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| sábado julio 27, 2024

Dentro del Israel real

En un país con conflictos reales, nadie tiene tiempo para guerras culturales


Como la mayoría de las personas, y como la mayoría de los judíos, he estado experimentando la guerra entre Israel y Gaza desde miles de kilómetros de distancia. Pasé las semanas posteriores al 7 de octubre con la vista pegada a mi teléfono, en lugar de tener que esconderme en un refugio mientras los cohetes volaban por encima. Experimenté cada ola de desesperación, cada atrocidad trasmitida desde un GoPro, cada momento, a horas de distancia y en otro mundo; un mundo que no se vio directamente afectado por el caos, pero que de todos modos fue consumido por él. Mientras los jubilosos militantes de Hamás estaban destruyendo los kibutzim, yo estaba en una boda en Barcelona. Cuando Israel comenzó a contraatacar yo estaba a salvo frente a mi escritorio, enviando correos electrónicos de trabajo, instalado en la seguridad de la distancia.

Siempre he sido partidario de Israel; es difícil no serlo cuando tu hermana acaba de dejar las FDI, la familia de tu padre vive allí y tienes doble ciudadanía. Inmediatamente después del 7 de octubre, como tantos otros judíos, me sentí invadido por una justa furia. La duradera promesa de Israel de que era el único lugar donde los judíos podían estar seguros quedó destrozada, y las víctimas eran ridiculizadas en línea mientras el mundo se ponía del lado de nuestros enemigos. La única forma en que pensé que podía ayudar era publicando material como un partidario en línea. Corregir cada pieza de información errónea que vi, tratando de discutir con mil anónimos diferentes, cada uno más extraño y trastornado que el anterior. Al profundizar en los grupos de Telegram y WhatsApp y Twitter/X, me convertí no solo en un fan de Israel, sino en un contestador por Israel; un simpatizante de Israel, por así decirlo.

Pero los días pasaron y fui sometido a oleada tras oleada de críticas, y cuando algunos funcionarios israelíes repetidamente dejaron que sus emociones se desbordaran, diciendo cosas que desearía que no hubiesen dicho, me quebré un poco. Si bien nunca tuve dudas sobre la necesidad de la mayoría de las acciones de Israel en Gaza, perdí el valor. Me avergonzaba que mi país se dejara golpear una y otra vez en el discurso público. Sentía que cada vez más personas a las que respetaba en internet y en persona no estaban dispuestas a ver lo que yo podía ver: que si bien Israel puede excederse a veces, no es diferente a cualquier otro país, con sus fallas y errores, especialmente durante una guerra.

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A veces me avergonzaba el exceso de celo de mi propio bando: personas a las que respetaba abandonaban repentinamente sus facultades para reaccionar con bilis y furia ante el más mínimo desaire por parte de cualquiera que se atreviera a ser un poco menos contundente que ellos en su defensa de Israel. En algunos momentos, aparentemente con la esperanza de que fueran ciertas, compartían cosas que sabían que debían ser falsas sin pensarlo dos veces. Si bien sabía y todavía sé que Israel no es un proyecto colonialista, que no es un régimen sediento de sangre empeñado en un genocidio, el peso de las repetidas afirmaciones comenzó a desgastarme.

Pero entonces regresé a Israel. En el momento en que uno baja del avión, la noción de que las ideas estadounidenses sobre la raza podrían ser incluso vagamente aplicables, de que Israel es un puesto de avanzada de colonos “supremacistas blancos”, se disipa instantáneamente. Tel Aviv se siente más diversa que cualquier ciudad estadounidense, con sus playas y bares repletos de una variedad increíblemente atractiva de gente de todo el mundo. A pesar de la guerra hay expatriados, hay trabajadores extranjeros, hay millones de personas (menos de la mitad de las cuales son “blancas”) que viven sus vidas como todos los demás.

En Jerusalén, una ciudad de fe mixta durante miles de años, vi familias con hiyabs haciendo picnic en los parques junto a judíos seculares. En el maratón de la ciudad, vi alfombras de oración orientadas hacia el este cerca de la entrada, y corredores con sus talits judíos ondeando mientras trotaban.

Menciono estos pequeños momentos no porque los encuentre extraordinarios: son rutina en Israel, y lo han sido durante las décadas en que lo he estado visitando. Los menciono porque al verlos con mis propios ojos durante este conflicto, me di cuenta de que los había dado por sentados. Temía que tal vez la guerra hubiera reescrito el ADN de la sociedad israelí.

Pero no es así. Lejos de las guerras culturales, en el frente de la guerra real, la vida continúa. La sociedad israelí no ha sido infectada con el venenoso discurso en blanco y negro de Occidente. Si se habla con ciudadanos musulmanes de Israel, el 70 por ciento de los cuales ha dicho que los ataques del 7 de octubre los hicieron sentir más israelíes, hay poca animosidad. En 2021, durante la última ronda de violencia, las luchas sectarias dentro de Israel causaron destrucción en ciudades y pueblos en todo el país. Esta vez, nada.

Las zonas musulmanas por las que pasé estaban tranquilas. Desde Yafo, hogar de mercadillos y puestos de knafeh y una casa Soho, hasta Wadi Ara, al noroeste de Tel Aviv, y las elegantes calles romanas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, no parecía haber un inminente hervor de tensiones étnicas. Incluso cuando comenzó el Ramadán y los políticos israelíes instaron a la precaución, la atmósfera generalmente febril que crea el mes sagrado no se materializó. ¿La violencia esperada? No se ve por ninguna parte.

En Tel Aviv hablé con empresarios de Startup Nation Central, una organización sin fines de lucro creada para ayudar a las empresas extranjeras a invertir en la exitosa escena tecnológica de Israel. Algunos me hablaron de los CTO (gerentes generales de tecnología) que se unen a las reuniones de Zoom desde el frente, y de las nuevas empresas que se pusieron manos a la obra para apoyar a las FDI; en otras palabras, la gente se estaba adaptando y sobreviviendo. Les molesta que la inversión haya disminuido desde que comenzó la guerra, pero están seguros de que volverá a aumentar pronto. “El Israel de hoy es muy diferente al de antes del 7 de octubre, y la gente carga consigo un sentimiento diferente”, me dijo Aviva Steinberger, directora de diplomacia de innovación en Startup Nation Central. “Es un entorno distinto y, sin embargo, los negocios siguen abiertos. La gente está operando”. Se mantuvo firme en el hecho de que, a pesar de algunas proclamaciones públicas, muchos inversores y empresas árabes todavía están interesados en Israel.

Está claro que el movimiento de boicot en línea no está ahuyentando a los saudíes y emiratíes que buscan tecnología agrícola. «Seis meses después y un año después de conflictos anteriores, Israel ha regresado con nuevas empresas más fuertes, un espíritu más empresarial y una economía más fuerte en todos y cada uno de los casos», dice Steinberger. «Y si bien podría llevar más tiempo y sentirse mucho más en este momento, nuestra esperanza es que continuaremos con esa tendencia».

En la calle Kaplan de Tel Aviv, todos los sábados por la noche hay una protesta. La multitud educada, liberal y de habla inglesa está formada por aquellos que, por encima de todo, quieren ver caer al gobierno. Hablé con un hombre llamado Ori, que había salido a protestar con su madre. Viaja mensualmente entre Israel y Estados Unidos por motivos de trabajo y, como la mayoría de la gente en Israel, quiere viajar alrededor del mundo y no avergonzarse de decir de dónde es. No es un supremacista blanco; su familia proviene de Yemen. Me dijo: “Nunca me he sentido en peligro en Estados Unidos, pero sé que en algunas ciudades es diferente: un amigo mío fue amenazado en Washington DC”.

Su mamá estaba más preocupada. «Hamás ha hecho un gran trabajo de propaganda», señaló. “Todavía recuerdo cuando teníamos voluntarios no judíos en los kibutzim. Ya no están. Israel se está convirtiendo en un gueto más grande”.

Más allá de Tel Aviv, es un mundo diferente. En las zonas rurales del norte de Israel, donde vive mi familia, a la gente le importa aún menos lo que el mundo tenga que decir. Fuera de las ciudades, la vida en Israel sigue siendo dura. La mayoría de los trabajos son manuales y existe aún menos interés en lo que piensa el resto del mundo. No hablan inglés; no saben ni les importa lo que piensan en los campus de Columbia o Harvard. Una noche, durante la cena, un pariente me preguntó si Londres seguía siendo “un agujero de mierda antisemita”. Envían a sus hijos a luchar en Gaza y rezan por su regreso, ya no confían en Bibi, pero no saben a quién más recurrir.

En el kibutz de donde es mi familia hay una pequeña cantera de piedra caliza; israelíes judíos y árabes, del interior de Israel y de Cisjordania, trabajan codo a codo desde las primeras horas abriendo agujeros en la montaña. Es un trabajo sucio, sudoroso y peligroso, y no hay lugar para tratar a quienes te rodean como otra cosa que no sea iguales. No hay nada especial en esta escena: es una de las cientos de miles que suceden todo el tiempo en todo Israel. En los restaurantes, en las tiendas, en las fábricas, hay un millón de tipos diferentes de tranquila convivencia, la mayoría de los cuales han sobrevivido al 7 de octubre.

La maldad y la locura del discurso en línea reducen a Israel a una caricatura. En realidad no es diferente de cualquier otro país, pero se le presenta como único en su maldad o en su futuro. Cuando la imagen pública de un país está construida por personas que nunca han estado allí, se acaba con mentiras sobre mentiras.

Israel no es un Estado racista ni un modelo impecable de virtud moral que nunca comete un error. Es un país como cualquier otro. Hay elementos feos en su sociedad, y hay una incompetencia política que genera el peligro de llevar al país a la ruina. ¿Pero dónde no existe eso? No hay nación sobre la faz de la tierra inmune a los demagogos, o cuyo pueblo no reaccionaría con miedo y rabia cuando cientos de sus conciudadanos son masacrados.

En todas mis conversaciones con israelíes, todas las personas con las que hablé estaban inquietas, cansadas, querían sentirse seguras.

Una noche, tomando unas copas en Tel Aviv, hablé con un amigo que acababa de ser liberado de su servicio en la reserva después de tres meses en Gaza y los kibutzim destruidos a su alrededor. Le pregunté qué pensaba de la respuesta del mundo: el aumento del antisemitismo, las marchas que se convierten en turbas de odio, el discurso interminable y estúpido de la izquierda en línea. Me respondió que no le importaba. Había pasado tres meses en Gaza y ahora había salido de allí, y estaba de regreso con su esposa e hijos. «Solo me importa lo que está pasando aquí», me dijo. En un país con conflictos reales, nadie tiene tiempo para guerras culturales.

*Editor digital de Jewish Chronicle y consultor de redes sociales.
Fuente: The Spectator.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.

 
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