Vista del Museo de la Fuerza Aérea de Israel en Beer Sheba durante las demostraciones aéreas del 66º aniversario de Israel en mayo de 2014. AMIR COHEN (REUTERS)
«Peligro: camellos». El desierto de Israel está salpicado de señales que alertan del riesgo de que se crucen en la carretera. Sobre este yermo, dominio milenario de las caravanas que cosían Asia a África en una depresión a 400 metros bajo el nivel del mar, apuntaló David Ben-Gurión la soberanía del país que había fundado. Aislado del resto de países de su entorno, al Gobierno israelí le preocupaba que la población se quedara desabastecida de alimento y apostó por hacer cultivable una parte del desierto del Néguev. Ben-Gurión mandó traer de lejos tierras fértiles y horadar un kilómetro y medio bajo la arena hasta alcanzar un acuífero. Creó un oasis por la fuerza.
Todavía hoy esta agricultura extrema da de comer a siete pequeñas poblaciones que pespuntan la frontera de Israel con Jordania. Unas 3.500 personas aprovechan hasta la última gota de agua (en todo el año apenas caen 30 milímetros por metro cuadrado de lluvia) para cultivar tomates o sandías, pero también —la supervivencia del negocio les obliga— frutos que demandan los mercados de Asia, como melones amargos o aguaymantos.
Los buenos colegios pagados por el Estado y una vivienda garantizada —en Israel, el precio de la vivienda es prohibitivo— hacen que todavía hoy la lista de solicitudes para desplazarse a esta región, Aravá, sea también una lista de espera. Lo cuentan Maayan Kitron y Effi Tripler, dos científicos reconvertidos en agricultores. Se refugian en una sala con aire acondicionado rodeada por kilómetros de tierra amarilla y algunos edificios brutalistas de hormigón. Tripler ha aplicado sensores electrónicos a las plantas que cultiva para saber exactamente su sed y el agua que consume cada parte de su anatomía. El resultado: con solo el 70% de lo que se emplea en regar cultivos en otras partes del mundo, aquí basta para sacar adelante una cosecha.
Sin embargo, Effi le quita importancia a ese ahorro. De hecho, afirma que el agua no es algo tan importante en la producción, porque solo supone un 7% del coste total. «Lo más caro es la mano de obra: ningún jornalero gana menos de 1.000 euros al mes. Pagar al trabajador supone la mitad de los costos», asegura. Bajo los pies, el enorme acuífero de las profundidades del desierto sigue dando agua, pero estas tierras prometidas parecen dar signos de agotamiento económico.
Aravá ya no es tan rentable como en los años cincuenta y sesenta. La subida de los costes de producción hace que sus habitantes piensen ya en cómo compensar pérdidas reconvirtiendo el exótico lugar en destino turístico o, sorprendentemente, criando peces de acuario para la exportación en el lugar de Israel donde el agua es más preciada. «Los agricultores de aquí, como los de todo el mundo, tenemos que ser optimistas», comenta irónica Maayan a un grupo de periodistas, invitados por la Federación de Comunidades Judías de España.
La imagen de los cultivos hidropónicos forma parte de una estampa desarrollista algo pasada. Hoy, para conocer la muestra más pujante de conquista del desierto hay que moverse 125 kilómetros al noreste por unas tierras jalonadas por las infraviviendas de los beduinos. La carretera es una mera raya gris en el amarillo de las rocas, que une Eilat, la punta del triángulo invertido del mapa de Israel y su único contacto con el mar Rojo, con Beer Sheba, la flamante cibercapital del país.
Camellos en un asentamiento de beduinos en las afueras de Beersheba (al fondo). AMIR COHENREUTERS
Camino a la cibercapital
Es primera hora de la mañana. Las plumas de las grúas giran de un lado a otro para seguir levantando bloques y bloques de apartamentos, borrosos por la calima del desierto. De los primeros trenes que llegan de la capital económica de Israel, Tel Aviv, se bajan cada vez más personas en Beer Sheba. Apenas se tarda una hora en trasladarse de un lugar a otro y los commuters ya representan la mitad de todos los trabajadores de una ciudad que, con 200.000 habitantes, no termina de sacudirse una apariencia espectral.
Las Fuerzas de Defensa de Israel han puesto el ojo en ella. Antes de 2022 trasladarán a la ciudad y a su entorno a todas sus unidades tecnológicas. Se moverán 8.000 militares, sin contar con los miembros de los servicios de inteligencia, según afirman fuentes del Ejército. Califican el proyecto como el mayor vinculado a la tecnología de toda su historia. Ya se han desplazado unas cuatro unidades de entrenamiento a Beer Sheba, aunque se ubicarán fuera del futuro campus.
Simulación de las futuras instalaciones de las Fuerzas de Defensa de Israel en Beer Sheba. FDI
El proyecto no solo implica gastar cemento. Mano a mano con el Ministerio de Defensa, el Ejército ya ha puesto en marcha cinco proyectos en los que animan a estudiantes de 16 a 18 años a formarse en ciberseguridad. El proyecto educativo terminará en 2020 y, para entonces, ya habrá tomado forma gran parte del futuro campus, que incluirá por un lado la Universidad Ben-Gurión, por otro el parque tecnológico con las empresas y, en el centro, las unidades militares. Entre ellas, se desplazarán todos los oficiales tecnológicos (los llamados G6), la mayoría de las divisiones tecnológicas del Ejército y parte de la inteligencia.
«Pensamos que desplazar aquí a nuestras unidades aumentará nuestra operativa», asegura a EL PAÍS el teniente coronel Azar Salam. La ciudad ha sido escogida, además, por su ecosistema: «Tiene la academia, los sistemas de detección integrados y la industria de alta tecnología. Es una de las principales ciberciudades del mundo». El Ejército está publicando ya los contratos para empezar a levantar las nuevas instalaciones en dos años, aunque no revela el coste total de la operación. El desplazamiento de las unidades militares del centro del país liberará en esa zona enormes extensiones de valioso terreno para construir viviendas.
La rentabilidad económica, pero también estratégica, subyace en el proyecto: «Hay una decisión del Gobierno de mover las unidades desde el centro al sur también para asentar la población en el desierto», ilustra el militar. Se refiere a la operación Cyber Spark, una idea presentada a bombo y platillo hace dos años por el primer ministro, Benjamín Netanyahu, para apuntalar el paraíso de lasstartups israelíes y atraer a población del resto del país hacia el desierto: una nueva repoblación, como la de los agricultores hace cincuenta años. Israel cuenta con una enorme ventaja en su propósito: tiene más tecnológicas emergentes que toda Europa junta y su territorio es el lugar del mundo con más densidad de startups por habitante, tan solo después de Silicon Valley.
Beer Sheba es, a estos efectos, la niña mimada de la Administración Netanyahu: más allá de la decisión del National Cyber Bureau del país de regar con shekels a las empresas (acaba de destinar una partida de 80 millones, 18,7 millones de euros, a las que ya se han asentado), la gran ventaja de la ciudad son las desgravaciones fiscales. En el conjunto del país, hay más de 400 empresas especializadas en ciberseguridad, un sector que da trabajo directo a 19.000 personas. En 2014 las exportaciones de software de seguridad informática de Israel alcanzaron los 6.000 millones de dólares, un 8% del mercado mundial, aunque se teme que la fortaleza actual del shekel frente a las divisas extranjeras suponga un freno para las futuras exportaciones.
A la capital del desierto llegará también la prestigiosa 8200 [«ocho doscientos»], el sancta sanctorum de la inteligencia tecnológica militar. A sus cerebros se les atribuye la creación de gusanos informáticos tan potentes como Stuxnet. La unidad acoge incluso un programa para crear startups. «Si eres de la 8200 y tienes un par de patentes, ya tienes mucho hecho», afirma convencido Ilan Leiferman, un joven español desplazado a Israel para montar Ynoova, una empresa que guía a las grandes compañías europeas para que inviertan con tino en las empresas emergentes locales. «La cuestión es entrar en una de esas unidades porque, si te presentas voluntario para seguir después de los tres años obligatorios [son dos para las mujeres], te favorecerá en tu futuro currículum».
Del Ejército a la empresa
Esa fue la historia del emprendedor Dror Liwer. Había llegado al rango de director informático en el Ejército, se licenció como coronel y un buen día decidió cambiar la monotonía kaki de los barracones por los grafitis que hoy decoran su oficina, una especie de loft neoyorquino que terminará rodeado de edificios militares. Para él, la ciberseguridad y el Ejército israelí van de la mano, por eso se ha instalado ya en Beer Sheba. «En Israel no hay privacidad. Estamos en estado de guerra y se sacrifica la libertad. El Gobierno tiene mucho poder», comenta abiertamente.
Liwer cuenta ya con seis startups a sus espaldas. Dos de ellas siguen en pie, una tasa de éxito que considera «muy alta»: «En Israel, solo un 2% de las empresas emergentes tiene verdadero éxito, y un 8% más o menos salen adelante. El resto son fracasos». Su última apuesta es Coronet, una compañía especializada en evitar el robo y la suplantación maliciosa de redes wifi, ubicada en el coworking donde operan otra veintena de pequeñas empresas dedicadas a la seguridad informática.
Coronet comparte edificio con gigantes como Oracle, PayPal o Telekom. Dos bloques como este ya están repletos de nuevas empresas, y otros ocho aguardan a ser construidos en el parque tecnológico de Beer Sheba. Trabajar tan cerca de otros que se dedican a lo mismo que uno les ayuda a hacerlo mejor: «Compartimos información entre nosotros aunque seamos competencia», abunda Liwer. ¿Compartir conocimiento con la competencia? Sí, y, a juzgar de la opinión de todos los expertos consultados, se trata de algo habitual en Israel: «No se roban recursos de otros. Eso del headhunting aquí no existe. Si lo haces una vez, estás acabado. El espíritu de colaboración está asentado, es algo cultural». De este espíritu comunitario da ejemplo un gran inversor del país, Eden Shochat,que ha subido a la Red su lista de contactos para que estén disponibles para todo el mundo.
A Liwer le gusta subrayar esta diferencia con el ambiente de competencia abierta de Estados Unidos, aun no siendo la única: «Un 40% de quienes aquí trabajan es mujer y además el entorno social de Israel es más seguro que el americano: si fracasas aquí, es más difícil que te veas en la calle sin nada al cabo de unos meses». La presencia de mujeres alenta incluso la tímida aparición de alguna ultraortodoxa, una comunidad muy cerrada que reniega en general de las nuevas tecnologías: «Sus maridos se dedican a estudiar los textos sagrados y no realizan trabajos retribuidos. Ellas tienen que sacar adelante a la familia y esta es una manera interesante de hacerlo», comenta Liwer.
El emprendedor cree que la situación geopolítica de su país actuó como aliciente para que apostara, desde muy pronto, por la tecnología. «En el Ejército comentábamos que ya deberíamos estar muertos», comenta vehemente. Para el exembajador de Israel en España Alón Bar, una clave que explica el auge de las empresas tecnológicas en el país es la carencia de recursos naturales, mitigada desde hace 17 años por el descubrimiento de bolsas de gas natural delante de sus costas. «Creo que ese hallazgo es algo bueno, porque se espera que los recursos den para abastecer el país durante cincuenta años», afirma Bar, pero, al tiempo, le preocupa que pese sobre Israel la que llama «maldición de los países con recursos naturales»: «Puede que se le quite importancia a la cultura del esfuerzo».
Un ‘Google’ del mal
Aunque Beer Sheba sea su capital, la tecnología de ciberseguridad informática encuentra acomodo por doquier en el país. La universidad más antigua de Israel, el Technion, impera en el extremo norte de Israel. Aquí nació la compresión de archivos (los antecedentes de los JPG, MP3 y PDF) y en la actualidad acoge uno de los grupos especializados en ciberseguridad más potentes del país. Desde la planta donde está el laboratorio de Eran Yahav, un programador de élite, se contempla una vista inmensa de la bahía de Haifa y, bien cerca, las montañas del vecino Líbano.
Israel está viviendo un cambio en el tipo de ciberataques que recibe desde el extranjero: «Cada vez que se ven más ataques vinculados al robo de datos personales para beneficio, más que por razones políticas o estratégicas», describe Yahav.
Este experto en análisis de programas resume su trabajo en «saber qué hace un programa, sin tener que ejecutarlo», algo más que útil cuando se trata de analizarsoftware malicioso. Y se ha propuesto dar otra vuelta de tuerca a los ANTIVIRUS y otras herramientas habituales de ciberseguridad. Su equipo prepara un motor de búsqueda que permitirá rastrear en todo el mundo dónde se encuentra un programa (o un fragmento de código) que resulte malicioso. «Es como un Google para el software sospechoso», asegura. A la vez, apuesta por que se use para identificar de dónde procede un ataque o, al menos, en qué factoríase ha creado el código atacante. También, para descubrir a las organizaciones que incluyen, en muchos casos sin saberlo, partes de código maligno en sus webs.
Los ciberatacantes se lo ponen difícil a quienes, como este profesor israelí, se encuentra a este lado de la barrera. «El malware se ha convertido en algo muy sofisticado, ya no es algo que se haga en garajes, se ha convertido en una arma y se construye en fábricas de armas». Yahav insiste en la comparación: los virus y los grandes ataques informáticos se mueven en un mundo que funciona «igual que la industria de las armas». Así precisa así su comparación: «También en su tamaño y escala, en el dinero que se mueve y en los poderes que están detrás»
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