduinos anotaba lo mismo, todo lo cual ocurría mientras cientos de miles de seres humanos mancillados, heridos, torturados y numerados, llegaban a las costas de su tierra ancestral para iniciar una existencia que jamás curaría sus heridas ¿Serían ellos los muertos devueltos que había morado en el polvo de los campos de muerte? ¿Serían esos sobrevivientes, y como las letras de los manuscritos, parte de la música dolorosa de las antiguas profecías? Cuando los académicos presentaron a la prensa, y en Jerusalén, el documento llamado La guerra de los hijos de la oscuridad contra los hijos de la luz que formaba parte de los manuscritos del Mar Muerto, se interrumpió la corriente y el silencio cubrió a los presentes con el oscuro manto de la tragedia. No muy lejos de allí, los pastores beduinos vieron, caminando por Jericó, a un hombre que llevaba sandalias con los cueros escritos. Nadie es, ciertamente, culpable de lo que ignora. Nadie, tampoco, y en ocasiones, puede evitar que las viejas colisiones, las antiguas guerras y los tristes desprecios, lleguen a sus oídos.
Mario Satz: Bibliotecas imaginarias
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