El pasado jueves Erdogan declaró tres meses de estado de emergencia, lo que le permite crear leyes sin consultar a los órganos legislativos, así como imponer toques de queda y prohibir concentraciones públicas. Irónicamente, tras defender la necesidad de esta medida para preservar “los derechos y libertades de nuestros ciudadanos”, Erdogan ha invocado el artículo 20 de la Constitución turca, aprobada bajo un régimen militar en los años 80.
Desde la semana pasada, al menos 60.000 militares, policías, jueces, funcionarios y profesoreshan sido suspendidos o detenidos, o están siendo investigados por el régimen. La prolongada represión de los medios de comunicación –el país ocupa el puesto 151 en el índice de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras– se ha ampliado: veinte emisoras de radio han visto canceladas sus licencias desde la intentona.
Mientras Erdogan lleva a Turquía hacia un auténtico fascismo, también las universidades se encuentran en la línea de fuego. Al igual que en el caso de los medios, Erdogan y su islamista AKP (Partido Justicia y Desarrollo) insisten en que los centros de educación superior están repletos de “terroristas gülenistas” (en referencia a los seguidores del clérigo musulmán exiliado Fethullah Gülen, al que Erdogan responsabiliza del golpe). El resultado neto de la purga ha sido la suspensión total de la libertad académica en Turquía, donde más de 1.500 decanos de universidad han recibido la orden de dimitir.
El periodista John Bohannon observaba en la revista Science:
Quizá resulte extraño que el Gobierno pueda hacerse con el control de la Academia mediante un simple decreto. Al fin y al cabo, los rectores de las 180 universidades turcas son elegidos mediante un proceso nominalmente democrático, en el que los miembros del profesorado de cada universidad votan por su candidato preferido. Pero los funcionarios del Ministerio de Educación –y, a la postre, el presidente de Turquía– tienen la última palabra.
“Los rectores de las universidades pidieron a sus decanos que dimitieran, y las implicaciones eran muy claras: dimitid o seréis acusados de traición y detenidos”, declaró a Science Caghan Kizil, biólogo molecular turco de la Universidad Tecnológica de Dresde. En el mismo reportaje, Sinem Arslan, politóloga de la Universidad de Essex (Reino Unido), describió con crudeza los objetivos de Erdogan: “Quieren someter las universidades a un control absoluto”. “Las libertades académicas dejarán de existir. No creo que nadie pueda volver a trabajar en campos de investigación que el Gobierno considere tabú, o escribir nada donde se critique al Gobierno”.
Para los que, fuera de Turquía, están verdaderamente comprometidos con la libertad académica, la purga de las universidades turcas plantea la cuestión de si las universidades y asociaciones académicas extranjeras deben llamar al boicot contra la educación superior turca. Inevitablemente, esto también plantea la incómoda cuestión de la doble moral que reina en las universidades occidentales, donde las universidades y los académicos israelíes son a menudo objeto de boicot, lo que contrasta vergonzosamente con el silencio pétreo que ha caracterizado hasta ahora la reacción de los académicos occidentales al asalto de Erdogan.
Como ha señalado William Jacobson en un artículo para el blog Legal Insurrection, no es que los académicos occidentales desconocieran que la purga estaba cantada:
A diferencia de en Israel, donde los académicos se encuentran entre las voces más críticas con el Gobierno y sus políticas, la represión académica del Gobierno turco con anterioridad al intento de golpe ha hecho que las universidades sean cada vez más instrumentos al servicio de las políticas del Estado, como informó el Times Higher Education en abril: “Desde 2003, los sucesivos Gobiernos del AKP, con Erdogan como primer ministro o como presidente, han tenido la determinación de mantener el amplio tutelaje del Estado sobre el sistema turco de educación superior. Con ello esperan lograr producir licenciados dispuestos a someterse a la autoridad –en particular la del Estado– sin hacer demasiadas preguntas”. Así que todos los argumentos contra Israel servían para Turquía antes del golpe; y después, algunos.
Naturalmente, Jacobson no está sometido al influjo ilusorio de que es una inquietud sobre la libertad académica lo que sustenta el boicot a las universidades israelíes, apoyado por organizaciones que van desde la Asociación de Profesores Universitarios de Gran Bretaña a la Asociación de Estudios Americanos en EEUU, así como las 111 universidades turcas alineadas en 2014 con el movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), probablemente siguiendo órdenes del propio Erdogan. Como Carey Nelson, presidente de la Asociación Americana de Profesores Universitarios entre 2006 y 2012, sostiene en su ensayo “The Fragility of Academic Freedom”:
No sorprende que muchas veces el profesorado pro BDS no sepa demasiado sobre la libertad académica, ya que la mayoría de sus colegas tampoco, pero al menos éstos no se dedican a hacer declaraciones sobre la libertad académica. Simplemente perseveran con una ignorancia silente. La ignorancia del BDS es, podríamos decir, más proactiva. Está ahí fuera, haciendo el trabajo pesado de propagar la confusión y la desinformación.
Si algo deja al descubierto la doble moral que subyace a esta difusión deliberada de mentiras y engaños es el hecho de que Turquía está acometiendo las políticas de las que se acusa falsamente a Israel. Sin embargo, por exasperante que pueda resultar a los defensores de Israel, la campaña de odio del BDS no va a volver su atención hacia Turquía. Su empleo de conceptos universalistas como libertad académica y derechos humanos no es más que la tapadera de una campaña provinciana cuyo objetivo es aislar a Israel como preludio de la eliminación definitiva del Estado judío.
Eso no significa que no debamos confrontar a los profesores pro BDS con su hipocresía. Por supuesto que debemos, con obstinación y constancia. Hay que presionar a todas las asociaciones y académicos que han apoyado el boicot contra Israel para que respondan por qué se niegan aaplicar la misma vara de medir a Turquía. Dejemos que corran los correos electrónicos, las llamadas telefónicas y los tuits, y no paremos. No permitamos siquiera que piensen en otra cosa.
Al mismo tiempo, no deberíamos permitir que quienes boicotean a los académicos israelíes establezcan los términos del debate sobre Turquía. Hay un comprensible malestar respecto a pedir un boicot contra el sector académico turco, dado que Israel ha sido victimizada con el mismo instrumento. Por cierto, William Jacobson dice al respecto:
Me baso en mi propia experiencia como estudiante en la Unión Soviética. Esa experiencia me demostró que la interacción académica, incluso con los regímenes más represores, era un balón de oxígeno para los que luchan por la libertad.
Sin embargo, soy precavido respecto a descartar, en este estadio, cualquier tipo de boicot. Puesto que el Estado turco ha tomado el sistema universitario, no podemos fingir que las cosas pueden seguir transcurriendo como siempre. Por ejemplo, cualquier académico nombrado durante la purga de Erdogan es, a mi juicio, un objetivo legítimo para el boicot, porque su propósito no es hacer crecer el conocimiento y la comprensión –que debería ser la razón de ser de cualquier universidad–, sino ejercer de policía del pensamiento para el régimen del AKP. Un boicot que toma por objetivo específico a la dictadura de Erdogan es bien distinto de un veto absoluto al sistema universitario turco en su conjunto, y mucho más deseable. Ese enfoque subraya que el objetivo es proteger al sector académico de la embestida de Erdogan, y no –al modo de la campaña del BDS– la destrucción integral de Turquía como Estado soberano.
Por otro lado, hay mejores vías que la del boicot para demostrar solidaridad. Para empezar, los académicos occidentales deberían presionar al Departamento de Estado y a otros ministerios extranjeros para que exijan al Consejo turco de Educación Superior que revoque la prohibición, impuesta tras la intentona golpista, de que los académicos viajen al extranjero. Para continuar, deberían instar a los administradores de las universidades a que ofrezcan trabajos, becas, ayudas a la investigación y otras formas de sustento a los académicos que hayan sido víctimas del bisturí de Erdogan.
Resulta grato comprobar que empieza a haber movimiento en este último frente: miles de académicos están firmando una petición solidaria en internet. La Asociación Americana de Profesores Universitarios, cuya misión declarada es promover la libertad académica, ha suscrito un comunicado de la red Académicos en Riesgo en el que, entre otras cosas, pide que otros organismos académicos fuera de Turquía acojan a “académicos y estudiantes cesados, desplazados o amenazados en Turquía”. Es un comienzo, pero se necesita mucho, muchísimo más.
© Versión original (en inglés): The Tower
© Versión en español: Revista El Medio
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