Es legítimo cuestionar la oportunidad o conveniencia de la medida unilateral anunciada por el gobierno israelí de extender la soberanía sobre los asentamientos israelíes en Judea y Samaria y en el Valle del Jordán.
Denominar a esta acción “anexión” sería claudicar ante la narrativa palestina. Anexión significa incorporar un país o una parte de su territorio a otro, cosa que de ninguna manera estaría sucediendo aquí. Los territorios palestinos no son un Estado ni jamás fueron soberanos, más bien se trata de territorios en disputa que un acuerdo de paz debiera resolver.
Justamente eso intenta el plan del Presidente Trump. El denominado “Acuerdo del Siglo” es un esfuerzo por reactivar un proceso de paz que está estancado, imprimiéndole una inusual e imprescindible dosis de realismo para intentar reavivarlo. Conduce a la creación de un Estado Palestino, pero teniendo en consideración las necesidades de seguridad de Israel, muchas veces subestimadas por otros actores internacionales.
Una fuerte lluvia de críticas acerca de las consecuencias que esta medida acarrearía no se hizo esperar. Muchos entienden que esto dañaría la solución de dos Estados, pues debilitaría la viabilidad y contigüidad territorial del futuro Estado palestino. En el vecindario existiría la probabilidad de una fuerte intensificación de la violencia, la ruptura de las relaciones pacíficas con Jordania y Egipto, y el enfriamiento de la incipiente cooperación con los Estados del Golfo. A nivel internacional, la Unión Europea, China, Rusia y los siempre hostiles organismos internacionales, emitirían enérgicas condenas. Además, se incrementaría el antisemitismo en todo el mundo, y el BDS vería una justificación para expandir su activismo.
Ante pronósticos tan pesimistas se impone alguna reflexión. En primer lugar, se desconoce la real magnitud de esta medida, si es que en definitiva se concreta. De todas maneras, no pareciera ser que en medio de la pandemia del coronavirus esta centenaria contienda esté en el centro del interés mundial.
Los países vecinos comprenden la conveniencia de mantener las buenas relaciones con Israel. Apenas la semana pasada, se aprobó un inédito protocolo de cooperación científica con los Emiratos Árabes Unidos para el combate contra el coronavirus. Por su parte, la Unión Europea, para imponer sanciones, requiere de consensos muy difíciles de lograr. Mientras que el antisemitismo tradicional y el BDS, una de sus fachadas más modernas, no necesitaron de ninguna medida de ningún gobierno para lucir tan vigente y vigoroso.
Los más importantes líderes y estrategas israelíes han considerado que Israel debe retener en cualquier acuerdo los bloques de asentamientos bajo su control y que el Valle del Jordán, siendo la frontera más larga, otorga una profundidad estratégica imprescindible para su seguridad.
No sólo Beguin y Sharón se manifestaron en ese sentido, sino que el propio Rabin, un mes antes de ser brutalmente asesinado, se dirigió a la Kneset sosteniendo que veía el futuro de las fronteras del país con una capital Jerusalén unida, una frontera oriental en el Valle del Jordán, y con la ley israelí rigiendo en las comunidades judías situadas más allá de la Línea Verde.
El Likud de Netanyahu triunfó en las elecciones con la propuesta concreta de llevar a cabo esa extensión de soberanía, y su principal rival el partido Azul y Blanco, cuyos principales dirigentes fueron militares del más alto rango, no se opuso a esa idea en la campaña electoral. Por el contrario, Gantz su conductor, firmó un acuerdo de coalición para integrar el gobierno comprometiéndose a estudiar el tema en forma conjunta. Es importante destacar que no sólo existe una mayoría en el parlamento israelí para sancionar esa medida, sino que hay una mayoría de la población que también la aprueba.
Netanyahu pretende cambiar el paradigma de que hay que intercambiar tierras a cambio de paz, pues es una fórmula que ha demostrado su fracaso. En 2005 el gobierno de Ariel Sharón retiró toda presencia militar y evacuó a más de 8.500 pobladores judíos de la Franja de Gaza, con el objetivo de dar muestras de buena voluntad para avanzar hacia la paz. Los palestinos de la zona interpretaron esa acción como una muestra de debilidad, destruyeron todas las estructuras abandonadas que podían servir para actividades productivas, como fábricas e invernaderos, y proclamaron con incendios su victoria sobre los sionistas.
El desmantelamiento de comunidades enteras y el retiro coercitivo de los colonos generó una verdadera conmoción nacional que no produjo los resultados esperados. Por el contrario, precisamente desde esas tierras es que proceden la mayor cantidad de ataques terroristas con decenas de miles de misiles lanzados sobre población civil israelí.
La aplicación de la ley israelí sobre los asentamientos busca, entre otras cosas, dificultar ese tipo de desalojo compulsivo en un futuro, mientras que, en lo inmediato, no causaría el desarraigo de ninguna población.
La extensión de soberanía no se produciría a expensas de un futuro Estado palestino, dado que en esos territorios la enorme mayoría de sus habitantes son judíos y hay un número muy reducido de población árabe. La totalidad de los asentamientos ocupan sólo el 6% de Cisjordania, un área que podría ser intercambiada por otras zonas de igual superficie a modo de compensación en un futuro acuerdo. Si existiera buena voluntad, el estatus final de los territorios en cuestión sería prácticamente el mismo que la medida unilateral del gobierno israelí pretende otorgarle.
La no aceptación palestina de cualquier tipo de propuesta, priva a Israel de tener fronteras definidas como el resto de los países del mundo. La explicación radica en que el conflicto no es geográfico, sino que el rechazo es a la existencia misma del Estado judío, sin importar los límites. Esta permanente negativa a negociar mantiene la situación paralizada, y Netanyahu intenta hacer un movimiento que sacuda el tablero para impulsar un cambio, por supuesto aprovechando la postura favorable actual de la Casa Blanca.
Los líderes palestinos deberían comenzar a pensar en el bienestar de su propio pueblo, y asumir que décadas de rechazo y terrorismo generan consecuencias. No solo deben renunciar a la violencia, sino aceptar que las fronteras finales no serán las de 1967, que debe haber intercambios territoriales, impuestos por décadas de conflicto, y que su futuro Estado será desmilitarizado para salvaguardar la seguridad de Israel. Luego de haber tenido que librar tantas batallas, Israel no comprometerá su seguridad por ninguna simbólica victoria diplomática palestina.
En lugar de aprobar todas las declaraciones que los palestinos promueven, la comunidad internacional debería contribuir efectivamente ayudando a sus dirigentes a darse un baño de realismo. Sería un verdadero aporte desalentar el sueño palestino de querer imponer condiciones como si hubieran vencido en las guerras que generaron, y dedicarse más a estimular a su dirigencia a regresar a la mesa de negociaciones para comenzar a pavimentar el camino hacia el fin definitivo del conflicto.
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