Este mes marcaremos el Día Internacional de Conmemoración Anual en Memoria de las Víctimas del Holocausto, instituido por las Naciones Unidas cada 27 de enero. Aunque la fecha pueda perderse en el abultado calendario de las conmemoraciones mundiales, su pertinencia no debe pasarse por alto. A la vez que nos convoca a honrar la memoria de las víctimas de este atroz genocidio del siglo pasado, nos llama a unirnos en contra de quienes aún en la actualidad lo repudian.
La negación del Holocausto cobra tres manifestaciones posibles. La negación en sí, la minimización y la banalización. Ejemplo de la primera es no reconocer la existencia del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial; de la segunda es admitir que el genocidio existió pero postular que no fueron asesinados seis millones de judíos; la tercera consiste en descontextualizar los hechos y darles una aplicación universal arbitraria. Su común denominador es la judeofobia.
Los cuestionadores del Holocausto usualmente se auto-definen como “revisionistas” y pretenden cubrir con una pátina de academicismo lo que en realidad es un prejuicio de odio al judío. Al presentarse como investigadores imparciales que aspiran a la noble gesta de debatir la historia, buscan confundir a su audiencia, engañándola en la creencia de que la negación del Holocausto es un legítimo tema de debate. En rigor, no lo es. Pues no están en un mismo plano los hechos fácticos, las opiniones y las mentiras. Supongamos que un hombre blanco negase la existencia de la esclavitud de los negros en los Estados Unidos en épocas pasadas. Y que alegase que él meramente pretende “debatir” los hechos y e invocase su derecho a la libertad de expresión para difundir sus afirmaciones históricamente infundadas. Instintivamente identificaríamos a tal sujeto como un predicador del odio racial, como un propagador de negrofobia. Pues una cosa es debatir honestamente la historia y otra muy distinta es negar un acontecimiento histórico comprobado. Uno puede discutir la historia norteamericana, pero no puede legítimamente cuestionar la existencia de Abraham Lincoln o de Solomon Northup.
Que el acto de la negación (en sí o en sus variantes) es irracional por antonomasia puede verse de manera elemental, tal como la historiadora de la Universidad Emory, Deborah Lisptadt, ha observado. Pues para que los negadores estén en lo cierto, los sobrevivientes, los testigos y los perpetradores deben estar equivocados. Durante los Juicios de Nüremberg, los fiscales presentaron tres mil toneladas de evidencia de la ocurrencia del genocidio de los judíos (y de no judíos) durante la guerra. Ningún criminal de guerra nazi juzgado negó alguna vez la comisión del exterminio. Célebremente, Adolf Eichamnn se presentó como un burócrata de la obediencia debida durante su famoso juicio en Jerusalén en los años sesenta. Burócrata y obediente, quizás. Negador, no.
La libertad de expresión choca a las puertas del discurso del odio. Las democracias están llamadas a promover lo primero y a contener -y eventualmente erradicar- lo segundo. La negación del Holocausto es ejemplo cristalino de una prédica odiosa. Como tal, no debe ser debatida, sino combatida.
***Julián Schvindlerman es escritor y analista político. Licenciado en Administración (UBA) y Magister en Ciencias Sociales (Universidad Hebrea de Jerusalén).
NUNCA SE OLVIDARÁN. …AM ISRAEL JAI